Francisco Fernández-Carvajal 20 de octubre de 2018
— La
vida cristiana consiste en imitar a Cristo.
— Jesús
nos enseña que no ha venido a ser servido sino a servir. Imitarle.
—
Servir con alegría.
I. Como
el discípulo ante el maestro, como el niño junto a su madre, así ha de estar el
cristiano en todas las ocupaciones ante Cristo. El hijo aprende a hablar oyendo
a su madre, esforzándose en copiar sus palabras; de la misma forma, viendo
obrar y actuar a jesús, aprendemos a conducirnos como Él. La vida cristiana es
imitación de la del Maestro, pues Él se encarnó y os dio ejemplo para
que sigáis sus pasos1.
San Pablo exhortaba a los primeros cristianos a imitar al Señor con estas otras
palabras: Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús2.
Él es la causa ejemplar de toda santidad, es decir, del amor a Dios Padre. Y
esto no solo por sus hechos, sino por su ser, pues su modo de obrar era la
expresión externa de su unión y amor al Padre.
Nuestra
santidad no consiste tanto en una imitación externa de Jesús como en permitir
que nuestro ser más profundo se vaya configurando con el de Cristo. Despojaos
del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del hombre nuevo...3,
anima San Pablo a los colosenses. Esta diaria renovación significa desear
constantemente limar nuestras costumbres, eliminar de nuestra vida los defectos
humanos y morales, lo que no es conforme con la vida de Cristo...; pero, sobre
todo, procurar que nuestros sentimientos ante los hombres, ante las realidades
creadas, ante la tribulación, se parezcan cada día más a los que tuvo Jesús en
circunstancias similares, de tal manera que nuestra vida sea en cierto sentido
prolongación de la suya, pues Dios nos ha predestinado a ser semejantes
a la imagen de su Hijo4.
La misma gracia divina, en la medida en que correspondemos a la acción continua
del Espíritu Santo, nos hace semejantes a Dios. Seremos santos si Dios Padre
puede afirmar de nosotros lo que un día dijo de Jesús: Este es mi Hijo
muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias5.
Nuestra santidad consistirá, pues, en ser por la gracia lo que es Cristo por
naturaleza: hijos de Dios.
El
Señor lo es todo para nosotros. «Este árbol es para mí una planta de salvación
eterna; de él me alimento, de él me sacio. Por sus raíces me enraízo y por sus
ramas me extiendo, su rocío me regocija y su espíritu como viento delicioso me
fertiliza, A su sombra he alzado mi tienda, y huyendo de los grandes calores
allí encuentro un abrigo lleno de rocío. Sus hojas son mi follaje, sus frutos
mis perfectas delicias, y yo gozo libremente sus frutos, que me estaban
reservados desde el principio. Él es en el hambre mi alimento, en la sed mi
fuente, y mi vestido en la desnudez, porque sus hojas son espíritu de vida:
lejos de mí desde ahora las hojas de la higuera. Cuando temo a Dios, Él es mi
protección; y cuando vacilo, mi apoyo; cuando combato, mi premio; y cuando
triunfo, mi trofeo. Es para mí el sendero estrecho y el sendero angosto»6.
Nada deseo fuera de Él.
II. El
Evangelio de la Misa7 nos
relata la petición que hicieron Santiago y Juan a Jesús de dos puestos de honor
en su Reino. Después, los diez comenzaron a indignarse contra
estos dos hermanos. Jesús les dijo entonces: Sabéis que los que figuran
como jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos los avasallan. No ha de
ser así entre vosotros; por el contrario, quien quiera llegar a ser grande
entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el
primero, sea esclavo de todos. Y les da la suprema razón: porque el
Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en
redención de muchos.
En
diversas ocasiones proclamará el Señor que no vino a ser servido sino a
servir: Non veni ministrari sed ministrare8.
Toda su vida fue un servicio a todos, y su doctrina es una constante llamada a
los hombres para que se olviden de sí mismos y se den a los demás. Recorrió
constantemente los caminos de Palestina sirviendo a cada uno –singulis manus
imponens9– de los que encontraba a su paso. Se quedó para siempre en su
Iglesia, y de modo particular en la Sagrada Eucaristía, para servirnos a diario
con su compañía, con su humildad, con su gracia. En la noche anterior a su
Pasión y Muerte, como enseñando algo de suma importancia, y para que quedara
siempre clara esta característica esencial del cristiano, lavó los pies a sus
discípulos, para que ellos hicieran también lo mismo10.
La
Iglesia, continuadora de la misión salvífica de Cristo en el mundo, tiene como
quehacer principal servir a los hombres, por la predicación de la Palabra
divina y la celebración de los sacramentos. Además, «tomando parte en las
mejores aspiraciones de los hombres y sufriendo al no verles satisfechos, desea
ayudarles a conseguir su pleno desarrollo, y esto precisamente porque les
propone lo que ella posee como propio: una visión global del hombre y de la
humanidad»11.
Los
cristianos, que queremos imitar al Señor, hemos de disponernos para un servicio
alegre a Dios y a los demás, sin esperar nada a cambio; servir incluso al que
no agradece el servicio que se le presta. En ocasiones, muchos no entenderán
esta actitud de disponibilidad alegre. Nos bastará saber que Cristo sí la
entiende y nos acoge entonces como verdaderos discípulos suyos. El «orgullo»
del cristiano será precisamente este: servir como el Maestro lo hizo. Pero solo
aprendemos a darnos, a estar disponibles, cuando estamos cerca de Jesús. «Al
emprender cada jornada para trabajar junto a Cristo, y atender a tantas almas
que le buscan, convéncete de que no hay más que un camino: acudir al Señor.
»—¡Solamente
en la oración, y con la oración, aprendemos a servir a los demás!»12.
De ella obtenemos las fuerzas y la humildad que todo servicio requiere.
III.
Nuestro servicio a Dios y a los demás ha de estar lleno de humildad, aunque
alguna vez tengamos el honor de llevar a Cristo a otros, como el borrico sobre
el que entró triunfante en Jerusalén13.
Entonces más que nunca hemos de estar dispuestos a rectificar la intención, si
fuera necesario. «Cuando me hacen un cumplido –escribe el que más tarde sería
Juan Pablo I–, tengo necesidad de compararme con el jumento que llevaba a
Cristo el día de ramos. Y me digo: “¡Cómo se habrían reído del burro si, al
escuchar los aplausos de la muchedumbre, se hubiese ensoberbecido y hubiese
comenzado –asno como era– a dar las gracias a diestra y siniestra!... ¡No vayas
tú a hacer un ridículo semejante...!”»14,
nos advierte. Esta disponibilidad hacia las necesidades ajenas nos llevará a
ayudar a los demás de tal forma que, siempre que sea posible, no se advierta, y
así no puedan darnos ellos ninguna recompensa a cambio. Nos basta la mirada de
Jesús sobre nuestra vida. ¡Ya es suficiente recompensa!
Servicio
alegre, como nos recomienda la Sagrada Escritura: Servid al Señor con
alegría15, especialmente en aquellos trabajos de la convivencia diaria
que pueden resultar más molestos o ingratos y que suelen ser con frecuencia los
más necesarios. La vida se compone de una serie de servicios mutuos diarios.
Procuremos nosotros excedernos en esta disponibilidad, con alegría, con deseos
de ser útiles. Encontraremos muchas ocasiones en la propia profesión, en medio
del trabajo, en la vida de familia..., con parientes, amigos, conocidos, y
también con personas que nunca más volveremos a ver. Cuando somos generosos en
esta entrega a los demás, sin andar demasiado pendientes de si lo agradecerán o
no, de si lo han merecido..., comprendemos que «servir es reinar»16.
Aprendamos
de Nuestra Señora a ser útiles a los demás, a pensar en sus necesidades, a
facilitarles la vida aquí en la tierra y su camino hacia el Cielo. Ella nos da
ejemplo: «En medio del júbilo de la fiesta, en Caná, solo María advierte la
falta de vino... Hasta los detalles más pequeños de servicio llega el alma si,
como Ella, se vive apasionadamente pendiente del prójimo, por Dios»17.
Entonces hallamos con mucha facilidad a Jesús, que nos sale al encuentro y nos
dice: cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí
me lo hicisteis18.
1 1
Pdr 2, 21. —
2 Flp 2,
5. —
3 Col 3,
9. —
4 Rom 8,
29. —
5 Mt 3,
17. —
6 San
Hipólito, Homilía de Pascua. —
7 Mc 10,
35-45. —
8 Mt 20,
8. —
9 Lc 4,
40. —
10 Cfr. Jn 13,
4 ss. —
11 Pablo VI,
Enc. Populorum progressio, 26-III-1967, 13. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 72. —
13 Cfr. Lc 19,
35. —
14 A.
Luciani, Ilustrísimos señores, p. 59. —
15 Sal 99,
2. —
16 Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 21. —
17 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 631. —
18 Mt 25,
40.
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