Francisco Fernández-Carvajal 21 de mayo de 2022
@hablarcondios
—
Hemos sido creados para el Cielo. Fomentar la esperanza.
— Lo
que Dios ha revelado sobre la vida eterna.
— La
resurrección de los cuerpos. El pensamiento del Cielo nos debe llevar a una
lucha decidida y alegre por alcanzarlo.
I. En
estos cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión del Señor, la
Iglesia nos invita a tener los ojos puestos en el Cielo, nuestra Patria
definitiva, a la que el Señor nos llama. Esta invitación se hace más apremiante
cuando se acerca el día en que Jesús sube a la derecha del Padre.
El Señor había prometido a sus discípulos que después de un poco de tiempo estaría con ellos para siempre. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis...1. El Señor ha cumplido su promesa en estos días en que permanece junto a los suyos, pero esta presencia no se terminará cuando suba con su Cuerpo glorioso al Padre, pues con su Pasión y Muerte nos ha preparado un lugar en la casa del Padre, donde hay muchas moradas2. De nuevo vendré –les dice– y os llevaré junto a mí para que donde yo estoy estéis también vosotros3.
Los
Apóstoles, que habían quedado entristecidos por la predicción de las negaciones
de Pedro, son confortados con la esperanza del Cielo. La vuelta a la que hace
referencia Jesús incluye su segunda venida al fin de mundo4 y
el encuentro con cada alma cuando se separe del cuerpo. Nuestra muerte será
eso: el encuentro con Cristo, a quien hemos procurado servir a lo largo de
nuestra vida. Él nos llevará a la plenitud de la gloria, al encuentro con su
Padre celestial, que es también Padre nuestro. Allí, en el Cielo, donde tenemos
preparado un lugar, nos espera Jesucristo, a quien tenemos presente y hablamos
en nuestra oración, con el que hemos dialogado tantas veces.
Del
trato habitual con Jesucristo nace el deseo de encontrarnos con Él. La fe lima
muchas asperezas de la muerte. El amor al Señor cambia por completo el sentido
de ese momento final que llegará para todos. «Los que se quieren, procuran
verse. Los enamorados solo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así?
El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve
tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine,
requiram, buscaré, Señor, tu rostro»5.
El
pensamiento del Cielo nos ayudará a vivir el desprendimiento de los bienes
materiales y a superar circunstancias difíciles. Es muy agradable a Dios que
fomentemos esta esperanza teologal, que está unida a la fe y al amor, y en
muchas ocasiones tendremos especial necesidad de ella. «A la hora de la
tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la
esperanza, que no es falta de generosidad»6.
También en los momentos en que el dolor y la tribulación arrecien, cuando
cueste la fidelidad o la perseverancia en el trabajo o en el apostolado. ¡El
premio es muy grande! Y está a la vuelta de la esquina, dentro de no mucho
tiempo.
La
meditación sobre el Cielo, hacia donde nos encaminamos, debe espolearnos para
ser más generosos en nuestra lucha diaria, «porque la esperanza del premio
conforta el alma para realizar las buenas obras»7.
El
pensamiento de ese definitivo encuentro de amor, al que somos llamados, nos
ayudará a estar vigilantes en las cosas grandes y en las pequeñas, haciéndolas
acabadamente, como si fueran las últimas antes de irnos al Padre.
II. No
existen palabras para expresar, ni de lejos, lo que será nuestra vida en el
Cielo que Dios ha prometido a sus hijos. Sabemos, como recientemente se ha
recordado, que «estaremos con Cristo y veremos a Dios (cfr. 1
Jn 3, 2); promesa y misterio admirables en los que consiste
esencialmente nuestra esperanza. Si la imaginación no puede llegar allí, el
corazón llega instintiva y profundamente»8.
Será
una realidad dichosísima lo que ahora entrevemos por la revelación y que apenas
podemos imaginar en nuestro ser actual. En el Antiguo Testamento se describe la
felicidad del Cielo evocando la tierra prometida después de tan largo y duro
caminar por el desierto. Allí, en la nueva y definitiva patria, se encuentran
todos los bienes9,
allí se terminarán las fatigas de tan largo y difícil peregrinaje.
El
Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de quienes en
este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza es una de las
verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor: La voluntad de
mi Padre, que me ha enviado –declara–, es que yo no pierda a
ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el último día.
Por tanto, la voluntad de mi Padre... es que todo aquel que ve al Hijo, y cree
en Él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día10. Oh
Padre, dirá en la Última Cena, yo deseo ardientemente que aquellos
que Tú mes has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que contemplen mi
gloria, que Tú me has dado, porque Tú me amaste antes de la creación del mundo11.
La
bienaventuranza eterna es comparada a un banquete que Dios prepara para todos
los hombres, en el que quedarán saciadas todas las ansias de felicidad que
lleva en el corazón el ser humano12.
Los
Apóstoles nos hablan frecuentemente de esa felicidad que esperamos. San Pablo
enseña que ahora vemos a Dios como en un espejo y bajo imágenes
oscuras; pero entonces le veremos cara a cara13,
y que la alegría y la felicidad allí son indescriptibles14.
La
felicidad de la vida eterna consistirá ante todo en la visión directa e
inmediata de Dios. Esta visión no es solo un perfectísimo conocimiento
intelectual, sino también comunión de vida con Dios, Uno y Trino. Ver a Dios es
encontrarse con Él, ser felices en Él. De la contemplación amorosa de las Tres
divinas Personas se seguirá en nosotros un gozo ilimitado. Todas las exigencias
de felicidad y de amor de nuestro pobre corazón quedarán colmadas, sin término
y sin fin. «Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído
oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para
los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con
Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones,
que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda
la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en
este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me
explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale
la pena, hijos míos, vale la pena»15.
III.
Además del inmenso gozo de contemplar a Dios, de ver y de estar con Jesucristo
glorificado, existe una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los
bienes creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las
personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y también
la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo resucitado
será numérica y específicamente idéntico al terreno: es preciso –indica
San Pablo– que «este» ser corruptible se revista de incorruptibilidad,
y que «este» ser mortal se revista de inmortalidad16. «Este»,
el nuestro, no otro semejante o muy parecido. «Importa mucho –afirma el
Catecismo Romano– estar persuadidos de que este mismo cuerpo, y sin duda el
mismo cuerpo que ha sido propio de cada uno, aunque se haya corrompido y
reducido a polvo, sin embargo de eso ha de resucitar»17.
Y San Agustín afirma con toda claridad: «Resucitará esta carne, la misma que
muere y es sepultada (...). La carne que ahora enferma y padece dolores, esa
misma ha de resucitar»18.
Nuestra personalidad seguirá siendo la misma, y tendremos el propio cuerpo,
pero revestido de gloria y esplendor, si hemos sido fieles. Nuestro cuerpo
tendrá las cualidades propias de los cuerpos gloriosos: agilidad y sutileza –es
decir, no estar sometidos a las limitaciones del espacio y del tiempo–, la
impasibilidad –no habrá ya muerte, ni llanto ni gemido, ni habrá más
dolor..., ni tendrán ya más hambre, ni más sed..., enjugará Dios toda lágrima
de sus ojos19–,
la claridad, la belleza.
«Creo
en la resurrección de la carne», confesamos en el Símbolo Apostólico. Nuestros
cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes de las actuales, pero
seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar20,
como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos cómo ni
dónde está ni cómo se forma ese lugar. La tierra de ahora se habrá
transfigurado: vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer
cielo y la primera tierra habrán desaparecido... he aquí que hago todas las
cosas nuevas21.
Muchos Padres y Doctores de la Iglesia, y también muchos santos, piensan que la
renovación de todo lo creado se desprende de la misma revelación.
El
recuerdo del Cielo, próxima ya la fiesta de la Ascensión del Señor, nos debe
llevar a una lucha decidida y alegre por quitar los obstáculos que se
interpongan entre nosotros y Cristo, nos impulsa a buscar sobre todo los bienes
que perduran y a no desear a toda costa los consuelos que acaban.
Pensar
en el Cielo da una gran serenidad. Nada aquí es irreparable, nada es
definitivo, todos los errores pueden ser reparados. El único fracaso definitivo
sería no acertar con la puerta que lleva a la Vida. Allí nos espera también la
Santísima Virgen.
1 Jn 14,
19-20. —
2 Cfr. Jn 14,
2. —
3 Jn 14,
3. —
4 Cfr. 1
Cor 4, 5; 11, 26; 1 Jn 2, 28. —
5 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso
de beatificación, p. 5. —
6 ídem, Camino,
n. 139. —
7 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 348, 18, 1. —
8 S.
C. para la doctrina de la fe, Carta sobre algunas cuestiones
referentes a la escatología, 17-V-1979. —
9 Cfr. Ex 3,
17. —
10 Jn 6,
39-40. —
11 Jn 17,
24. —
12 Cfr. Lc 13,
29; 14, 15. —
13 1
Cor 13, 12. —
14 1
Cor 2, 9. —
15 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa, n. 1, de su proceso
de beatificación, p. 5. —
16 1
Cor 15, 53. —
17 Catecismo
Romano, parte I, cap. XI, nn. 7-9; Cfr. S. C. para la doctrina
de la fe, Declaración acerca de la traducción del artículo
«carnis resurrectionem» del Símbolo Apostólico, 14-XII-1983. —
18 San
Agustín, Sermón 264, 6. —
19 Cfr. Apoc 21,
3 ss. —
20 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, vol. VII: Los
Novísimos, Rialp, Madrid 1961, p. 514. —
21 Cfr. Apoc 21,1
ss.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico