Humberto García Larralde 18 de mayo de 2022
Cuando
existía la Unión Soviética, la política exterior de muchos países difícilmente
podía abstraerse de la polarización entre ésta y Estados Unidos que caracterizó
a la Guerra Fría. La confrontación entre ambas potencias se enmarcaba en el
contexto ideológico de una lucha entre el sistema socialista y el capitalista
por el dominio global. Quien se considerase políticamente de izquierda se
decantaba automáticamente por el socialismo y, por ende, se alineaba con el
bloque soviético, incluyendo, por supuesto, a la Cuba de Fidel Castro. Eje
central de su programa era la defensa de la “patria” socialista: la Unión
Soviética.
Desde principios del siglo XX, la perspectiva política tenida como de “izquierda” había venido siendo colonizada por el marxismo y, en su versión más extrema, por los dogmas del marxismo-leninismo. Para quienes se encontraban inmersos en tal burbuja ideológica, la fe de que estaban del lado correcto de la Historia (con mayúscula), luchando por la emancipación de la humanidad, absolvía todo defecto, inconsistencia o crimen que podía haber sido cometido en la prosecución de tan noble fin. En todo caso, para ello estaban los ejercicios de “autocrítica”, para corregir tales “defectos”, sobre todo cuando servía de pretexto para iniciar procesos contra los rivales internos del líder – dictador. Para no hacerle el juego al enemigo, el “mundo progresista” no titubeaba en asumir alianzas con el modelo socialista, aunque fuese con un pañuelo en la nariz. La solidaridad automática de la “izquierda” ante cualquier disputa definía la posición que debía asumirse en nombre de los ideales más elevados de la humanidad.
Desde
luego, el idilio con el “socialismo-realmente-existente” se fue desmoronando en
la medida en que se filtraban al exterior sus transgresiones a los más
elementales derechos humanos. Pero para los poseídos por la fe, se trataba de
excesos productos del momento histórico de la transición –la Dictadura del
Proletariado—que se corregirían con el advenimiento del “hombre nuevo”. No
alteraban la esencia de la lucha emprendida. Y los que tenían más de dos dedos
de frente, aun teniendo que tragarse tales abominaciones en silencio, se
amparaban en la denuncia del imperialismo como justificación existencial de una
postura de izquierda “revolucionaria”. Una larga ristra de atropellos a
naciones latinoamericanas, desde la anexión de la mitad de México por Estados
Unidos y los desmanes del filibustero William Walker en Centroamérica en el
siglo XIX; pasando por el asesinato de Sandino en Nicaragua; el derrocamiento
del demócrata Jacobo Arbenz en Guatemala; la invasión de los marines a
República Dominicana para impedir el regreso del presidente electo, Juan Bosch;
y la supuesta orquestación del golpe contra Salvador Allende, le daban pasta a
esta postura, sin mencionar la historia de abusos del colonialismo europeo,
sobre todo del británico, y la “leyenda negra” de la conquista española de
América Latina. En fin, ser antiimperialista se convirtió en santo y seña de
quien autoproclamaba su posición de izquierda.
Quien
se elevó como campeón del antiimperialismo, como sabemos, fue Fidel Castro,
alimentando una postura heroica de David contra Goliat mientras destruía la
economía cubana y acababa con las libertades de su población, en nombre de un
futuro prometedor que nunca llegaba. Chávez, enamorado del personaje, quiso
confeccionarse el mismo traje para sí mismo en Venezuela. Carente de épica, se
proyectó como heredero genuino del Libertador, apropiándose de los símbolos de
la Guerra Emancipadora y enmarcando su cruzada redentora como una lucha entre
patriotas y una oligarquía que había traicionado a Bolívar. Esta visión
maniquea la reforzó desde el poder discriminando abiertamente toda disidencia,
arremetiendo contra los medios de comunicación y las universidades, y
propiciando la conformación de bandas paramilitares para arrebatarle la calle a
los opositores. Salvo por el color de las camisas con que uniformó estas
bandas, reprodujo los ingredientes definitorios del fascismo clásico:
invocación de mitos épicos, lenguaje de odios y descalificación a los
opositores, discriminación y violencia en su contra, culto a la muerte y
regimentación de la sociedad alimentada por una retórica que invocaba batallas,
rodilla en tierra, y que colocaba en los militares los verdaderos intereses de
la Patria. Al adoptar, bajo la tutela de Fidel, la retórica y los clichés de la
mitología comunista, logró remozarle la imagen, conformando un neofascismo de
ribetes comunistoides, o fasciocomunismo.
Pero
la degradación de lo que, supuestamente, era un proyecto redentor de los pobres
no se detuvo ahí. Al desmantelar las instituciones democráticas y arrinconar
las fuerzas de mercado, el usufructo y provecho de la riqueza nacional pasó a
determinarse por razones políticas. No es menester echar la historia de nuevo,
porque todos estamos muy claros de lo que sucedió. Fueron apareciendo amplias
oportunidades de lucro ilícito, bajo el amparo de un poder judicial obsecuente
y la destrucción de todo poder público o privado que controlara la excesiva
discrecionalidad con que decidían quienes comandaban el Ejecutivo, dando lugar
a una corporación criminal que define al régimen de Maduro. La corrupción
deliberada de estamentos de la FAN y la consecuente descomposición de lo que
antes era una de las instituciones que sostenían a la nación, conforman, hoy,
el eje central de este poder. Junto con alianzas con estados paria y bandas
criminales como las ELN, las FARC disidentes y traficantes de droga, se han
dedicado a saquear el país, hundiéndolo en niveles espantosos de miseria.
Pero
la pervivencia o inercia de códigos y clichés que antes servían como
orientación en el mundo de la Guerra Fría hacen gravitar al régimen, con sus
alianzas, a lo que, para muchos, se sigue definiendo como el mundo de
“izquierda”. Y, desde luego, Maduro en estas andanzas está lejos de encontrarse
sólo. En nuestro continente destaca el gobierno gansteril de Nicaragua y la
Cuba totalitaria, mientras asoman la cabeza desarrollos potencialmente
alarmantes en otros países, muchos bajo el cobijo de ser de “izquierda”. A
nivel mundial es notoria la conducta criminal de Putin y de su lacayo en
Bielorusia, Lukashenko, así como peligrosos coqueteos de populistas con
proyectos claramente autoritarios, incluso en Estados Unidos (Trump) y en la Unión
Europea (Orbán), sin mencionar a Erdogán en Turquía y el deslizamiento
preocupante observado en la conducta del primer ministro Modi, de la India. La
analista estadounidense Anne Applebaum define la creciente alianza entre estos
regímenes, no obstante las diferencias entre sus identidades ideológicas
formales, como “Autocracy Inc”, para referirse a una suerte de corporación
criminal internacional que representa una amenaza creciente para el orden
liberal que habíamos dado por sentado como fin al cual se dirigía el concierto
de naciones luego de la caída de la URSS. La invasión del imperialismo ruso a
Ucrania, invocando argumentos similares a los usados por Hitler para desatar la
Segunda Guerra Mundial, nos ha despertado brutalmente de esta ilusión.
Sobre
estos desarrollos se ha escrito mucho últimamente. Moisés Naim acaba de
publicar un enjundioso libro al respecto, La revancha de los poderosos
(Editorial Debate), que describe cómo esta confraternidad de autócratas está
moldeando a su favor el escenario político actual. Pero, en la medida en que
desafían ese orden liberal identificado con la hegemonía de Estados Unidos y la
Unión Europea, todavía hay quienes insisten en ubicarlo en el marco de una
confrontación entre una especie de URSS rediviva que, con sus aliados
“revolucionarios” –Maduro entre otros—se opone “justamente” a esta hegemonía. Y
aquí entramos en la futilidad de pretender definir qué se entiende por
“izquierda”, concepción tan vapuleada por quienes buscan absolver su atraso y
desprecio por los derechos humanos esgrimiendo tal signo.
Arriesgando
meterme en “camisa de once varas”, debo resaltar que, conforme a los ideales de
justicia y libertad que –al menos en el pasado— inspiraba un posicionamiento de
izquierda, no hay manera de ser fiel a esta definición si no se asume desde una
perspectiva liberal.
Humberto
García Larralde
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