Por Ángel Oropeza
@angeloropeza182
Uno de los fenómenos más perversos que ha generado el militarismo en Venezuela desde su reaparición en 1999, y que se ha acentuado bajo su actual modalidad madurista, es el de la antropomorfización del Estado.
Cuando se habla de antropomorfización ―un término que proviene de 2 palabras griegas, “anthropos” que significa humano, y “morphé”, que significa forma― se hace referencia al intento de personificación o atribución de características humanas a abstracciones y objetos inanimados.
Por esencia, el Estado es una abstracción. Desde sus inicios en los siglos XVI y XVII hasta su evolución actual, el Estado es una forma de organización social que se asienta en un territorio determinado, tiene una estructura propia y ejerce el control del mismo a través de los órganos creados para tales fines. De este modo, el Estado se construye cuando la sociedad organizada decide darle forma jurídica a lo que ya existe, por medio de la creación de leyes e instituciones que se encargan de aplicarlas, para de esa manera regular la conducta de sus ciudadanos y hacer viable la convivencia humana.
San Agustín se refería al Estado como “una reunión de hombres dotados de razón y enlazados en virtud de la común participación de las cosas que aman”. Y el jurista holandés Hugo Grocio lo describía como “la asociación perfecta de hombres libres, que dispone de un territorio propio y una organización política específica, unidos para gozar de sus derechos y para la utilidad común”. Pero más allá de sus funciones, sea la preservación de los derechos individuales (modalidad de Estado liberal), garantizar la igualdad jurídica y democrática de todos los ciudadanos (modalidad de Estado de Derecho) o promover el bienestar social y económico del pueblo (Estado Social o Estado de Bienestar), lo cierto es que el Estado engloba y representa a la totalidad de la nación. De hecho, “Estado” es una cosa y otra muy distinta es “gobierno”, que es la autoridad encargada, de manera temporal, de dirigir y administrar las instituciones del Estado.
Por esta misma razón, cualquier intento de querer expropiar el Estado para sí, personificarlo o adjudicarle la cara de algún burócrata de turno, no solo es una adulteración degradante de su propia naturaleza y esencia, sino que se convierte en una modalidad muy sutil pero efectiva de explotación y discriminación, pues corrompe algo que es de todos y para todos, en un arma de beneficio particular de unos pocos.
Bajo el actual modelo de dominación madurista, el Estado venezolano ha venido acelerando su proceso de putrefacción, y ha degenerado desde su condición de asociación política universal moderna, a convertirse en el sinónimo de una facción reducida y excluyente de personas, los cuales insisten en que el Estado son ellos.
Cuando el Estado garantiza el libre derecho a la protesta y un burócrata decide que no le da la gana darle permiso (permiso que, además, el Estado no contempla que haga falta solicitar), o aún peor, decide reprimirla con violencia, ese funcionario pisotea al Estado y se hace pasar por él, decidiendo sobre algo sobre lo cual el Estado ya decidió.
Igual ocurre con los estilos de lenguaje político, los cuales nunca son inocentes. A semejanza de su antecesor en el ejercicio del modelo militarista de dominación, el actual mandatario venezolano hace constantemente referencia a que el Estado y él son la misma cosa. Las expresiones “yo ordené”, “yo decidí”, “yo aprobé”, “yo prohibí”, “yo mandé” y otras por el estilo tan frecuentes en el vocabulario gobernante son una forma nada sutil de reiterar que el Estado se transmuta de manera aberrante en su propia persona.
Pero hay dos episodios recientes que vuelven a revelar la actualización permanente de este proceso de depravación del Estado. Uno es el protagonizado por el diputado a la asamblea nacional oficialista Jesús Faría. Al diputado Faría le parece que el Estado está equivocado cuando en el artículo 57 de la Constitución Nacional se establece que “Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas u opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión, y de hacer uso para ello de cualquier medio de comunicación y difusión, sin que pueda establecerse censura”. Por el contrario, el diputado en cuestión afirma que los bloqueos a medios de comunicación (solo en 2021 se registraron bloqueos gubernamentales a 68 dominios web, entre ellos 45 de medios de comunicación, sin contar el cierre a emisoras y medios) están justificados porque “que tú tengas un poder y una capacidad para comunicarte con la población, no te da a ti las facultades para decir lo que a ti se te parezca” (Entrevista en el canal de TV Globovisión, 5 de julio de 2022). Como representante del gobierno, Faría corrige al Estado, porque al fin y al cabo lo que importa es lo que al primero le conviene, no lo que el segundo establece.
El otro episodio tiene que ver con el recién publicado informe de la empresa Telefónica, casa matriz en España de la operadora Movistar, el cual reveló que esa empresa por solicitud del gobierno de Maduro interceptó y espió las comunicaciones de 1.584.547 líneas en Venezuela, lo que representa 20% de sus clientes, en lo que constituye un delito masivo contra los derechos civiles de la población. Según el artículo 48 de la Constitución nacional, el Estado debe garantizar “el secreto e inviolabilidad de las comunicaciones privadas en todas sus formas. No podrán ser interferidas sino por orden de un tribunal competente, con el cumplimiento de las disposiciones legales y preservándose el secreto de lo privado que no guarde relación con el correspondiente proceso”. Pero eso lo dice la Constitución, y para el gobierno ella es letra muerta. Lo que importa son las necesidades de espionaje y control de una clase política paranoide, que ante la ausencia de confianza de sus connacionales, requiere mantenerlos bajo la amenaza de la vigilancia y el miedo.
Marx decía que el Estado no es más que el aparato armado y administrativo que ejerce los intereses de la clase dominante. Para él, el Estado no es el reino del bien común, sino del interés parcial; no tiene como fin el bienestar de todos, sino de los que detentan el poder.
La historia ha demostrado la inexactitud y poca veracidad de muchos de los planteamientos marxistas. Pero frente a esta antropomorfización del Estado venezolano para sustituirlo por miembros de una clase dominante, que hablan del Estado como si el Estado fueran ellos, y que confunden “seguridad del Estado” con su propia seguridad o “bienestar del Estado” con el tamaño de sus cuentas bancarias, hay que reconocer que, en nuestro caso, y paradójicamente, el viejo judío alemán tiene mucha razón.
https://www.elnacional.com/opinion/la-antropomorfizacion-del-estado/
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