Francisco Fernández-Carvajal 05 de agosto de 2022
@hablarcondios
— El Señor conforta a sus discípulos ante
la inminencia de su Pasión y Muerte.
— Dios mismo será nuestra recompensa.
— El Señor está a nuestro lado para
ayudarnos a llevar lo más duro y lo que más pesa.
I. Cuando
Cristo se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos según es1.
Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del sacrificio2. Pocos días después de estos sucesos, que habían tenido lugar en la región de Cesarea de Filipo, quiso confortar su fe, pues como enseña Santo Tomás para que una persona ande rectamente por un camino es preciso que conozca antes de algún modo el fin al que se dirige: «como el arquero no lanza con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil y el camino laborioso... Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad, que es lo mismo que transfigurarse, pues en esta claridad transfigurará a los suyos»3.
Nuestra
vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que pasa a través de la cruz
y del sacrificio. Hasta el último momento habremos de luchar contra corriente,
y es posible que también llegue a nosotros la tentación de querer hacer
compatible la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil y quizá
aburguesada, como la de tantos que viven con el pensamiento puesto
exclusivamente en las cosas materiales. «¿No hemos sentido frecuentemente la
tentación de creer que ha llegado el momento de convertir el cristianismo en
algo fácil, de hacerlo confortable, sin sacrificio alguno; de hacerlo
conformista con las formas cómodas, elegantes y comunes de los demás, y con el
modo de vida mundano? ¡Pero no es así!... El cristianismo no puede dispensarse
de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del
deber... Si tratásemos de quitar esto a nuestra vida, nos crearíamos ilusiones
y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una interpretación
muelle y cómoda de la vida»4.
No es esa la senda que indicó el Señor.
Los
discípulos quedarían profundamente desconcertados al presenciar los hechos de
la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos, precisamente a los que
debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima del monte Tabor para
que contemplaran su gloria. Allí se mostró «en la claridad soberana que quiso
fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo espiritual de una manera
adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados todavía de la carne mortal, era
imposible que pudieran ver ni contemplar aquella inefable e inaccesible visión
de la misma divinidad, que está reservada en la vida eterna para los limpios de
corazón»5, la que nos aguarda si procuramos ser fieles cada día.
También
a nosotros quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo que nos
aguarda, especialmente si alguna vez el camino se hace costoso y asoma el
desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a
perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre
Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca
un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una
tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el
abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.
II.
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte
alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso
resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se les
aparecieron Moisés y Elías hablando con Él6.
Esta visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la
expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres
haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías7.
Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan
que le acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro,
añade que no sabía lo que decía8. Todavía
estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la
nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias:
escuchadle9.
El
recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fueron sin duda de
gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los
tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días. En una de
sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en
un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a
conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque
hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto, Él fue honrado y
glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Este
es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del
cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo10.
El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos
quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma
toda la vida. «La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en
la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza
Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso
prestar fe absoluta y obediencia total»11,
al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué
será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos si somos fieles a Cristo
glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin? «Dios mío: ¿cuándo
te querré a Ti, por Ti? Aunque, bien mirado, Señor, desear el premio perdurable
es desearte a Ti, que Te das como recompensa»12.
III. Todavía
estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la
nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias:
escuchadle13.
¡Tantas veces le hemos oído en la intimidad de nuestro corazón!
El
misterio que hoy celebramos no solo fue un signo y anticipo de la glorificación
de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el
Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y
si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con
tal que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados14.
Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos
del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de
manifestar en nosotros15.
Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se
mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz, y especialmente
cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos
hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos considera hijos
predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones, fracasos,
contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos tristes,
sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo. Nunca
nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes bienes para
nuestra alma y para toda la Iglesia. «No se lleva ya una cruz cualquiera, se
descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de
soportar el peso»16.
Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier
peso nos agobia.
Si nos
mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará verdaderamente daño: ni la
ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave... mucho menos las
pequeñas contradicciones diarias que tienden a quitarnos la paz si no estamos
alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los primeros cristianos: ¿quién
os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien? Pero si sucede que padecéis
algo por amor a la justicia, sois bienaventurados17.
Pidamos
a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día
trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida
y que nos espera, glorioso, al final del camino. Y cuando llegue
aquella hora // en que se cierren mis humanos ojos, // abridme otros, Señor,
otros más grandes // para contemplar vuestra faz inmensa. // ¡Sea la muerte un
mayor nacimiento!18,
el comienzo de una vida sin fin.
*Desde
muy antiguo se celebraba esta fiesta del Señor, en esta misma fecha, en
diversos lugares de Oriente y Occidente. En el siglo xv, el Papa Calixto
III la extendió a la Iglesia entera. La Liturgia nos recuerda el milagro de la
Transfiguración por dos veces durante el año: en el segundo domingo de Cuaresma
para afirmar la divinidad de Cristo al acercarse su Pasión y hoy para festejar
la exaltación de Cristo en su gloria. La Transfiguración del Señor es, además,
un anticipo de lo que será la gloria del Cielo, donde veremos Dios cara a cara.
En virtud de la gracia participamos ya de esa promesa de la vida eterna.
1 Antífona
de comunión. 1 Jn 3, 2. —
2 Cfr. Mt 16,
24 ss. —
3 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 45, a. 1, c. —
4 Pablo
VI, Alocución 8-IV-1966. —
5 San
León Magno, Homilía sobre la Transfiguración, 3. —
6 Mt 17,
1-3. —
7 Mt 17,
4. —
8 Cfr. Mc 9,
6. —
9 Mt 17,
5. —
10 Segunda
lectura. 2 Pdr 1, 16-18. —
11 Juan
Pablo II, Homilía 27-II-1983; cfr. Audiencia
general 27-V-1987. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 1030. —
13 Mt 17,
5. —
14 Rom 8,
16-17. —
15 Rom 8,
18. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 132. —
17 1
Pdr 3, 13-14. —
18 J.
Maragall, Canto espiritual, en Antología poética,
Alianza, Madrid 1985, p. 185.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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