Humberto García L. 30 de mayo de 2022
La
consideración de la situación actual del país –si en verdad empieza a “arreglarse”–
amerita repasar un concepto básico de la economía, que es el de Bien Público.
Un Bien Público (puro) es aquel que, una vez producido, no puede privar de su
consumo a ningún integrante de la comunidad. Otra manera de entender esto es
que los beneficios que genera no pueden ser capturados (privatizados)
totalmente por ninguno, en exclusión de los demás.
Debido a ello, nadie se siente incentivado a financiar, por sí solo, su producción. Ésta, por tanto, depende de la voluntad colectiva, la cual suele ser asumida a través del Estado. La producción de bienes públicos es la función principal del Estado, según enfoques ortodoxos. De la naturaleza no privativa de su consumo se desprende el problema del gorrión o free-rider: la persona que decide no contribuir para la producción de un Bien Público a conciencia de que no puede ser excluido de sus beneficios.
Un
ejemplo sencillo es el del vecino que se niega a aportar a la pintura del
edificio donde reside o a reparar el ascensor, a sabiendas que, una vez
terminada esta labor, también disfrutará de ello de todas formas. A nivel
general, evade su deber ciudadano como corresponsable del manejo de la cosa
pública. Se asume “masa”, pendiente de que le den, propósito de regímenes como
el chavista.
A
nivel nacional, los bienes públicos más conocidos son los referidos a los
sistemas de salud y asistencia social, educación, seguridad y protección, así
como los servicios de agua, electricidad, comunicación y transporte. Son la
sustancia que define la calidad de vida de la población –atención de salud,
mejor educación, seguridad personal, protección de los derechos ciudadanos,
etc. A la vez, fomentan la actividad productiva y comercial, proporcionando lo
que se conoce como “externalidades positivas”, que reducen los costos de
transacción y amplían las oportunidades de negocio. Es decir, el disfrute de
los bienes públicos por parte de ciudadanos y empresas, está en la base de su
bienestar y prosperidad.
Un
gobierno interesado en el bienestar del pueblo procurará que el Estado produzca
con eficiencia los bienes públicos en la cuantía, calidad y variedad realmente
deseada por la sociedad. Debe tomar en cuenta su costo de oportunidad, pues una
propuesta excesivamente ambiciosa –sea una autopista, represa, un estadio o lo
que fuera– implica restarle recursos, por ejemplo, a la educación o la salud.
En
países “normales”, en los que la producción de bienes públicos se financia con
impuestos, tasas o cargos específicos, una persona podría sentirse motivada a
manifestar poco interés por alguno en particular, como excusa para evadir que
le pechen por ello.
Esta
tendencia a no revelar las auténticas preferencias por un bien público plantea
el problema de cuál debe ser su oferta, si no se conoce su demanda: ¿Cuánto
gastar en cada uno, sabiendo que reduce los recursos disponibles para otros?
¿Cómo no sobrepasarse o evitar quedarse corto? Los textos de economía proponen
medidas para que la gente revele sus verdaderas preferencias por tales bienes,
pero, más allá, subyace la necesidad central de profundizar la democracia para
que la toma de decisiones se aproxime, lo más posible, a sus verdaderos deseos.
Por
supuesto que el sustento de una oferta adecuada de bienes públicos reside en el
funcionamiento adecuado de las instituciones. Son las normas que determinan los
objetivos a proseguir, la adecuación de las organizaciones para optimizar su logro,
el sistema de premios y castigos que contribuyen con ello, los mecanismos de
supervisión y control para corregir las fallas y/o para ajustar los propósitos,
y una cultura de servicio, de transparencia y de rendición de cuentas entre
quienes tienen responsabilidades al respecto. Son propias de la democracia
liberal, asentada en el equilibrio y autonomía de poderes, el imperio de la ley
y la representación abierta y sin trabas de la voluntad popular.
El
problema fundamental de la Venezuela actual es que el desmantelamiento de tal
institucionalidad en manos de autoproclamados “revolucionarios”, se ha
traducido, de manera cada vez más extendida, en que el Estado produzca, no
bienes públicos, sino “males” públicos. Por ejemplo, el sistema de administración
de justicia, que debe asegurar la igualdad de los ciudadanos ante la ley y
velar por que sus derechos sean respetados (protección), fue “privatizado”
(bien público impuro) por la jerarquía chavista a través de sucesivas reformas
y modificaciones en la conformación del poder judicial.
Lo
transformó en su propio bufete de abogados, dedicado a perseguir y penalizar a
quienes disienten, en un mal público. El desprecio por los derechos humanos,
otra de sus responsabilidades constitucionales, ha permitido todo tipo de
abusos por parte de los cuerpos policiales y militares encargados del
“resguardo de la paz y la tranquilidad ciudadana”, resultando en matracas y
confiscaciones en sus razzias y en una atroz ristra de ajusticiamientos
–concentradas en los barrios populares—, como ha sido denunciado por Provea, el
padre Infante y muchas ONGs defensoras de derechos humanos. Un mal público
transformado hasta el extremo en fatalidad.
Asimismo,
la defensa de la soberanía nacional, objetivo básico de la FAN, ha sido
vulnerada por militares traidores que han permitido que el país se someta a
intereses foráneos –Cuba, Rusia—, y que sea cauce para el tráfico de
estupefacientes.
La
degradación del Estado para producir males públicos en vez de bienes públicos
ha sido resultado, fundamentalmente, de la corrupción deliberada de quienes
ejercen responsabilidades en sus órganos correspondientes. Al comienzo, también
incidieron las gríngolas ideológicas de quienes creían realmente en los cantos
de sirena de Chávez. Pero, a estas alturas, los clichés sólo sirven para
encubrir e intentar absolver las pillerías cometidas contra el país. Hoy se
afianza en la impunidad y en las complicidades compartidas entre quienes, desde
el poder, se han ufanado en expoliar a la nación. Mientras, además de la
inseguridad y la pobreza, los venezolanos padecen de servicios colapsados.
Es en
este contexto que debe evaluarse si la situación mejora, como pretende
acreditarse el gobierno. ¿Están dadas las condiciones para que la venta de
cinco o diez por ciento de las acciones de algunas empresas públicas, por
ejemplo, rescate su función de proveedoras de bienes públicos o se trata, más
bien, de una vía para lavar dinero sucio? ¿Dónde están las reformas en su
gestión, la divulgación de sus estados financieros y las garantías para motivar
la inversión privada en ellas u en otras áreas? ¿Puede esperarse que el
levantamiento de algunas sanciones redunde en la conversión de muchos males
públicos en bienes públicos? Lamentablemente, la reciente “reforma” del poder
judicial en absoluto abona a favor de las garantías y seguridades requeridas para
que podamos confiar en que vamos bien encaminados.
Más
bien, ahora el congreso chavomadurista asoma un proyecto de ley de cooperación
internacional que restringe a las ONGs y las amenaza con sanciones diversas,
pero libera al Estado de la necesidad de rendir cuentas por sus actividades de
“cooperación internacional”. Es decir, cocinan otro mal público, en perjuicio
de quienes se amparan en los servicios –bienes públicos—de estas ONGs.
La
lucha por rescatar la institucionalidad democrática, para que impere el Estado
de Derecho y se respeten cabalmente los derechos humanos, no puede descansar,
por más que algunos se ilusionen con que la situación mejore. Es evidente que,
en absoluto, la gestión del gobierno se traduce en un proyecto incluyente,
donde todos puedan beneficiarse, y con perspectivas de prosperidad creciente y
de justicia social. No puede soslayarse el cambio político.
Es
importantísimo, además, tener en cuenta que solo en este marco, con una reforma
y un saneamiento del Estado, podrá éste dedicarse a producir los bienes
públicos que requiere la población. Entre los obstáculos a tal transformación
destaca la falta de independencia del poder judicial y la corrupción del mando
militar. Los informes sobre la violación de derechos humanos y las indagaciones
de la CPI dan fe de sus implicaciones.
La
propuesta de algunos de instrumentar un mecanismo autónomo, con supervisión
externa, para asegurar que el ingreso petrolero resultante de un levantamiento
negociado de las sanciones sea canalizado a atender la emergencia humanitaria
del país, es un claro reconocimiento de la necesidad de contar con mecanismos
institucionales que eviten su desvío hacia fines perversos. Pero, con un Estado
como el que tenemos, ¿puede esperarse que redunde en beneficio de los servicios
públicos de salud, educación, seguridad ciudadana, transporte y en las
posibilidades de recreación del venezolano?
Humberto
García L.
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