Francisco Fernández-Carvajal 24 de julio de 2022
@hablarcondios
—
Beber el cáliz del Señor.
— No
desalentarse por las propias flaquezas, Acudir al Señor.
—
Acudir a la Virgen en las dificultades.
I. Pasando
Jesús junto al lago de Galilea vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su
hermano, que estaban repasando las redes, y los llamó, y les dio el nombre de
«Boanerges», que significa «hijos del Trueno»1.
«Todo comenzó cuando algunos pescadores del lago de Tiberíades fueron llamados por Jesús de Nazareth. Acogieron esta llamada, lo siguieron y vivieron con Él cerca de tres años. Fueron partícipes de Su vida cotidiana, testigos de Su plegaria, de Su bondad misericordiosa con los pecadores y con los que sufrían, de Su poder. Escucharon atentos Su palabra, una palabra jamás oída». En este tiempo, los discípulos tuvieron el conocimiento «de una realidad que, desde entonces, les poseerá para siempre; precisamente la experiencia de la vida con Jesús. Se había tratado de una experiencia que había roto la trama de la existencia precedente; habían tenido que dejar todo, familia, profesión, posesiones. Se había tratado de una experiencia que les había introducido en una nueva manera de existir»2.
Un día
el invitado a seguirle fue Santiago, hijo de Salomé, una de las mujeres que
servían a Jesús con sus bienes y que estuvo presente en el Calvario, y hermano
de Juan. El Apóstol conocía ya al Señor antes de que Este le llamara
definitivamente, y gozó de una particular predilección, junto a Pedro y a su hermano:
estuvo presente en la glorificación del Tabor3,
presenció el milagro de la resurrección de la hija de Jairo y fue uno de los
tres que el Maestro tomó consigo para que le acompañaran en Getsemaní4 en
el comienzo de la Pasión. Por su celo impetuoso, el Señor dio a estos dos
hermanos el sobrenombre de Boanerges, los hijos del trueno.
El
Evangelio de la Misa nos narra un acontecimiento singular de la vida de este
Apóstol. Jesús acababa de hablar de la proximidad de su Pasión y Muerte en
Jerusalén: subimos a Jerusalén -les había dicho y el
Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los
escribas, le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles para burlarse
de él y azotarlo y crucificarlo, pero al tercer día resucitará5.
El Maestro siente la necesidad de compartir con los suyos estos sentimientos
que embargan su alma. Y es en estas circunstancias cuando se acercó a
Él la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró para hacerle una
petición6. Le ruega que reserve para ellos dos puestos eminentes en el
nuevo reino, cuya llegada parece inminente. Jesús se dirige a los hermanos y
les pregunta si pueden compartir con Él su cáliz, su misma suerte.
Ofrecer la propia copa a otro para beber era considerado en la antigüedad como
una gran prueba de amistad. Ellos respondieron: ¡Podemos!7.
«Era la palabra de la disponibilidad, de la fuerza; una actitud propia no solo
de gente joven, sino de todos los cristianos, y especialmente de todos los que
aceptan ser apóstoles del Evangelio»8.
Jesús aceptó la respuesta generosa de los dos discípulos y les dijo: Mi
cáliz sí lo beberéis, participaréis en mis sufrimientos, completaréis en
vosotros mi Pasión. Poco tiempo más tarde, hacia el año 44, Santiago moriría
decapitado por orden de Herodes9,
y Juan sería probado con innumerables padecimientos y persecuciones a lo largo
de su vida.
Desde
que Cristo nos redimió en la Cruz, todo sufrimiento cristiano consistirá
en beber el cáliz del Señor, participar en su Pasión, Muerte y
Resurrección. Por medio de nuestros dolores completamos en cierto modo su
Pasión10, que se prolonga en el tiempo, con sus frutos salvíficos. El
dolor humano se convierte en redentor porque se halla asociado al que padeció
el Señor. Es el mismo cáliz, del que Él, en su misericordia, nos hace
partícipes. Ante las contrariedades, la enfermedad, el dolor, Jesús nos hace la
misma pregunta: ¿podéis beber mi cáliz? Y nosotros, si estamos
unidos a Él, sabremos responderle afirmativamente, y llevaremos con paz y
alegría también aquello que humanamente no es agradable. Con Cristo, hasta el
dolor y el fracaso se convierten en gozo y en paz. «Esta ha sido la gran
revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un
mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella,
conquistamos la eternidad»11.
II.
Desde que Santiago manifestó sus ambiciones, no del todo nobles, hasta su
martirio, hay un largo proceso interior. Su mismo celo, dirigido contra
aquellos samaritanos que no quisieron recibir a Jesús porque daba la
impresión de ir a Jerusalén12,
se transformará más tarde en afán de almas. Poco a poco, conservando su propia
personalidad, fue aprendiendo que el celo por las cosas de Dios no puede ser
áspero y violento, y que la única ambición que vale la pena es la gloria de
Dios. Cuenta Clemente de Alejandría que cuando el Apóstol era llevado al
tribunal donde iba a ser juzgado fue tal su entereza que su acusador se acercó
a él para pedirle perdón. Santiago... lo pensó. Después lo abrazó diciendo: «la
paz sea contigo»; y recibieron los dos la palma del martirio13.
Al
meditar hoy sobre la vida del Apóstol Santiago nos ayuda no poco comprobar sus
defectos, y los de aquellos Doce que el Señor había elegido. No eran poderosos,
ni sabios, ni sencillos. Los vemos a veces ambiciosos, discutidores14,
con poca fe15. Santiago será el primer Apóstol mártir16.
¡Tanto puede la ayuda divina! ¡Cuántas gracias dará en el Cielo a Dios por
haberlo llevado por caminos tan distintos de los que él había soñado! Así es el
Señor: porque es bueno e infinitamente sabio, y nos ama, en muchas ocasiones no
nos da aquello que le pedimos, sino lo que nos conviene.
Santiago,
como los demás Apóstoles, tenía defectos y flaquezas que se pueden ver con
claridad en los relatos de los Evangelistas. Pero, junto a estas deficiencias y
fallos, tenía un alma grande y un gran corazón. El Maestro fue siempre paciente
con él y con todos, y contó con el tiempo para enseñarles y formarlos con una
sabia pedagogía divina. «Fijémonos –escribe San Juan Crisóstomo– en cómo la
manera de interrogar del Señor equivale a una exhortación y a un aliciente. No
dice: “¿Podéis soportar la muerte? ¿Sois capaces de derramar vuestra sangre?”,
sino que sus palabras son: ¿Podéis beber el cáliz? Y, para
animarlos a ello, añade: Que yo tengo que beber; de este modo,
la consideración de que se trata del mismo cáliz que ha de beber el Señor había
de estimularlos a una respuesta más generosa. Y a su Pasión le da el nombre
de bautismo, para significar con ello que sus sufrimientos habían
de ser causa de una gran purificación para todo el mundo»17.
También
a nosotros nos ha llamado el Señor. No demos entrada al desaliento si alguna
vez las flaquezas y los defectos se hacen patentes. Si acudimos a Jesús, Él nos
alentará para seguir adelante con humildad, más fielmente. También el Señor
tiene paciencia con nosotros. y cuenta con el tiempo.
III. En
la Segunda lectura de la Misa, San Pablo nos recuerda: Este
tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan
extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros18.
Somos algo quebradizo, de poca resistencia, que sin embargo puede contener un
tesoro incomparable, porque Dios obra maravillas en los hombres, a pesar de sus
debilidades. Y precisamente para que se vea que es Él quien actúa y da la
eficacia, ha querido escoger a los flacos para confundir a los fuertes,
y a las cosas viles y despreciables del mundo y a aquellos que eran nada para
destruir a los que son, a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento19.
Esto escribe quien en otro tiempo persiguió a la Iglesia. Los cristianos, al
llevar a Dios en el alma, podemos vivir a la vez «en el Cielo y en la tierra,
endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la
fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor se ha
dignado aprovechar para su servicio. Y cuando se ha roto, hemos acudido a las
lañas, como el hijo pródigo: he pecado contra el Cielo y contra Ti...»20.
Esas lañas que se ponían antiguamente a las vasijas que se rompían, para que
siguieran siendo útiles.
Dios
hace eficaz a quien tiene la humildad de sentirse como una vasija de barro,
a quien lleva en su cuerpo la mortificación de Jesús21,
a quien bebe el cáliz de la Pasión, el mismo que Jesús bebió y al que invitó a
Santiago.
La
tradición nos habla de este Apóstol predicando en España. Su afán de almas le
llevó hasta el extremo del mundo conocido. La misma tradición nos cuenta las
dificultades que encontró en estas tierras en los comienzos de su
evangelización, y cómo Nuestra Señora se le apareció en carne mortal para darle
ánimos. Es posible que a nosotros también nos llegue el desaliento en alguna
ocasión y que nos encontremos algo abatidos por los obstáculos que dificultan
nuestros deseos de llevar a Cristo a otras almas. Podemos incluso encontrar
incomprensiones, burlas, oposiciones. Pero Jesús no nos abandona. Acudiremos a
Él, y podremos decir con San Pablo: Nos aprietan por todos lados, pero
no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no
abandonados...22.
Y acudiremos a Santa María, y en Ella, como el Apóstol Santiago, encontraremos
siempre aliento y alegría para seguir adelante en nuestro camino.
*Santiago
era natural de Betsaida, hijo de Zebedeo y hermano de San Juan. Fue uno de los
tres discípulos que estuvieron presentes en la Transfiguración, en la agonía de
Getsemaní y en otros acontecimientos importantes de la vida pública de Jesús.
Es el primer Apóstol que murió por predicar el mensaje salvador de Cristo. Su
energía y firmeza hicieron que el Señor le llamara hijo del trueno. Su
actividad apostólica se desarrolló en Judea y Samaria y, según una venerable
tradición -avalada por importantes testimonios-, llegó a España. Vuelto a
Palestina, sufrió martirio hacia el año 44 por orden de Herodes Agripa. Sus
restos fueron trasladados a Santiago de Compostela, centro de peregrinación,
principalmente durante la Edad Media, y foco de fe para toda Europa.
1 Antífona
de entrada. Cfr. Mt 4, 18; 21; Mc 3, 17.
—
2 C.
Caffarra, Vida en Cristo, EUNSA, Pamplona 1988, pp. 19-20
—
3 Mt 17,
1 ss. —
4 Mt 26,
37. —
5 Mt 20,
17-19. —
6 Mt 20,
20. —
7 Mt 20,
22. —
8 Juan
Pablo II, Homilía en Santiago de Compostela, 9-XI-1982.
—
9 Hech 12,
2. —
10 Cfr. Col 1,
24. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 887 —
12 Lc 9,
53. —
13 Cfr. Clemente
de Alejandría. Hypotyp., VII, citado por Eusebio, Historia
Ecclesiastica. 11, 9. —
14 Lc 22,
24-47. —
15 Mt 14,
31. —
16 Cfr. Hech 12,
2. —
17 Liturgia
de las Horas, Segunda lectura. San Juan
Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 65,
3-4. —
18 2
Cor 4, 7. —
19 1
Cor 1, 27-29. —
20 S.
Bernal. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei.
Rialp. 2.ª ed., Madrid 1976. Epílogo. —
21 Cfr. Segunda
lectura. 2 Cor 4, 10. —
22 Segunda
lectura. 2 Cor 4, 8.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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