Francisco Fernández-Carvajal 24 de octubre de 2018
— El
afán divino de Jesús por todas las almas.
— El
apostolado en medio del mundo se ha de propagar como un incendio de paz.
— La
Santa Misa y el apostolado.
I. El
Señor manifiesta a sus discípulos, como Amigo verdadero, sus sentimientos más
íntimos. Así, les habla del celo apostólico que le consume, de su amor por
todas las almas: Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero
sino que ya arda? Y les muestra su impaciencia divina por que se
consuma en el Calvario su entrega al Padre por los hombres: Tengo que
ser bautizado con un bautismo ¡y cómo me siento urgido hasta que se lleve a
cabo!1. En la Cruz tuvo lugar la plenitud del amor de Dios por todos,
pues nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus
amigos2. De esta predilección participamos quienes le seguimos.
San
Agustín, comentando este pasaje del Evangelio de la Misa, enseña: «los hombres
que creyeron en Él comenzaron a arder, recibieron la llama de la caridad. Es la
razón por la que el Espíritu Santo se apareció en esa forma cuando fue enviado
sobre los Apóstoles: Se les aparecieron lenguas como de fuego, que se
posaron, repartidas, sobre cada uno de ellos (Hech2, 3).
Inflamados con este fuego, comenzaron a ir por el mundo y a inflamar a su vez y
a prender fuego a los enemigos de su entorno. ¿A qué enemigos? A los que
abandonaron a Dios que los había creado y adoraban las imágenes que ellos
habían hecho (...). La fe que hay en ellos se encuentra como ahogada por la
paja. Les conviene arder en ese fuego santo, para que, una vez consumida la
paja, resplandezca esa realidad preciosa redimida por Cristo»3.
Somos nosotros quienes hemos de ir ahora por el mundo con ese fuego de amor y
de paz que encienda a otros en el amor a Dios y purifique sus corazones.
Iremos
a la Universidad, a las fábricas, a las tareas públicas, al propio hogar... «Si
en una ciudad se prendiese fuego en distintos lugares, aunque fuese un fuego
modesto y pequeño, pero que resistiese todos los embates, en poco tiempo la
ciudad quedaría incendiada.
»Si en
una ciudad, en los puntos más dispares, se encendiese el fuego que Jesús ha
traído a la tierra y este fuego resistiese al hielo del mundo, por la buena voluntad
de los habitantes, en poco tiempo tendríamos la ciudad incendiada de amor de
Dios.
»El
fuego que Jesús ha traído a la tierra es Él mismo, es la Caridad: ese amor que
no solo une el alma a Dios, sino a las almas entre sí (...). Y en cada ciudad
estas almas pueden surgir en las familias: padre y madre, hijo y padre, madre y
suegra; pueden encontrarse también en las parroquias, en las asociaciones, en
las sociedades humanas, en las escuelas, en las oficinas, en cualquier parte
(...). Cada pequeña célula encendida por Dios en cualquier punto de la tierra
se propagará necesariamente. Luego, la Providencia distribuirá estas llamas,
estas almas-llamas, donde crea oportuno, a fin de que en muchos
lugares el mundo sea restaurado al calor del amor de Dios y vuelva a tener
esperanza»4.
II. El
apostolado en medio del mundo se propaga como un incendio. Cada cristiano que
viva su fe se convierte en un punto de ignición en medio de
los suyos, en el lugar de trabajo, entre sus amigos y conocidos... Pero esa
capacidad solo es posible cuando se cumple en nosotros el consejo de San Pablo
a los cristianos de Filipos: Tened entre vosotros los mismos
sentimientos que tuvo Cristo Jesús5.
Esta recomendación del Apóstol «exige a todos los cristianos que reproduzcan en
sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino
Redentor cuando se ofrecía en Sacrificio, es decir, imiten su humildad y eleven
a la suma Majestad de Dios, la adoración, el honor, la alabanza y la acción de
gracias»6. Esta oblación se realiza principalmente en la Santa Misa,
renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz, donde el cristiano ofrece sus
obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida familiar, el trabajo de
cada jornada, el descanso; incluso las mismas pruebas de la vida, que, si son
sobrellevadas pacientemente, se convierten en medio de santificación7.
Al terminar el Sacrificio eucarístico, el cristiano va al encuentro de la vida,
como lo hizo. Cristo en su existencia terrena: olvidado de sí mismo y dispuesto
a darse a los demás para llevarlos a Dios.
La
vida cristiana debe ser una imitación de la vida de Cristo, una participación
en el modo de ser del Hijo de Dios. Esto nos lleva a pensar, mirar, sentir,
obrar y reaccionar como Él ante las gentes. Jesús veía a las muchedumbres y se
compadecía de ellas, porque andaban como ovejas sin pastor8,
en una vida sin rumbo y sin sentido. Jesús se compadecía de ellas; su amor era
tan grande que no se dio por satisfecho hasta entregar su vida en la Cruz. Este
amor ha de llenar nuestros corazones: entonces nos compadeceremos de todos
aquellos que andan alejados del Señor y procuraremos ponernos a su lado para
que, con la ayuda de la gracia, conozcan al Maestro.
En la
Santa Misa se establece una corriente de amor divino desde el Hijo que se
ofrece al Padre en el Espíritu Santo. El cristiano, incorporado a Cristo,
participa de este amor, y a través de él desciende sobre las más nimias
realidades terrenas, que quedan así santificadas y purificadas y más aptas para
ser ofrecidas al Padre por el Hijo, en un nuevo Sacrificio eucarístico.
Especialmente el apostolado queda enraizado en la Misa, de donde recibe toda su
eficacia, pues no es más que la realización de la Redención en el tiempo a
través de los cristianos: Jesucristo «ha venido a la tierra para redimir a todo
el mundo, porque quiere que los hombres se salven (1 Tim 2,
4). No hay alma que no interese a Cristo. Cada una de ellas le ha costado el
precio de su Sangre (cfr. 1 Pdr 1, 18-19)»9.
Imitando al Señor, ningún alma nos debe ser indiferente.
III.
Cuando el cristiano participa en la Santa Misa, pensará en primer lugar en sus
hermanos en la fe, con quienes se sentirá cada vez más unido, al compartir con
ellos el pan de vida y el cáliz de eterna salvación. Es un momento
señalado para pedir por todos y especialmente por quien ande más necesitado;
nos llenaremos así de sentimientos de caridad y de fraternidad, «porque si la
Eucaristía nos hace uno entre nosotros, es lógico que cada uno trate a los
demás como hermanos. La Eucaristía forma la familia de los hijos de Dios,
hermanos de Jesús y entre sí»10.
Y
después de ese encuentro único con el Señor, nos ocurrirá como a aquellos
hombres y mujeres que fueron curados de sus enfermedades en alguna ciudad o
camino de Palestina: tan alegres estaban que no cesaban de pregonar por todas
partes lo que habían visto y oído, lo que el Maestro había obrado en sus almas o
en sus cuerpos. Cuando el cristiano sale de la Misa habiendo recibido la
Comunión, sabe que ya no puede ser feliz solo, que debe comunicar a los demás
esa maravilla que es Cristo. Cada encuentro con el Señor lleva a esa alegría y
a la necesidad de comunicar a los demás ese tesoro. Así, como resultado de una
fe grande, se propagó el cristianismo en los primeros siglos: como un incendio
de paz y de amor que nadie pudo detener.
Si
logramos que nuestra vida gire alrededor de la Santa Misa, encontraremos la serenidad
y la paz en cada circunstancia del día, con un afán grande de darle a conocer,
pues «si vivimos bien la Misa, ¿cómo no continuar luego el resto de la jornada
con el pensamiento en el Señor, con la comezón de no apartarnos de su
presencia, para trabajar como Él trabajaba y amar como Él amaba? Aprendemos
entonces a agradecer al Señor esa otra delicadeza suya: que no haya querido
limitar su presencia al momento del Sacrificio del Altar, sino que haya
decidido permanecer en la Hostia Santa que se reserva en el Tabernáculo, en el
Sagrario»11.
También
para nosotros el Sagrario es siempre Betania, «el lugar tranquilo y apacible
donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros
sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías, con la misma sencillez y
naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro»12.
En el Sagrario encontraremos, cuando devolvamos la visita al
Señor, las fuerzas necesarias para vivir como discípulos suyos en medio del
mundo. También nosotros, como algunas almas que estuvieron muy cerca de Dios13,
podremos repetir, con el corazón lleno de gozo: Ignem veni mittere in
terram... He venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Es
el fuego del amor divino, que trae la paz y la felicidad a las almas, a la
familia, a la sociedad entera.
1 Lc 12,
49. —
2 Jn 15,
13. —
3 San
Agustín, Comentario al Salmo 96, 6. —
4 Ch.
Lubich, Meditaciones, pp. 59-60. —
5 Flp 2,
5. —
6 Pío
XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947, 22. —
7 Cfr. Conc.
Vat. II; Const. Lumen gentium, 34. —
8 Mt 9,
36. —
9 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 256. —
10 Ch.
Lubich, La Eucaristía, Ciudad Nueva, Madrid 1977, p. 78.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 154. —
12 Ibídem.
—
13 Cfr. A.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, pp. 17, 110,
115, 470.
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