Petro ha sacado la mejor votación de la izquierda en la historia de Colombia en una primera vuelta, y junto a Rodolfo suponen una elección entre formas de ir contra las élites
En paralelo, e íntimamente relacionado con lo anterior, los votantes se han ido alejando de los candidatos herederos directos del establecimiento político colombiano, tradicionalmente identificado con los partidos Liberal y Conservador (que dominaron el panorama desde la independencia hasta el final del siglo XX) y después articulado en torno a las figuras de los expresidentes Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe Vélez. Esta categorización es (aún) más fluída que la ideológica, porque en la medida de que los candidatos han ido entendiendo que la insatisfacción con las instituciones representativas existentes y el deseo de cambio drástico se convertía en mayoritario, todos o casi todos aspiraban a definirse en contraste con el pasado. Pero en algunos este énfasis es mayor, y la prominencia de la auto-ubicación como anti-establishment va en consecuencia.
Colombia ha votado por un cambio, pero no ha consensuado cuál será. De eso irá la carrera hasta la segunda vuelta. Con la derecha tradicional desplazada, la decisión se vuelve una entre populismos entendidos en su definición más esencial: la de plataformas que se ven a sí mismas como representantes e intérpretes de la voluntad de un pueblo unitario contra una élite corrupta.
El de Petro es irrevocablemente de izquierda, por mucho que el líder del Pacto Histórico lleve décadas transitando una senda hacia la moderación: por la redistribución, el intervencionismo y el proteccionismo en la economía. También, al menos sobre el papel, progresista, aunque no son pocas las voces (especialmente de mujeres, como su excompañera a la vicepresidencia Ángela María Robledo) que le han cuestionado su relación con las libertades individuales.
El de Rodolfo está menos definido ideológicamente, pero tanto por su base de votantes actual (según la encuestadora brasilera Atlas Intel, la mayoría de sus votantes vienen de la abstención y de apoyar al presidente saliente Iván Duque en 2018) como su manera de gobernar en Bucaramanga o sus respuestas y mensajes durante la campaña le asocian con una posición más bien conservadora respecto a libertades individuales pero poco preocupada por ellas, centrada sobre todo en calificar de corrupto a casi todo el establecimiento político y en ofrecer “soluciones” para “problemas” con una aproximación más de ingeniero (su título, que lleva a gala como constante prefijo a su nombre) que de político. Resulta difícil encontrarle paralelismos, pero Nayib Bukele (a quien ha citado como referente en alguna ocasión) o el Silvio Berlusconi que llegó al poder contra una “élite corrupta” en la Italia de principios de los noventa podrían servir.
A lo que sí se ha abocado Colombia es a descartar por completo tanto la moderación como la continuidad. Ciertamente, ninguno de los dos candidatos podrá ganar sin acercarse al centro (que en Colombia es ideológicamente más bien de centro-izquierda según los datos, por cierto, pese a lo que muchos digan o piensen) ni hacer alianzas con el establecimiento. Pero la diferencia crucial con respecto a candidatos anteriores es que ambos han construido su carrera desde sus respectivos márgenes del sistema político, y si en algún momento se ven obligados a escoger entre sus nuevas alianzas necesarias y su vieja base, no sería extraño que se mantuvieran fieles a sus esencias.
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