Por Marco Negrón
Hace ya unos cuantos
años que, empezando por Caracas, la capital y la más emblemática, las ciudades
venezolanas registran un desempeño deplorable. La crítica más común se refiere,
con razón, al desmesurado crecimiento de la llamada ciudad informal que
aloja a más del 50% de la población urbana del país, una cifra que excede
largamente el promedio de la región pese a los extraordinarios recursos
que, gracias a la renta petrolera, el Estado ha recibido durante casi un siglo.
Pero tampoco el resto
de la ciudad ha sido un dechado de virtudes urbanísticas. En el caso de
Caracas, ella comienza a expandirse territorialmente a partir de la década de
1940, siguiendo, con el florecimiento de las urbanizaciones de viviendas
unifamiliares, el patrón del suburbio norteamericano; pero el mayor impacto
ocurrirá a partir de la década de 1960, cuando la creación de la banca
hipotecaria impulsa el boom de la vivienda en propiedad horizontal que en
numerosos casos irrumpe sobre la trama urbana ya desarrollada, sustituyendo
por torres las viviendas unifamiliares sin desplegar el instrumental adecuado:
apenas simples ordenanzas de zonificación pero no, como se requería, planes de
renovación urbana.
El resultado fue
sobrecargar las infraestructuras y equipamientos preexistentes, lo que condujo
al deterioro del medio urbano y la degradación de la calidad de vida. Incluso,
sustituyéndolo por oficinas y comercios, en casos prominentes se llegó a la
total erradicación del uso residencial original, dando origen a barrios
anónimos que mueren con la caída del sol.
La responsabilidad
principal por esas situaciones es, desde luego, de los gobiernos locales:
aunque ya en el último tercio del siglo pasado se hizo evidente la inadecuación
de esos instrumentos, no se registraron señales de rectificación; que se
insista en esa misma línea en un contexto socio-económico tan recesivo como el actual
carece de toda explicación
Pero lo anterior no
puede ocultar la existencia, también, de una responsabilidad profesional. En
primer lugar porque esos gobiernos locales, al menos en las ciudades
principales, cuentan con oficinas técnicas que han avalado dichas actuaciones;
luego porque los desarrollos derivados de ellas han sido convalidados
tácitamente con la firma de los profesionales responsables de los
correspondientes proyectos; y por último porque el gremio en cuanto tal y aquí
nos referimos específicamente al CIV-, aun cuando no ha dejado de interesarse
en los temas urbanos, sí ha soslayado los dos aspectos que son cruciales en
esta hora: los relativos a las formas de planificar y gestionar la ciudad.
Hoy, como la nación, la
ciudad venezolana atraviesa quizá su coyuntura más crítica, alcanzando niveles
de deterioro sin precedentes que le exigen superar tanto el modelo de
desarrollo predominante durante el siglo pasado como el desbarajuste del
actual, reconociendo que, ahora con más razón, la respuesta no está en
fórmulas convencionales y de tan escasa eficacia como las ensayadas hasta el
presente.
Para encararla debe
abrirse un debate urgente que, teniéndola como centro, vaya más allá de la
ciudad; en este corresponde a la academia asumir el liderazgo en cooperación
con los gobernantes locales y los gremios profesionales, reconociendo que
será imposible superar la devastación actual sin diseñar estrategias de
austeridad y resiliencia que dejen atrás la retórica soberbia pero vacía de la
“Venezuela saudita” del pasado y del “país potencia” del delirio chavista.
16-10-18
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