Francisco Fernández-Carvajal 02 de agosto de 2022
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— La humildad de la mujer sirofenicia.
— Carácter activo de la humildad.
— El camino de la humildad.
I.
Narra San Mateo en el Evangelio de la Misa1 que
Jesús se retiró con sus discípulos a tierras de gentiles, en la región de Tiro
y de Sidón. Allí se les acercó una mujer que, a grandes gritos,
imploraba: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente
atormentada por el demonio. Jesús la oyó y no contestó nada. Comenta San
Agustín que no le hacía caso precisamente porque sabía lo que le tenía
reservado: no callaba para negarle el beneficio, sino para que lo mereciera
ella con su perseverancia humilde2.
La mujer debió de insistir largo rato, de tal manera que los discípulos, cansados de tanto empeño, dijeron al Maestro: Atiéndela y que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros. El Señor le explicó entonces que Él había venido a predicar en primer lugar a los judíos. Pero la mujer, a pesar de esta negativa, se acercó y se postró ante Jesús, diciendo: ¡Señor, ayúdame!
Ante
la perseverante insistencia de la mujer cananea, el Señor le repitió las mismas
razones con una imagen que ella comprendió enseguida: No está bien
tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Le dice de nuevo que
ha sido enviado primero a los hijos de Israel y que no debe preferir a los
paganos. El gesto amable y acogedor de Jesús, el tono de sus palabras,
quitarían completamente cualquier tono hiriente a la expresión. Las palabras de
Jesús llenaron aún más de confianza a la mujer, quien, con gran humildad,
dijo: Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas
que caen de las mesas de sus amos. Reconoció la verdad de su situación,
«confesó que eran señores suyos aquellos a quienes Él había llamado hijos»3.
El mismo San Agustín señala que aquella mujer «fue transformada por la
humildad» y mereció sentarse a la mesa con los hijos4.
Conquistó el corazón de Dios, recibió el don que pedía y una gran alabanza del
Maestro: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó
sanada su hija en aquel instante. Sería seguramente más tarde una de las
primeras mujeres gentiles que abrazaron la fe, y siempre conservaría en su
corazón el agradecimiento y el amor al Señor.
Nosotros,
que nos encontramos lejos de la fe y de la humildad de esta mujer, le pedimos
con fervor al Maestro: «Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso que me
hagas muy humilde.
»El
sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu caridad, endiósame: que
yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento
que deseas... Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al
trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al
anonadamiento del Sagrario.
»—Que
me conozca: que me conozca y que te conozca. Así jamás perderé de vista mi
nada»5. Solo así podré seguirte como Tú quieres y como yo quiero: con
una fe grande, con amor hondo, sin condición alguna.
II. Se
cuenta en la vida de San Antonio Abad que Dios le hizo ver el mundo sembrado de
los lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a los hombres. El
santo, después de esta visión, quedó lleno de espanto, y preguntó: «Señor,
¿quién podrá escapar de tantos lazos?». Y oyó una voz que le contestaba:
«Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria,
mientras los soberbios van cayendo en todas las trampas que el demonio les
tiende; mas a las personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas».
Nosotros,
si queremos servir al Señor, hemos de desear y pedirle con insistencia la
virtud de la humildad. Nos ayudará a desearla de verdad el tener siempre
presente que el pecado capital opuesto, la soberbia, es lo más contrario a la
vocación que hemos recibido del Señor, lo que más daño hace a la vida familiar,
a la amistad, lo que más se opone a la verdadera felicidad... Es el principal
apoyo con que cuenta el demonio en nuestra alma para intentar destruir la obra
que el Espíritu Santo trata incesantemente de edificar.
Con
todo, la virtud de la humildad no consiste solo en rechazar los movimientos de
la soberbia, del egoísmo y del orgullo. De hecho, ni Jesús ni su Santísima
Madre experimentaron movimiento alguno de soberbia y, sin embargo, tuvieron la
virtud de la humildad en grado sumo. La palabra humildad tiene
su origen en la latina humus, tierra; humilde, en su
etimología, significa inclinado hacia la tierra; la virtud de la humildad
consiste en inclinarse delante de Dios y de todo lo que hay de Dios en las
criaturas6. En la práctica, nos lleva a reconocer nuestra inferioridad,
nuestra pequeñez e indigencia ante Dios. Los santos sienten una alegría muy
grande en anonadarse delante de Dios y en reconocer que solo Él es grande, y
que en comparación con la suya todas las grandezas humanas están vacías y no
son sino mentira.
La
humildad se fundamenta en la verdad7,
sobre todo en esta gran verdad: es infinita la distancia entre la criatura y el
Creador. Por eso, frecuentemente hemos de detenernos para tratar de
persuadirnos de que todo lo bueno que hay en nosotros es de Dios, todo el bien
que hacemos ha sido sugerido e impulsado por Él, y nos ha dado la gracia para
llevarlo a cabo. No decimos ni una sola jaculatoria si no es por el impulso y
la gracia del Espíritu Santo8;
lo nuestro es la deficiencia, el pecado, los egoísmos. «Estas miserias son
inferiores a la misma nada, porque son un desorden y reducen a nuestra alma a
un estado de abyección verdaderamente deplorable»9.
La gracia, por el contrario, hace que los mismos ángeles se asombren al
contemplar un alma resplandeciente por este don divino.
La
mujer cananea no se sintió humillada ante la comparación de Jesús, señalándole
la diferencia entre los judíos y los paganos; era humilde y sabía su lugar
frente al pueblo elegido; y porque fue humilde, no tuvo inconveniente en
perseverar a pesar de haber sido aparentemente rechazada, en postrarse ante
Jesús... Por su humildad, su audacia y su perseverancia obtuvo una gracia tan
grande. Nada tiene que ver la humildad con la timidez, la pusilanimidad o con
una vida mediocre y sin aspiraciones. La humildad descubre que todo lo bueno
que existe en nosotros, tanto en el orden de la naturaleza como en el orden de
la gracia, pertenece a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos10;
y tanto don nos mueve al agradecimiento.
III. «A
la pregunta “¿cómo he de llegar a la humildad?”, corresponde la contestación
inmediata: “por la gracia de Dios” (...). Solamente la gracia de Dios puede
darnos la visión clara de nuestra propia condición y la conciencia de su
grandeza que origina la humildad»11.
Por eso hemos de desearla y pedirla incesantemente, convencidos de que con esta
virtud amaremos a Dios y seremos capaces de grandes empresas a pesar de
nuestras flaquezas...
Junto
a la petición, hemos de aceptar las humillaciones, normalmente pequeñas, que
surgen cada día por motivos tan diversos: en la realización del propio trabajo,
en la convivencia con los demás, al notar las flaquezas, al ver las
equivocaciones que cometemos, grandes y pequeñas. De Santo Tomás de Aquino se
cuenta que un día fue corregido por una supuesta falta de gramática mientras
leía; la corrigió según le indicaban. Luego, sus compañeros le preguntaron por
qué la había corregido si él mismo sabía que era correcto el texto tal como lo
había leído. Y el Santo contestó: «Vale más delante de Dios una falta de
gramática, que otra de obediencia y de humildad». Andamos el camino de la
humildad cuando aceptamos las humillaciones, pequeñas o grandes, y cuando
aceptamos los propios defectos procurando luchar en ellos.
Quien
es humilde no necesita demasiadas alabanzas y elogios en su tarea, porque su
esperanza está puesta en el Señor; y Él es, de modo real y verdadero, la fuente
de todos sus bienes y su felicidad: es Él quien da sentido a todo lo que hace.
«Una de las razones por las que los hombres son tan propensos a alabarse, a
sobreestimar su propio valor y sus propios poderes, a resentirse de cualquier
cosa que tienda a rebajarlos en su propia estima o en la de otros, es porque no
ven más esperanza para su felicidad que ellos mismos. Por esto son a menudo tan
susceptibles, tan resentidos cuando son criticados, tan molestos para quien les
contradice, tan insistentes en salirse con la suya, tan ávidos de ser
conocidos, tan ansiosos de alabanza, tan determinados a gobernar su medio
ambiente. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se sujeta a una paja. Y la
vida prosigue, y cada vez están más lejos de la felicidad...»12.
Quien
lucha por ser humilde no busca ni elogios ni alabanzas; y si llegan procura
enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo bien. La humildad se manifiesta
no tanto en el desprecio como en el olvido de sí mismo, reconociendo con
alegría que no tenemos nada que no hayamos recibido, y nos lleva a sentirnos
hijos pequeños de Dios que encuentran toda la firmeza en la mano fuerte de su
Padre.
Aprendemos
a ser humildes meditando la Pasión de Nuestro Señor, considerando su grandeza
ante tanta humillación, el dejarse hacer como cordero llevado al
matadero, según había sido profetizado13,
su humildad en la Sagrada Eucaristía, donde espera que vayamos a verle y
hablarle, dispuesto a ser recibido por quien se acerque al Banquete que cada
día prepara para nosotros, su paciencia ante tantas ofensas... Aprenderemos a
caminar por este sendero si nos fijamos en María, la Esclava del Señor,
la que no tuvo otro deseo que el de hacer la voluntad de Dios. También acudimos
a San José, que empleó su vida en servir a Jesús y a María, llevando a cabo la
tarea que Dios le había encomendado.
1 Mt 15,
21-28. —
2 Cfr. San
Agustín, Sermón 154 A, 4. —
3 ídem, Sermón
60 A, 2-4. —
4 Ibídem.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 273. —
6 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, p. 670. —
7 Santa
Teresa, Las Moradas, VI, 10. —
8 Cfr. 1
Cor 12, 3. —
9 R.
Garrigou-Lagrange, o. c., vol II, p. 674. —
10 Cfr. 1
Cor 1, 4. —
11 E.
Boylan, El amor supremo, vol. II, p. 81. —
12 Ibídem,
p. 82. —
13 Is 53,
7.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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