Francisco Fernández-Carvajal 30 de julio de 2022
@hablarcondios
— Solo el Señor puede llenar nuestro
corazón.
— Nuestra vida es corta y bien limitada en
el tiempo: aprovechar las cosas nobles de la tierra para ganarnos el Cielo.
— Aprovechar el tiempo de cara a Dios.
Desprendimiento.
I. Hermanos:
Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde
está Cristo a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de
la tierra1, nos exhorta San Pablo en la Segunda lectura de
la Misa. Porque los bienes de aquí abajo duran poco y no llenan el corazón
humano por muy abundantes que sean.
Breve es la vida del hombre sobre la tierra2, y la mayor parte de ella se pasa entre dolor y fatigas; todo se disipa como el viento y apenas deja rastro detrás de sí3; en el mejor de los casos se puede reunir una gran fortuna, que se dejará pronto a otros. ¿A qué se reducen tantos esfuerzos y fatigas, si no se lleva consigo lo que se obtiene? Vaciedad sin sentido; todo es vaciedad, nos recuerda otra de las lecturas de la Misa4.
Frente
a este vacío y a esta falta de sentido, frente a lo inconsistente, Dios
es la Roca: Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos
salva; entremos a su presencia dándole gracias...5.
Dios da sentido a la vida, al trabajo, al dolor.
Sin
embargo, el corazón del hombre tiene gran facilidad para buscar las cosas de
aquí abajo sin otra dimensión trascendente, tiende a apegarse a ellas como lo
único y principal y a olvidarse de lo que realmente importa. En el Evangelio de
la Misa6, el Señor toma motivo de una cuestión de reparto de herencias
que le proponen, para enseñarnos cuál es la verdadera realidad de las cosas a
la luz del final terreno. La consideración de la muerte, de la nuestra propia,
hacia la que nos encaminamos con rapidez, arroja mucha luz sobre el sentido de
la vida y de los bienes. Dice el Señor: Un hombre rico tuvo una gran
cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la
cosecha. Y se dijo: ... derribaré los graneros y construiré otros más
grandes... Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para
muchos años: túmbate, come, bebe y date buena vida...
Nos
enseña el Señor que poner el corazón, hecho para lo eterno, en el afán de
riqueza y bienestar material es una necedad, porque ni la felicidad ni la misma
vida verdaderamente humana se fundamentan en ellos: no depende la vida
del hombre de la abundancia de los bienes que posee7.
El rico labrador de la parábola revela su ideal de vida en el diálogo que
entabla consigo mismo. Se le ve seguro de sí porque tiene bienes, y en ellos
basa su estabilidad y felicidad. Vivir es, para él, como para tantas personas,
disfrutar lo más posible: hacer poco, comer, beber, darse buena vida, disponer
de bienes de repuesto para muchos años. Este es su ideal; en él no
hay ninguna referencia a Dios y tampoco a los demás. Nada que le lleve a ver la
necesidad de compartir con otros los bienes recibidos.
¿Y
cómo asegurar este sentido puramente material de sus días?: Almacenaré... Sin
embargo, todo lo que no se construya sobre Dios está edificado en falso. La
seguridad que dan los bienes materiales es frágil, y también insuficiente,
porque nuestra vida no se llena sino con Dios.
Podemos
preguntarnos nosotros hoy, en nuestra oración, en qué tenemos puesto el
corazón. Sabiendo que nuestro destino definitivo es el Cielo, tenemos que hacer
positivos y concretos actos de desprendimiento de lo que poseemos y usamos, y
ver el modo de que otras personas más necesitadas compartan lo nuestro, y
ayudar con bienes y tiempo en tareas apostólicas.
II. En
el diálogo que sostiene el rico labrador consigo mismo interviene otro
personaje –Dios– que no había sido tenido en cuenta, y que con sus palabras
revela que este hombre se ha equivocado radicalmente a la hora de programar su
modo de vivir: Necio, le dice, esta noche te van a exigir
la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Todo ha sido
inútil. Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.
Nuestro
paso por la tierra es un tiempo para merecer; el mismo Señor nos lo ha dado.
San Pablo recuerda que no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en
busca de lo que está por llegar8.
El Señor vendrá a llamarnos, a pedirnos cuenta de los bienes que nos dejó en
depósito para que los administrásemos bien: la inteligencia, la salud, los
bienes materiales, la capacidad de amistad, la posibilidad de hacer felices a
quienes nos rodean... El Señor llegará una sola vez, quizá cuando menos lo
esperábamos, como el ladrón en la noche9, como
relámpago en el cielo10,
y nos ha de encontrar bien dispuestos. Aferrarse a lo de aquí abajo, olvidar
que nuestro fin es el Cielo, nos llevaría a desenfocar nuestra vida, a vivir en
la más completa necedad. Necio es la palabra que dirige Dios a
este hombre que había vivido solo para lo material. Hemos de caminar con los
pies en la tierra, con afanes, ilusiones e ideales humanos, sabiendo prever el
futuro para uno mismo y para aquellos que dependen de nosotros, como un buen
padre y una buena madre de familia, pero sin olvidar que somos peregrinos, y
solamente «actores en escena. Nadie se crea rey ni rico, porque al final del
acto nos encontraremos todos pobres»11.
Los bienes son meros medios para alcanzar la meta que el Señor nos ha señalado.
Nunca deben ser el fin de nuestros días aquí en la tierra.
Nuestra
vida es corta y bien limitada en el tiempo: esta misma noche han de
exigirte la entrega de tu alma. Así es de escaso el tiempo: esta
misma noche, y quizá nosotros pensamos en muchísimos años, como si nuestro
paso por la tierra hubiera de durar siempre. Nuestros días están numerados y
contados; estamos en las manos de Dios. Dentro de un tiempo –quizá no largo–
nos encontraremos cara a cara con Él.
La
meditación de nuestro final terreno nos ayuda a santificar el trabajo –redimentes
tempus, recuperando el tiempo perdido12–
y nos facilita el aprovechar todas las circunstancias de esta vida para merecer
y reparar por los pecados, y para un desprendimiento efectivo de lo que tenemos
y usamos. Un día cualquiera será nuestro último día. Hoy han muerto –o morirán–
miles de personas en circunstancias diversísimas; jamás imaginaron que ya no
tendrían más días para desagraviar y para llenar un poco más su alforja de cara
a la eternidad. Unas han muerto con el corazón puesto en asuntos de poca o nula
importancia en relación a su existencia definitiva más allá de la muerte; otras
tenían la vista y el corazón quizá en las mismas cosas humanas, pero dirigidas
a Dios. Estas se encontrarán con el tesoro maravilloso que no pueden
destruir ni el orín, ni la polilla13.
III. En
el momento de la muerte, el estado del alma queda fijado para siempre. Después
no hay cambio posible: el destino que nos espera en la eternidad es
consecuencia de la actitud que hayamos tomado en nuestro paso por la
tierra: Si un árbol cae al mediodía o al norte permanece en el lugar
que ha caído14.
De aquí las advertencias frecuentes del Señor para estar siempre en vigilia15,
pues la muerte no es el término de la existencia, sino el comienzo de una nueva
vida. El cristiano no puede despreciar la existencia temporal ni
minusvalorarla, pues toda ella debe servir como preparación para su existencia
definitiva con Dios en el Cielo. Solo quien se hace rico ante Dios mediante la
santificación de lo ordinario y el buen uso de los bienes materiales, quien
acumula tesoros que Dios reconoce como tales, saca provecho cierto de estos
días terrenos. Todo lo demás es vivir de engaños: Se mueve el hombre
como un fantasma, se afana solamente por un soplo; amontona sin saber para
quién16.
Si los
bienes que tenemos y utilizamos están enderezados a la gloria de Dios, sabremos
utilizarlos con desprendimiento, y no nos quejaremos si alguna vez llegan a
faltar. Su carencia –cuando el Señor lo quiere o lo permite así– no nos quitará
la alegría. Sabremos ser felices en la abundancia y en la escasez, porque los
bienes no serán nunca el objeto supremo de la vida; y lo mucho o lo poco que
poseamos sabremos compartirlo con quienes carecen de ello: creando empleo si
está en nuestras manos, ayudando a promocionar obras de cultura y de formación,
contribuyendo con generosidad al sostenimiento de obras buenas y de la Iglesia.
La
consideración de la muerte nos enseña también a aprovechar bien los días, pues
el tiempo que tenemos por delante no es muy largo. «Este mundo, mis hijos, se
nos va de las manos. No podemos perder el tiempo, que es corto (...). Entiendo
muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus
breve est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas
palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón
como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante
para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para
desagraviar»17. ¿Y vamos a desaprovecharlo dejando que el corazón quede
apegado a cuatro baratijas de la tierra, que nada valen?
La
meditación de las verdades eternas es un buen antídoto contra el pecado y una
ayuda eficaz para darle a nuestra vida su verdadero sentido. Nos facilita el
cuidar con esmero el trabajo de cada día, la convivencia con los demás, los
deberes de caridad, especialmente con los más necesitados, pues esta será
nuestra principal credencial ante Dios.
1 Segunda
lectura. Col 3, 1-5; 9-11. —
2 Sab 2,
1. —
3 Sal 89,
10. —
4 Ecl 1,
2. —
5 Salmo
responsorial. Sal 94. —
6 Lc 12,
13-21. —
7 Lc 12,
15. —
8 Heb 13,
14. —
9 Mt 25,
43. —
10 Mt 24,
27. —
11 San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre Lázaro, 2, 3. —
12 Ef 5,
16. —
13 Mt 6,
20. —
14 Ecl 11,
3. —
15 Cfr. Mt 24,
42-44; Mc 13, 32-37. —
16 Sal 39,
7. —
17 San
Josemaría Escrivá, Hoja informativa sobre el proceso
de beatificación de este Siervo de Dios, n. 1. p. 4.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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