Por Gregorio Salazar
No lo proclaman, no lo
celebran ni se jactan de ello públicamente pese a su vocación de fanfarrones,
pero en la intimidad la camarilla que se siente dueña de Venezuela se refocila
en lo que consideran el principal “logro” político de la revolución: haber
destruido la fe de los venezolanos en el voto, mecanismo de participación sin
el cual no puede considerarse vigente una democracia.
Ha sido un proceso largo y
perversamente madurado. En un período de poco más de tres lustros valiéndose de
tropelías de distinto signo, sin prisa pero sin pausa, clausuraron la
posibilidad de corregir rumbos, de reformar el funcionamiento del sistema, de
enmendar errores, de acceder a los cambios políticos mediante el ejercicio
universal, directo y soberano del sufragio.
Si bien en casi dos décadas
del chavismo no se ha tenido un organismo electoral confiable, ni en su
integración ni en su funcionamiento, puede afirmarse que por lo menos hasta
diciembre del 2015 el sistema mantuvo la posibilidad del reconocimiento de la
voluntad popular expresada en las urnas de votación. Y así ocurrió, pese a
todas las denuncias de descarado ventajismo y manipulación, en las elecciones
legislativas del 2015.
Pero hasta allí. La
contundente derrota electoral de aquel histórico 6 de diciembre le confirmó a
la cúpula chavista la ruptura afectiva de la población con el proyecto
antihistórico que obstinadamente se empeñan en imponer. Tras el reconocimiento
puntual de los resultados adversos vinieron los discursos etiquetando lo
ocurrido como “una emboscada del neoliberalismo, el imperialismo y la burguesía
para destruir la obra de la revolución”
“No permitiré que la derecha
y la burguesía, desde las posiciones de poder a que han llegado, entreguen la
soberanía, la independencia y la justicia que se han construido en estos años
de sacrificio y lucha”, afirmó enseguida Maduro en un mensaje que tuvo como
escenario nada casual una salutación a las fuerzas armadas, y a contrapelo de
que lo verdaderamente destruido eran las instituciones, el aparato productivo y
las condiciones de vida de los venezolanos.
Fue el preludio de la
cancelación inminente del juego democrático, que debía proseguir con el
reconocimiento de las atribuciones constitucionales del recién renovado Poder
Legislativo. Lo demás es historia muy reciente: la anulación de la Asamblea
Nacional y de todas las leyes aprobadas, el impedimento del revocatorio, la
elección inconstitucional de una constituyente, la ilegalización de los
partidos y la persecución a la dirigencia política.
El voto en Venezuela ya no
produce cambios. Secuestrado como está, al sufragio se le ha condenado al papel
de convalidar las mutaciones que sólo profundizan el fracaso del abyecto
proyecto chavista que arrastra al pueblo venezolano a un abismo de fatales
privaciones y desolación.
Pero no solamente
destruyeron la fe en el voto. Han logrado estigmatizar otra herramienta de
construcción política indispensable como el diálogo, el cual sólo ponen en boga
de manera coyuntural y oportunista. Los tres intentos que de buena fe se
llevaron adelante dentro y fuera del país no han arrojado un avance mínimo en
la búsqueda del rescate de la democracia. No es entonces por casualidad ni por
azar que la ciudadanía esté aborreciendo a instrumentos tan vitales como el
voto y el diálogo y por extensión a los propios partidos, a los que culpan de
los reveses.
Los llamados a diálogo han
sido puestos en boga nuevamente por el régimen, de manera oportunista como
siempre: de cara a unas elecciones municipales y cercanos a la fecha del
comienzo de un nuevo mandato de Maduro. Necesita legitimidad de origen porque si
no tampoco lo tendrá de funcionamiento.
Creemos en el voto y el
diálogo, pero rechazamos que ambos sean manipulados para burlarse impúdicamente
de las aspiraciones democráticas de los venezolanos. De modo que si a dialogar
llaman comiencen por desmontar el perverso mecanismo de abusos, ventajismos,
ilegalidades y atropellos en lo que convirtieron al sistema electoral
venezolano.
28-10-18
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