Fernando Rodríguez 22 de octubre de 2018
Sin
duda la soledad ha vuelto a ser un tema capital de la actualidad mundial. Es
probable que en el fondo de esa intensificación haya muchos factores y muy
diversos.
Desde
el notable aumento del tiempo medio que pasamos en esta vida y que acarrea la
acentuación del fenómeno existencial en personas mayores, hasta la tecnología
comunicacional que en muchos casos sustituye la relación realmente afectiva
entre la gente, pasando por el ajetreo y la prisa de la vida urbana, etc.
Pero
en el fondo de todo ello está el hecho de que vivimos en sociedades
profundamente individualistas en que naturalmente se debilitan los vínculos colectivos,
desde la familia al barrio o el partido o la nación misma. Por supuesto no
vamos a tocar el tema del valor de la soledad, que puede ser desde un ideal de
vida para el místico hasta una condena para la inmensa mayoría, con todas las
graduaciones imaginables.
Aceptémosla
como problema universal, intenso drama, hasta el punto de que en casi todos los
países, de acuerdo a su riqueza y sentido de sociabilidad, existen políticas
para mitigarla, sobre todo en los ancianos.
En esa
perspectiva no dudaría en decir que en la Venezuela de hoy ha cobrado una
devastadora presencia y es, posiblemente, uno de los ingredientes mayores de
esa tristeza generalizada que envuelve al país atropellado y, por ahora,
inerme.
A las
determinaciones metafísicas, sociológicas, psicológicas globalizadas hay que
sumar en nuestro país muy enfermo determinaciones reales, concretas, que la
multiplican y la hacen más cruel. Son demasiadas para enumerarlas todas.
Pero
basta decir que alguien se robó la noche, valga decir, las horas de ocio que
permitían el bonche o el cine o el paseo con el perro y el encuentro con los
vecinos o los tragos con los amigos porque la inseguridad es demasiado
insegura.
La
pobreza que sólo permite comer, en el mejor de los casos, y que afecta al menos
8 de cada 10 venezolanos y que merma casi todos los posibles encuentros
festivos o las visitas meramente amistosas. El transporte en caída indetenible
que rompe la conectividad mínima de la ciudad, hasta la laboral o escolar. La
migración de millones que ha deshecho familias y amistades en todos los
estratos sociales. La muerte generalizada de las instituciones culturales
estatales y reducidas al máximo las privadas, esos buenos remedios del espíritu
y la comunicación compartida (¡qué reconfortante haber visto en el Aula Magna
de bote en bote, rarísima ave, embelesada con Carmina Burana, el domingo
pasado!). Y no sigamos.
Todo
el mundo, o casi, debe haber sentido ese desgarrado espíritu acrecentado en
estos largos años de cada cual por activar sus defensas contra esa neblina
sórdida que se expande por nuestras ciudades y pueblos. Y que es tan dura como
las carencias materiales y la vejación cívica. Cada quien tratando de expandir
sus afectos, de impedir su aislamiento, de combatir su tristeza.
Es
parte de la lucha contra los tiranos. A lo mejor el primer cohesionador para
reencontrar otra manera de vivir, de sentir, de estar con el otro, distante del
odio y la depredación, de la miseria y el despotismo. Sí, a lo mejor es lo que
anhelamos alcanzar sin que alcancemos a nombrarlo.
Fernando
Rodríguez
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