Opus Dei 21 de mayo de 2022
@OpusDeiVE
Comentario
del 6.º Domingo de Pascua (ciclo C). “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y
mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. La Trinidad se ha
enamorado de cada uno de nosotros, ¿cómo responder a tanto amor? San Agustín
nos da un consejo: "Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti".
Evangelio
(Jn 14,23-29)
En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
—Si
alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y
haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra
que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo
esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre
enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os
he dicho.
La paz
os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro
corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: «Me voy y vuelvo a
vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre
es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando
suceda creáis.
Comentario
En la
intimidad de la Última Cena, Jesús ofreció a sus discípulos algunas enseñanzas
con sabor a despedida y a testamento final, como las que recoge el evangelio de
este sexto domingo de Pascua.
En
primer lugar, Jesús se refiere al profundo misterio de la presencia de Dios en
el alma. En el Antiguo Testamento el Señor se dio a conocer progresivamente al
pueblo de Israel y prometió permanecer en medio de él. Esta presencia estaba
especialmente significada en el Santo de los Santos, el lugar más
sagrado del templo de Jerusalén. Ahora Jesús anuncia una nueva forma de
presencia en cada persona, con tal de que ame y guarde sus palabras, para
hacerse así templo en el que Dios habita, como recordaba san Pablo a los primeros
cristianos: “vosotros sois el templo de Dios vivo, según dijo Dios: Yo habitaré
y caminaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Co
6,16).
Esta
presencia de Dios en el alma ha fascinado siempre a los santos, que se han
sentido urgidos a corresponder a tanto amor de Dios por sus criaturas. Como
explica san Josemaría, “la Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al
orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado
(…) y desea vivamente morar en el alma nuestra”[1]. ¿Somos
conscientes habitualmente de esta verdad profunda, de esta presencia de Dios en
nuestra alma en gracia? ¿Sabemos corresponder cada día con agradecimiento, con
gestos de cariño y adoración? San Agustín aconsejaba: “En realidad Dios no está
lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y
habitará en ti. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna”[2].
La
presencia de Dios en el alma no puede separarse de la acción eficaz del
Espíritu Santo. Por eso Jesús se refiere aquí a Él y lo llama el Paráclito. Este
término griego significa literalmente el que camina en paralelo, mientras
habla, sugiere y avisa. Por eso puede traducirse como “abogado” y “consolador”.
Abogado porque intercede ante la justicia divina para obtener el perdón de
nuestros pecados gracias a la pasión de Jesús; y también como “consolador”
porque alivia nuestras aflicciones con sus sugerencias. A propósito de este
pasaje, los Padres de la Iglesia explican que la ausencia física de Jesús ante
nuestros ojos permite precisamente esta acción eficaz de su Espíritu en
nuestros corazones. Allí el Paráclito nos “recordará” las palabras de Jesús,
como Él mismo anuncia a sus discípulos, y nos sugerirá a la vez amarlas y
seguirlas, “inspirando invisiblemente el Espíritu de la verdad la ciencia de lo
divino en el entendimiento”[3].
Cuando
de verdad nos esforzamos por seguir dócilmente las sugerencias del Espíritu
Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría, señales ciertas de la
presencia divina, incluso en medio de las dificultades. De aquí que Jesús se
refiera también al fruto primerizo que obtendría con su pasión y con el que se
presentó resucitado: la paz. No la paz que ofrece el mundo, la vida cómoda,
sino la paz de Cristo, fruto de la cruz y de la lucha. Por eso, dice san
Josemaría, “¡cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos
colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con
distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los
tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, en seguida, luz o, al
menos, aceptación y paz”[4].. Ojalá
sepamos nosotros acudir siempre a esa presencia de Dios en el alma como una
fuente de agua viva donde calmar toda nuestra sed, como la fuente donde
recuperar una y otra vez la alegría y la paz que debemos llevar a todas partes.
[1] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.
[2] San
Agustín, Sermón 21.
[3] Dídimo, De
Spiritu Sancto, en Catena áurea.
[4] San
Josemaría, Amigos de Dios, n. 249.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-es/gospel/2022-05-22/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico