Francisco Fernández-Carvajal 23 de julio de 2022
@hablarcondios
— El
sentido de nuestra filiación divina debe estar presente siempre en nuestra
oración.
—
Pedir bienes sobrenaturales, y también bienes materiales, si nos ayudan a amar
a Dios.
— La
súplica de Abrahán.
I.
Jesús se retiraba a orar, con frecuencia, muy de mañana y a lugares apartados1.
Sus discípulos le encontraron muchas veces en un diálogo lleno de ternura con
su Padre del Cielo. Y un día, al terminar la oración, le dijo uno de
sus discípulos: Señor, enséñanos a orar2...
Esto hemos de pedir también nosotros: Jesús, enséñame a tratarte, dime cómo y
qué cosas debo pedirte... Porque en ocasiones –incluso aunque llevemos años
haciendo oración– estamos delante de Dios como el niño que apenas sabe
pronunciar unas cuantas palabras mal aprendidas.
El Señor les enseñó entonces el modo de rezar y la oración por excelencia: el Padrenuestro. Sus labios pronunciarían cada palabra de esta oración universal con una particular entonación. Y nos señala la confianza que hemos de tener siempre en todo diálogo con Dios al mostrar nuestra radical necesidad, porque esa confianza es fundamento de toda oración verdadera: ¿Quién de vosotros que tenga un amigo, y acuda a él a medianoche y le diga: Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle...? Os digo que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su importunidad se levantará para darle cuanto necesite. Una buena parte de nuestras relaciones con Dios están definidas por la petición confiada. Somos hijos de Dios, hijos necesitados, y Él solo desea darnos, y en abundancia: pues, ¿qué padre habrá entre vosotros a quien si el hijo le pide un pez, en lugar de un pez le dé una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dé un escorpión?
El
Señor mismo sale fiador de nuestra petición: todo el que pide, recibe;
y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá. No pudo ser más
categórico. Solo nos iremos de vacío si nos sentimos satisfechos de nosotros
mismos; si pensáramos que nada necesitamos, porque nos hubiéramos contentado
con unas metas bien cortas, o porque hubiéramos pactado con defectos y
flaquezas. Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los
despidió sin nada3.
Debemos acudir al Sagrario como gente muy necesitada ante Quien todo lo puede:
como acudían a Jesús los leprosos, los ciegos, los paralíticos... «Rezar
–señalaba Juan Pablo II al comentar este pasaje del Evangelio– significa sentir
la propia insuficiencia a través de las diversas necesidades que se presentan
al hombre, y que forman parte de su vida: la misma necesidad del pan a que se
refiere Cristo, poniendo como ejemplo al hombre que despierta a su amigo a
medianoche para pedírselo. Tales necesidades son numerosas. La necesidad de pan
es, en cierto sentido, el símbolo de todas las necesidades materiales, de las
necesidades del cuerpo humano (...). Pero la escala de estas necesidades es más
amplia...»4.
La
humildad de sentirnos limitados, pobres, carentes de tantos dones, y la
confianza en que Dios es el Padre incomparable pendiente de sus hijos, son las
primeras disposiciones con las que debemos acudir diariamente a la oración. «Si
nosotros aprendemos en el sentido pleno de la palabra, en su plena dimensión,
la realidad Padre, hemos aprendido todo (...). Aprender quién es el
Padre quiere decir adquirir la certeza absoluta de que Él no podrá rechazar
nada. Todo esto se dice en el Evangelio de hoy. Él no te rechaza ni siquiera
cuando todo, material y psicológicamente, parece indicar el rechazo. Él no te
rechaza jamás»5.
Nunca deja de atendernos. El sentido de nuestra filiación divina y la
conciencia de la propia indigencia y debilidad deben estar siempre presentes en
nuestro trato con Dios.
II. Todo
el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá.
Ante
todo debemos pedir y buscar los bienes del alma, querer amar cada día más al
Señor, deseos auténticos de santidad en medio de las peculiares circunstancias
en las que nos encontremos. También debemos pedir los bienes materiales, en la
medida en que nos sirvan para alcanzar a Dios: la salud, bienes económicos,
lograr ese empleo que quizá nos es necesario...
«Pidamos
los bienes temporales discretamente –nos aconseja San Agustín–, y tengamos la
seguridad –si los recibimos– de que proceden de quien sabe que nos convienen.
¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre; si te conviniera te lo habría dado.
Juzga por ti mismo. Tú eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las cosas
divinas, como tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas. Ahí
tienes a ese hijo llorando el día entero para que le des un cuchillo o una
espada. Te niegas a dárselo y no haces caso de su llanto, para no tener que
llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y da golpes para que le subas a tu
caballo; pero tú no le haces caso porque, no sabiendo conducirlo, le tirará o le
matará. Si le rehusas ese poco, es para reservárselo todo; le niegas ahora sus
insignificantes demandas peligrosas para que vaya creciendo y posea sin peligro
toda la fortuna»6.
Así hace el Señor con nosotros, pues somos como el niño pequeño que muchas
veces no sabe lo que pide.
Dios
quiere siempre lo mejor; por eso, la felicidad del hombre se encuentra siempre
en la plena identificación con el querer divino, pues, aunque humanamente no lo
parezca, por ese camino nos llegará la mayor de las dichas. Cuenta el Papa Juan
Pablo II cómo le impresionó la alegría de un hombre que encontró en un hospital
de Varsovia después de la insurrección de aquella ciudad durante la Segunda
Guerra Mundial. Estaba gravemente herido y, sin embargo, era evidente su
extraordinaria felicidad. «Este hombre llegó a la felicidad –comentaba el
Pontífice– por otro camino, ya que juzgando visiblemente su estado físico desde
el punto de vista médico, no había motivos para ser tan feliz, sentirse tan
bien y considerarse escuchado por Dios. Y sin embargo había sido escuchado en
otra dimensión de su humanidad»7,
en aquella dimensión en la que el querer divino y el humano se hacen una sola
cosa. Por eso, lo que nosotros debemos pedir y desear es hacer la voluntad de
Dios: hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo. Y este es
siempre el medio para acertar, el mejor camino que podíamos haber soñado, pues
es el que preparó nuestro Padre del Cielo. «Dile: Señor, nada quiero más que lo
que Tú quieras. Aun lo que en estos días vengo pidiéndote, si me aparta un
milímetro de la Voluntad tuya, no me lo des»8.
¿Para qué lo quiero yo, si Tú no lo quieres? Tú sabes más. Hágase
tu voluntad...
III.
La Primera lectura9 de
la Misa nos muestra otro ejemplo conmovedor: la súplica de Abrahán, el
amigo de Dios, por aquellas ciudades que tanto habían ofendido a Dios y que
iban a ser destruidas: ¿Es que vas a destruir al inocente con el
culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirías y no
perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? Abrahán
tratará de salvar las ciudades, «regateando» con Dios, en el que confía y del
que se siente verdaderamente querido. Y habla poniendo delante de Dios el inmenso
tesoro que son unos cuantos justos, unos cuantos santos.
El
Señor se complace tanto en quienes son justos, en quienes le aman y por tanto
cumplen su voluntad, que estará dispuesto a perdonar a miles de pecadores que
cometieron incontables ofensas contra Él, con tal de que se encuentren diez
justos en la ciudad. Tan agradable es a Dios el amor y la adoración de estos
pocos que es capaz de olvidar las iniquidades de aquellas ciudades. Es una
enseñanza clara para nosotros, que queremos seguir al Señor de cerca –¡con
obras!– y contarnos entre sus íntimos, pues a veces puede insinuarse en el
alma la tentación de preguntarse: ¿de qué sirve que yo trate
de luchar y de esforzarme en cumplir con fidelidad la voluntad de Dios, si son
tantos los que le ofenden y quienes viven como si Él no existiera o como si no
mereciera ningún interés? Dios tiene otras medidas, bien distintas de las
humanas, acerca de la utilidad de una vida. Un día, al final, el Señor nos hará
ver la eficacia enorme, más allá del tiempo y de la distancia, de aquella madre
de familia que gastó sus días en sacar la familia adelante; el valor para toda
la Iglesia del dolor de aquel enfermo que ofreció diariamente al Señor sus
padecimientos; el «precio» de una hora de estudio o de trabajo convertida en
oración...
Con
una medida que solo la misericordia divina conoce, a Yahvé le hubieran
bastado diez justos para salvar a Sodoma y Gomorra. Las obras de estos
justos, puestas en una balanza, habrían pesado más que todos lo pecados de
aquellos miles de infelices pecadores. Nosotros, cuando procuramos ser fieles
al Señor, hemos de experimentar la alegría de saber que esta entrega, a pesar
de nuestros muchos defectos, es el gozo de Dios en el mundo. Él está pronto a
escuchar nuestra oración. Y debemos pedir cada día por la sociedad que nos
rodea, pues parece alejarse cada vez más de Dios. «La oración de Abrahán
–comenta el Papa Juan Pablo II– es muy actual en los tiempos en los que
vivimos. Es necesaria una oración así, para que todo hombre justo trate de
rescatar al mundo de la injusticia»10.
Terminemos
nuestra oración haciendo el propósito de aprender a orar, de aprender a pedir
como hijos. Hemos de acudir al Señor con mucha frecuencia, pues nos encontramos
tan necesitados como aquellos que se agolpaban a la puerta11,
esperando de Él la salud del alma o del cuerpo. La Virgen Nuestra Madre nos
enseñará a ser audaces en la petición. A Ella le rogamos que nos ayude a
conseguir, con nuestro apostolado, que en todos los ambientes –en cada ciudad y
en todo pueblo, en cada lugar de trabajo y en toda profesión– haya esos diez,
veinte, cincuenta... justos que son agradables a Dios y en los que Él se puede apoyar.
1 Cfr. Mt 14,
23; Mc 1, 35; Lc 5, 16; 9, 18. —
2 Evangelio
de la Misa. Lc 11, 1-13. —
3 Lc 1,
53. —
4 Juan
Pablo II, Homilía 27-VII-1980. —
5 Ibídem.
—
6 San
Agustín, Sermón 80, 2, 7-8. —
7 Juan
Pablo II, loc. cit. —
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 512. —
9 Gen 18,
20-32. —
10 Juan
Pablo II, loc. cit. —
11 Cfr. Mc 1,
33.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico