Juan Guerrero 22 de mayo de 2022
@camilodeasis
-Si
vamos todos a lo mejor nos escuchan, dijo uno de los que estaban haciendo la
cola para surtir gasolina. Yo los miré. El sol del mediodía ‘partía tejas’ y el
hambre hacía sonar los estómagos. Varios se levantaron y se sacudieron el polvo
de los pantalones. Otros se fueron a cerrar sus vehículos. Pero la mayoría
permaneció impasible mirando cómo los cuatro hombres se alejaban rumbo a la
gasolinera para protestar frente a los guardias y policías, quienes, de manera
descarada dejaban pasar a los VIP que, apenas llegaban, les permitían la
entrada para surtir.
-No sé qué van a ganar con ir a protestar, dijo un señor que estaba a mi lado. –Desde hace más de 8 años estuvimos peleando en las calles de todo el país y lo que ganamos fueron muertos, desaparecidos y presos. Todos ya se olvidaron de eso. Los políticos de la oposición andan disfrutando de sus negocios con el régimen o fuera del país con sus familias, bien acomodados. Nos dejaron solos y aquí estamos, -señalando la interminable cola de vehículos. Pasando calamidades y frustrados.
Hubo
un silencio de aprobación y desconsuelo. No sabría definirlo. Quizás porque ya
íbamos para 7 horas esperando para entrar y surtir gasolina. O porque ya en los
rostros solo se aprecia agotamiento, cansancio extremo e incredulidad para
soportar las horas, los días, las semanas y los meses que van pasando y caen
como agobiantes dudas de sobrevivencia de este día y de todos los días.
Es que
la rabia hace tiempo se transformó, más que en frustración, en sobrevivencia.
El agotamiento físico, mental y espiritual dio pasó a una suma de calamidades
que algunos especialistas denominan como, ‘burnout”, o ‘persona quemada
o bloqueada’. Ese cansancio crónico, extremo. La sensación de pérdida total de
interés por la vida. Solo buscar sobrevivir, alimentarnos mientras pasan las
horas.
Es que
en la Venezuela actual se han perdido todas las aristas que nos daban seguridad
y nos instalaban en la normalidad de una realidad que ofrecía un destino, un
futuro. Pero ya no sabemos si realmente vivimos en una sociedad y, pero aun,
sintiendo que no existe Estado que nos proteja, mientras el gobierno se
transformó en un régimen totalitario que humilla, veja y maltrata al ciudadano.
-La
verdad, le escuché decir a un flaco y larguirucho señor que hacía la
interminable cola, que aquí cada quien resuelve como puede. –Fíjese usted,
señalándome. Con el negocio de la gasolina cada uno de ellos tiene su tajada.
Sale de los llenaderos la gandola y ya los generales obtienen su cuota, luego
llega acá y quienes administran la estación de gasolina, también le ganan, después,
los policías y militares que custodian, venden los puestos <vip> y sacan
sus dólares. Total, que esto es un negocio de corrupción muy difícil de
solucionar. –Y ni se le ocurra decirle en sus caras que son corruptos porque lo
sacan de la cola y se lo llevan preso, y nadie lo va a defender.
Es esa
la sensación de indefensión, de amarga humillación y violencia contenida
frente a la violencia representada en unos uniformes que defienden lo ilegal.
Nadie
sabe a ciencia cierta si mañana amaneceremos sin agua, sin electricidad, con la
inseguridad de saber si podremos comprar una bombona de gas doméstico para
alimentarnos, si el Internet funcionará o si llegará la gasolina. Estos son los
límites que cercan la vida del venezolano que habita un espacio geográfico
llamado Venezuela. En la mirada del semejante uno intuye la tragedia compartida
del día a día. La frustración de hacer una interminable fila para, después de
cuatro o seis horas, escuchar que se terminó la gasolina y no saber si mañana
volverán a surtir.
El
drama psicológico, la tragedia colectiva se cuenta en historias de abuelos
abandonados que prefieren dejar de comer para que sus nietos puedan alimentarse
y alargar la vida para que puedan ser hombres y mujeres y alcancen a vivir
un poco más. –Yo ya viví y es mejor que le des la arepa al niño que está
creciendo. Cuenta uno que supo de una abuelita que se dejó morir de hambre para
que su nieto pudiera comer.
Yo
escucho y me hago el desentendido para no seguir en este calvario de historias
de anónimas voces que hablan mientras esperan surtir de gasolina sus vehículos.
–Pero mire que en Carache (pueblito andino) llega
una gandola cada quince días, dice un joven camionero. –Allá uno
tiene que anotarse en un cuaderno que lleva un funcionario y después, debe
irse de madrugada a la única gasolinera del pueblo. –Aquí, al
menos, a uno le dan un número y ya medio asegura que podrá surtir
gasolina, dice el joven esperanzado.
Ya en
mi casa, apenas entrando, comenzó el corte de electricidad que también le toca
a la estación de servicio donde el joven esperanzado, varios vehículos
detrás de mí, tenía horas esperando para surtir gasolina.
Juan
Guerrero
@camilodeasis
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