Francisco Fernández-Carvajal 03 de agosto de 2022
@hablarcondios
— Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo: confesar así la divinidad de Jesucristo.
— Cristo, perfecto Dios, perfecto Hombre.
— Cristo: Camino, Verdad y Vida.
I. Se
encuentra Jesús en Cesarea de Filipo, al Norte, en los confines del territorio
judío, entre una población pagana en su mayoría. Allí preguntó a sus discípulos
con toda confianza: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?1.
Los Apóstoles se hacen eco de las opiniones que existían en torno a Jesús; le
contestaron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que
Jeremías o alguno de los profetas... Muchos de los que le oyen tienen
un concepto alto de Jesús, pero no saben quién es en realidad. El Maestro se
volvió a ellos y ahora, con tono amable, les pregunta: Y vosotros,
¿quién decís que soy yo? Parece exigir a los suyos, a quienes le
siguen muy de cerca, una confesión de fe clara y sin paliativos; ellos no deben
limitarse a seguir una opinión pública superficial y cambiante: deben conocer y
proclamar a Aquel por quien lo han dejado todo para vivir una vida nueva.
Pedro contestó categóricamente: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Es una afirmación clara de su divinidad, como lo confirman las palabras siguientes de Jesús: Bienaventurado eres, Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Pedro debió de sentirse profundamente conmovido por las palabras del Maestro.
También
hay ahora opiniones discordantes y erróneas en torno a Jesús, existe una gran
ignorancia sobre su Persona y su misión. A pesar de veinte siglos de
predicación y de apostolado de la Santa Iglesia, muchas mentes no han
descubierto la verdadera identidad de Jesús, que vive en medio de nosotros y
nos pregunta: Vosotros, ¿quién decís que soy yo? Nosotros,
ayudados por la gracia de Dios, que nunca falta, hemos de proclamar con
firmeza, con la firmeza sobrenatural de la fe: Tú eres, Señor, mi Dios y mi
Rey, perfecto Dios y Hombre perfecto, «centro del cosmos y de la historia»2,
centro de mi vida y razón de ser de todas mis obras.
En los
duros momentos de la Pasión, cuando está a punto de culminar su misión en la
tierra, el Sumo Sacerdote preguntará a Jesús: ¿Eres tú el Mesías, el
Hijo del Bendito? Y Jesús declarará: Yo soy, y veréis al Hijo
del Hombre sentado a la diestra del Padre, y venir sobre las nubes del cielo3.
En esta respuesta, no solo da testimonio de ser el Mesías esperado, sino que
aclara la trascendencia divina de su mesianismo, al aplicarse a Sí mismo la
profecía del Hijo del Hombre del Profeta Daniel4.
El Señor utiliza para aquellos oyentes las palabras más fuertes de todas las
expresiones bíblicas para declarar la divinidad de su Persona. Entonces le
condenaron por blasfemo.
Solo
la claridad de la fe sobrenatural nos hace conocer que Jesucristo es
infinitamente superior a toda criatura: es el «Hijo único de Dios, nacido del
Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de
Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por
quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación
bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y
se hizo hombre...»5.
Salió del Padre6, pero sigue estando en plena comunión con Él, pues tiene
idéntica naturaleza divina. Junto con el Padre, será Quien envíe al Espíritu
Santo7, el cual tomará de lo que Él guarda, pues tiene y posee como
propio cuanto es del Padre8.
Se
presenta como supremo Legislador: Antes fue dicho a los antiguos...
Pero Yo ahora os digo9.
En la Antigua Ley se decía: Así habla Yahvé, pero Jesús no
transmite ni promulga en nombre de nadie: Yo os digo... En su
propio nombre imparte una enseñanza divina y señala unos preceptos que afectan
a lo más esencial del hombre. Ejerce el poder de perdonar los pecados,
cualquier pecado10,
poder que, como todo judío sabe, es propio y exclusivo de Dios. Y no solo
absuelve personalmente, sino que da el poder de las llaves, el poder de regir y
de perdonar, a Pedro y a los Doce Apóstoles, y a sus sucesores11.
Promete sentarse al fin del mundo como único juez de vivos y muertos12.
Nadie se arrogó nunca tales atribuciones.
Jesús
exigió –exige– a sus discípulos una fe inquebrantable en su Persona, hasta
tomar la cruz sobre sus espaldas: el que no toma su cruz y me sigue, no
es digno de Mí13; lo
que pide para su Padre celestial lo exige también para sí mismo: una fe sin
fisuras, un amor sin medida14.
Nosotros,
que queremos seguirle muy de cerca, cuando estamos delante del Sagrario le
decimos también, como Pedro: Señor, Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios
vivo. Verdaderamente, «el que halla a Jesús, halla un tesoro bueno, y de
verdad bueno sobre todo bien. Y el que pierde a Jesús pierde muy mucho y más
que todo el mundo. Paupérrimo el que vive sin Jesús y riquísimo el que está con
Jesús»15. No le dejemos jamás nosotros; afiancemos nuestro amor con
muchos actos de fe, con la valentía de dar a conocer en cualquier ambiente
nuestra fe y nuestro amor a Cristo vivo.
II. Al
cabo de tanto tiempo, Jesús sigue siendo para muchos, que aún no tienen el don
sobrenatural de la fe o viven apoltronados en la tibieza, una figura
desdibujada, inconcreta. Como respondieron los Apóstoles a Jesús aquel día en
Cesarea de Filipo, también nosotros podíamos decirle: unos dicen que fuiste un
hombre de grandes ideales, otros... Verdaderamente, siguen siendo actuales las
palabras del Bautista: En medio de vosotros está uno a quien no
conocéis16.
Solo
el don divino de la fe nos hace proclamar a una con el Magisterio de la
Iglesia: «Creemos en Nuestro Señor Jesucristo, que es el Hijo de Dios. Él es el
Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al
Padre...»17. Creemos que en Jesucristo existen dos naturalezas: una
divina y otra humana, distintas e inseparables, y una única Persona, la Segunda
de la Trinidad Beatísima, que es increada y eterna, que se encarnó por obra del
Espíritu Santo en el seno purísimo de María. Nace en la mayor indigencia,
aclamado por ángeles del Cielo; padece hambre y sed; se cansa y tiene que
recostarse en ocasiones sobre una piedra o sobre el brocal de un pozo; se queda
dormido mientras navega con aquellos pescadores, ¡tan rendido se encuentra!;
llora junto al sepulcro de su amigo Lázaro; tiene miedo y pavor a la muerte
antes de padecer los ultrajes de la crucifixión.
Jesús
es también Hombre perfecto. Y esta Humanidad Santísima de Jesús, igual a la
nuestra en todo menos en el pecado, se nos ha hecho camino hacia el Padre. Él
vive hoy –¿por qué buscáis al que vive entre los muertos?18–
y sigue siendo el mismo. «Iesus Christus heri, et hodie, ipse et in
saecula (Hebr 13, 8). ¡Cuánto me gusta recordarlo!:
Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le
buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. Somos los hombres
los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual,
porque miramos con ojos cansados o turbios»19;
con una mirada poco penetrante porque nos falta amor.
III. La
vida cristiana consiste en amar a Cristo, en imitarle, en servirle... Y el
corazón tiene un lugar importante en este seguimiento. De tal manera es así que
cuando por tibieza o por una oculta soberbia se descuida la piedad, el trato de
amistad con Jesús, es imposible ir adelante. Seguir a Cristo de cerca es ser
sus amigos. Y esa unión amistosa conduce a poner en práctica hasta el menor de
sus preceptos; es un amor con obras. San Agustín, después de tantos intentos
vanos por seguir al Señor, nos cuenta su experiencia: «andaba buscando la
fuerza idónea para gozar de Vos y no la hallaba, hasta que hube abrazado al
Mediador entre Dios y los hombres: el Hombre Cristo Jesús, que es sobre todas
las cosas bendito por los siglos, que nos llama y nos dice: Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6)»20.
¡Amar al Hombre Cristo Jesús!
Jesucristo
es el único Camino. Nadie puede ir al Padre sino por Él21.
Solo por Él, con Él y en Él podremos alcanzar nuestro destino sobrenatural. La
Iglesia nos lo recuerda todos los días en la Santa Misa: Por Cristo,
con Él y en Él, a Ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria... Únicamente a través de Cristo, su Hijo muy
amado, acepta el Padre nuestro amor y nuestro homenaje.
Cristo
es también la Verdad. La verdad absoluta y total, Sabiduría
increada, que se nos revela en su Humanidad Santísima. Sin Cristo, nuestra vida
es una gran mentira.
Narra
el Antiguo Testamento que Moisés, por mandato de Dios, levantó su mano
y golpeó por dos veces la roca, y brotó agua tan abundante que bebió
todo aquel pueblo sediento22.
Aquel agua era figura de la Vida que sale a torrentes de Cristo y que saltará
hasta la vida eterna23.
Y es nuestra Vida: porque nos mereció la gracia, vida sobrenatural
del alma; porque esa vida brota de Él, de modo especial en los sacramentos; y
porque nos la comunica a nosotros. Toda la gracia que poseemos, la de toda la
humanidad caída y reparada, es gracia de Dios a través de Cristo. Esta gracia
se nos comunica a nosotros de muchas maneras; pero el manantial es único: el
mismo Cristo, su Humanidad Santísima unida a la Persona del Verbo, la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad.
Cuando
el Señor nos pregunte en la intimidad de nuestro corazón: «y tú, ¿quién dices
que soy Yo?», que sepamos responderle con la fe de Pedro: Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Camino, la Verdad y la Vida... Aquel
sin el cual mi vida está completamente perdida.
1 Mt 16,
13-23. —
2 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 1. —
3 Mc 14,
61-62. —
4 Cfr. Dan 7,
13-14. —
5 Misal
Romano, Credo niceno-constantinopolitano. —
6 Cfr. Jn 8,
42. —
7 Cfr. Jn 15,
26. —
8 Cfr. Jn 16,
11-15. —
9 Mt 5,
21-48. —
10 Cfr. Mt 11,
28. —
11 Cfr. Mt 18,
18. —
12 Cfr.
Mc 15, 62. —
13 Mt 18,
32. —
14 Cfr. K.
Adams, Jesucristo, p. 171. —
15 T.
Kempis, Imitación de Cristo, II, 8, 2. —
16 Jn 1,
26. —
17 Pablo
VI, Credo del Pueblo de Dios, 30-VI-1968. —
18 Cfr. Lc 24,
5. —
19 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 127. —
20 San
Agustín, Confesiones, 7, 18. —
21 Cfr. Jn 14,
6. —
22 Cfr. Primera
lectura. Año I. Num 20, 1-13. —
23 Cfr. Jn 4,
14; 7, 38.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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