Francisco Fernández-Carvajal 04 de agosto de 2022
@hablarcondios
— La muestra de amor más grande.
— El sentido y los frutos del dolor.
— Mortificaciones voluntariamente
buscadas.
I.
Jesús había llamado a sus discípulos y estos, dejándolo todo, le siguieron.
Iban tras el Maestro por los caminos de Palestina, recorriendo ciudades y
aldeas, compartiendo con Él alegrías, fatigas, hambre, cansancio... También, en
ocasiones, expusieron su vida y su honra por Jesús. Pero esta compañía externa
se fue convirtiendo, poco a poco, en un seguimiento interior, se fue realizando
una transformación de sus almas. Este seguimiento más hondo requiere algo más
que el desprendimiento, e incluso el abandono efectivo de casa, hogar, familia,
bienes... Así se lo manifestó el Señor, como leemos en el Evangelio de la Misa1: si
alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Negarse a sí mismo significa renunciar a ser uno el centro de sí mismo. El único centro del verdadero discípulo solo puede ser Cristo, a Quien se dirigen constantemente los pensamientos, los afanes, el quehacer ordinario que se convierte en una verdadera ofrenda al Señor.
Cargar
con la Cruz indica que se está dispuesto a morir. El
que coge el madero y lo pone sobre sus hombros acepta su destino, sabe que su
vida terminará en esa cruz. Tomar la cruz expresa una decisión resuelta, indica
que estamos dispuestos a seguirle, si fuera preciso, hasta la muerte, que
queremos imitarle en todo, sin poner límite alguno. Para seguir a Cristo hemos
de identificar nuestra voluntad con la suya, que tomó con decisión el madero y
lo llevó hasta el Calvario, donde se ofrecería a Dios Padre en una oblación de
valor y amor infinitos.
Hemos
de considerar frecuentemente que la Pasión y Muerte en la Cruz es la máxima
expresión de su entrega al Padre y de su amor por nosotros. Ciertamente, el
menor acto de amor de Jesús, la más pequeña de sus obras, aun niño, tenía un
valor meritorio infinito para obtener a todos los hombres, pasados y presentes
y los que habrían de venir a lo largo de los siglos, la gracia de la redención,
la vida eterna y todas las ayudas necesarias para llegar a ella. Pero, a pesar
de todo, quiso sufrir todos los horrores de la Pasión y de la Muerte en la cruz
para mostrarnos cuánto amaba al Padre, cuánto nos amaba a cada uno de nosotros.
En ocasiones, manifestó a sus discípulos esta urgencia de amor que le llenaba
el alma: Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta
que se cumpla!2.
El Espíritu Santo nos ha dejado escrito a través de San Juan que tanto
amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito3.
Jesús entregó voluntariamente su vida por amor hacia nosotros, pues
nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos4.
Jesucristo
revela las ansias incontenibles de entregar su vida por amor. Y si queremos
seguirle, no ya externamente sino hondamente, identificándonos con Él, ¿cómo
podremos rechazar la Cruz, el sacrificio, que tan íntimamente está relacionado
con el amor y con la entrega? El seguir a Cristo de cerca nos llevará a la
abnegación más completa, a la plenitud del amor, a la alegría más grande. La
abnegación, la identificación con su santa voluntad en todo, limpia, purifica,
clarifica el alma y la diviniza. «Tener la Cruz, es tener la alegría: ¡es
tenerte a Ti, Señor!»5.
II. Se
cuenta de un alma santa que al ver cómo todos los sucesos le eran contrarios y
a una prueba le sucedía otra, y a una calamidad un desastre mayor, se volvió
con ternura al Señor y le preguntó: Pero, Señor, ¿qué te he hecho?,
y oyó en su corazón estas palabras: Me has amado. Pensó entonces en
el Calvario y comprendió un poco mejor cómo el Señor quería purificarla y
asociarla a Él en la redención de tantas gentes que andaban perdidas, lejos de
Dios. Y se llenó de paz y de alegría6.
En
nuestra vida vamos a encontrar penas, como todos los hombres. «Si vienen
contradicciones, está seguro de que son una prueba del amor de Padre, que el
Señor te tiene»7. Son ocasiones inmejorables para mirar con amor un crucifijo y
contemplar a Cristo y comprender que Él, desde la Cruz, nos está diciendo: «a
ti te quiero más», «de ti espero más». Quizá sea una enfermedad dolorosa que
rompe todos nuestros proyectos, o la desgracia que llega a esas personas que
más queríamos, o el fracaso profesional... Señor, ¿qué te he hecho? Y nos
responderá calladamente que nos quiere y que desea una entrega sin límites a su
santa voluntad, que tiene una «lógica» distinta a la humana. Llega el momento
de la aceptación y del abandono, y comprendemos, quizá más tarde, ese inmenso
bien. ¡Cuántas gracias daremos entonces al Señor!8.
Muchas
veces, sin embargo, la Cruz la encontraremos en asuntos pequeños, que salen a
nuestro paso los más de los días: el cansancio, el no disponer del tiempo que
desearíamos, el tener que renunciar a un plan más agradable que nos habíamos
forjado, el llevar con caridad los defectos de otras personas con las que
convivimos o trabajamos, una pequeña humillación que no esperábamos, la aridez
en la oración... Ahí nos espera también el Señor; nos pide que sepamos aceptar
esas contradicciones, pequeñas o grandes, sin quejas estériles, sin malhumor,
sin rebeldía. Nos pide amor, recoger eso que nos contraría y ofrecerlo como una
joya de mucho valor. Nuestros pequeños sufrimientos, unidos a los de Cristo en
la Cruz, cobran un valor infinito para reparar por tantos pecados que se
cometen cada día en la tierra, y por los nuestros también.
El
dolor, llevado con y por amor, tiene otros muchos frutos: satisface por
nuestros pecados, purifica el alma, «y profundiza y refuerza nuestro carácter y
nuestra personalidad. Nos da una comprensión y una capacidad de simpatía por
nuestro prójimo que no puede adquirirse de otra manera. De hecho nos abre la
vida interior del mismo Cristo, y al hacerlo así nos une más estrechamente a
Él. A menudo el sufrimiento profundo es también un punto decisivo en nuestras
vidas, y conduce al principio de un nuevo fervor y una nueva esperanza»9,
a una nueva manera, más honda y más llena, de entender la propia existencia.
Pero dolor y sufrimiento no son tristeza. La Cruz, llevada junto a Cristo,
llena el alma de paz y de una profunda alegría en medio de las tribulaciones.
La vida de los santos está llena de alegría; un júbilo que el mundo no conoce
porque hunde sus raíces en Dios.
III. Si
alguno quiere venir en pos de Mí... Nada en el mundo deseamos más que
seguir a Cristo de cerca; ninguna otra cosa, ni la propia vida, amamos más que
esta: identificarnos con Él, hacer nuestros sus deseos y los sentimientos que
tuvo aquí en la tierra. Estamos junto a Él no solo cuando todo nos va bien,
sino también al aceptar con paciencia las adversidades, contentos de poder
acompañarle en su camino hacia la Cruz, uniendo nuestros sufrimientos a los suyos10.
Pero
si nos limitáramos solamente a esperar las tribulaciones, las contrariedades,
el dolor que no podemos evitar, faltaría generosidad a nuestro amor. Sería una
actitud que escondería el deseo de contentarnos con lo mínimo. «Sería actuar
con una disposición remisa, que bien podría expresarse con estas palabras:
¿Mortificación? ¡Bastantes sinsabores tiene ya la vida! ¡Ya tengo suficientes
preocupaciones!
»Sin
embargo, la vida interior necesita demasiado de la mortificación, como para no
buscarla activamente. La mortificación que nos viene dada es importante y
valiosa, pero no debe ser excusa para rehuir una generosa expiación voluntaria,
que será señal de un verdadero espíritu de penitencia: Yo te ofreceré
voluntario sacrificio; cantaré, ¡oh Yahvé!, tu nombre, porque es bueno (Sal 53,
8)»11.
Precisamente
la Iglesia nos propone un día a la semana, el viernes, para que
examinemos el sentido penitencial de nuestra vida, a la luz de la Pasión de
Cristo. En este día, muchos cristianos consideran más detenidamente los
misterios de dolor de la vida de Cristo, o hacen el ejercicio piadoso del Vía
Crucis, o meditan o leen la Pasión del Señor... Es un día para que
examinemos cómo llevamos habitualmente las contradicciones, y la generosidad,
fruto del amor, con que buscamos esa mortificación voluntaria, en cosas quizá
pequeñas, que vence constantemente el egoísmo, la pereza, el deseo de quedar
bien en todo, de ser habitualmente el centro... Mortificaciones pequeñas para
hacer más amable la vida a los demás: ser cordiales en el trato, vencer los
estados de ánimo que nos llevarían quizá a tener un tono más adusto en el
trato, sonreír cuando quizá tendemos a mostrarnos serios, cuidar la puntualidad
en el trabajo o estudio, comer algo menos de aquello que más nos gusta o tomar
un poco más de aquello que menos nos apetece, no comer entre horas, mantener el
orden en la mesa de trabajo, en el armario, en la habitación... Mortificar la
curiosidad, cuidar con particular esmero la guarda de los sentidos, no quejarse
ante el calor, el frío o el excesivo tráfico...
Al
terminar hoy la meditación sobre las palabras de Jesús: si alguno
quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sigame, le
decimos en la intimidad de nuestra oración: «Dame, Jesús, Cruz sin cirineos.
Digo mal: tu gracia, tu ayuda me hará falta, como para todo; sé Tú mi Cirineo.
Contigo, mi Dios, no hay prueba que me espante...
»—Pero,
¿y si la Cruz fuera el tedio, la tristeza? -Yo te digo, Señor, que Contigo
estaría alegremente triste»12.
«No perdiéndote a Ti, para mí no habrá pena que sea pena»13.
1 Mt 16,
24-25. —
2 Lc 12,
50. —
3 Jn 3,
16. —
4 Jn 15,
13. —
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 766. —
6 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 311. —
7 San
Josemaría Escrivá, o, c., n. 815. —
8 Cfr. J.
Tissot, La vida interior, p. 318. —
9 E.
Boylan, El amor supremo, vol. II, p. 119. —
10 Cfr. Pablo
VI, Const. Paenitemini, 17-II-1966, I. —
11 R.
Balbín, Sacrificio y alegría, Rialp, 2ª ed., Madrid 1975,
p. 130. –
12 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 252. —
13 Ibídem,
n. 253.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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