Francisco Fernández-Carvajal 30 de junio de 2023
@hablarcondios
— Ejemplares en medio del mundo.
— Actitud ante las contradicciones.
— Apostolado en toda circunstancia.
I. La
fe cristiana llegó muy pronto a Roma, centro en aquellos momentos del mundo
civilizado; quizá los primeros cristianos de la capital del Imperio fueron
judíos conversos que habían conocido la fe en el mismo Jerusalén o en otras
ciudades del Asia Menor evangelizadas por San Pablo. La fe se transmitía de
amigo a amigo, entre colegas que tenían la misma profesión, entre los
parientes... La llegada de San Pedro, hacia el año 43, significó el
fortalecimiento definitivo de la pequeña comunidad romana. A través de Roma, la
religión se difundió a muchos lugares del Imperio. La paz interior que se
gozaba entonces, la mejora de las comunicaciones, que facilitaba los viajes y
la rápida transmisión de ideas y noticias, favoreció la extensión del
Cristianismo. Las calzadas romanas, que, partiendo de la Urbe, llegaban hasta
los más remotos confines del Imperio, y las naves comerciales que cruzaban
regularmente las aguas del Mediterráneo fueron vehículos de difusión de la
novedad cristiana por toda la extensión del mundo romano1.
Es difícil describir el proceso de cada persona que se convertía al Cristianismo en aquella Roma del siglo i, como lo sigue siendo ahora, pues cada conversión es siempre un milagro de la gracia y de la correspondencia personal. Influencia decisiva fue sin duda la ejemplaridad cristiana –el bonus odor Cristi2–, que se reflejaba en el modo de trabajar, en la alegría, en la caridad y en la comprensión con todos, en la austeridad de vida y en la simpatía humana... Son hombres y mujeres que, en medio de sus quehaceres diarios, tratan de vivir plenamente su fe. Abarcan todos los estratos de la sociedad: «joven era Daniel; José, esclavo; Aquila ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una prisión; otro, centurión, como Cornelio, otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era un esclavo fugitivo, como Onésimo; y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos»3.
De la
caridad y de la hospitalidad de los cristianos romanos nos han dejado un
precioso testimonio los Hechos de los Apóstoles, al relatar la
acogida que hicieron a Pablo cuando este llegó prisionero a Roma. Los
hermanos -dice San Lucas-, al enterarse de nuestra llegada,
vinieron desde allí a nuestro encuentro hasta el Foro Apio y Tres Tabernas. Al
verlos, Pablo dio gracias a Dios y cobró ánimos4.
Pablo se sintió confortado por estas muestras de caridad fraterna.
Los
primeros cristianos no abandonaban sus quehaceres profesionales o sociales
(esto lo harán algunos, por una llamada concreta de Dios, pasados algo más de
dos siglos), y se consideraban parte constituyente de ese mundo, del que se
sentían sal y luz, con sus vidas y con sus palabras: «lo que es el
alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»5,
resumía un escritor de los primeros tiempos.
Nosotros
podemos examinar hoy si, como aquellos primeros, somos también ejemplares,
hasta tal punto que de hecho movamos a otros a acercarse más a Cristo: en la sobriedad,
en los gastos, en la alegría, en el trabajo bien hecho, en el cumplimiento fiel
de la palabra dada, en el modo de vivir la justicia con la empresa, con los
subordinados y compañeros, en el ejercicio de las obras de misericordia, en que
nunca hablamos mal de nadie...
II. Los
primeros cristianos encontraron, en ocasiones, graves obstáculos e
incomprensiones, que en no pocos casos les llevaron a la muerte por defender su
fe en el Maestro. Hoy celebramos el testimonio de los primeros mártires
romanos, ocurrida a raíz del incendio de Roma del año 646.
Esta catástrofe desencadenó la primera gran persecución. A San Pedro y San
Pablo, cuya fiesta celebramos ayer, «se les agregó una gran multitud de
elegidos que, padeciendo muchos suplicios y tormentos por envidia, fueron el
mejor modelo entre nosotros»7,
leemos en un testimonio vivo de los primeros escritos cristianos.
Los
obstáculos e incomprensiones con que se encontraban quienes se convertían a la
fe no siempre les llevaron al martirio, pero con frecuencia experimentaron en
sus vidas las palabras del Espíritu Santo que recoge la Escritura: Y
todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecución8.
A veces, esas actitudes enfrentadas de los paganos contra los seguidores de
Jesús provenían de que aquellos no podían soportar la lozanía y resplandor de
la vida cristiana. Otras veces, quienes habían recibido la fe tenían el deber
de abstenerse de las manifestaciones religiosas tradicionales, estrechamente
ligadas a la vida pública, y consideradas incluso como exponentes de fidelidad
cívica a Roma y al emperador. En consecuencia, los paganos que abrazaban el
Cristianismo se exponían a sufrir incomprensiones y calumnias «por no ser como
los demás».
Es más
que probable que el Señor no nos pida derramar la sangre por confesar la fe
cristiana; aunque, si esto lo permitiera Dios, le pediríamos su gracia para dar
la vida en testimonio de nuestro amor a Él. Pero sí encontraremos, de una forma
u otra, la contrariedad en formas muy diferentes, pues «estar con Jesús es,
seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios,
es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones,
las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque
quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen
locos y que nos tomen por necios (...). Así esculpe Jesús las almas de los
suyos, sin dejar de darles interiormente serenidad y gozo»9.
Las
calumnias, el ver quizá que se nos cierran puertas en lo profesional, amigos o
compañeros que vuelven la espalda, palabras despectivas o irónicas..., si el
Señor permite que lleguen, nos han de servir para vivir la caridad de modo más
heroico con aquellos mismos que no nos aprecian, quizá por ignorancia. Actitud
siempre compatible con la defensa justa, cuando sea necesaria, sobre todo
cuando se han de evitar escándalos o daños a terceros. Estas situaciones nos
ayudarán mucho a purificar los propios pecados y faltas y a reparar por los
ajenos, y, en definitiva, a crecer en las virtudes y en el amor al Señor. Dios
quiere a veces limpiarnos como se limpia al oro en el crisol. «El fuego limpia
el oro de su escoria, haciéndolo más auténtico y más preciado. Lo mismo hace
Dios con el siervo bueno que espera y se mantiene constante en medio de la
tribulación»10.
Si nos
llegan contrariedades y molestias por seguir de cerca a Jesús, hemos de estar
especialmente alegres y dar gracias al Señor, que nos hace dignos de padecer
algo por Él, como hicieron los Apóstoles. Ellos salían gozosos de la
presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del
nombre de Jesús11.
Los Apóstoles recordarían sin duda las palabras del Maestro, como las meditamos
nosotros en esta fiesta de los santos mártires romanos de la primera
generación: Bienaventurados seréis cuando os injurien y os calumnien de
cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa
será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os
precedieron12.
III. A
pesar de las calumnias burdas, de las infamias, de las persecuciones abiertas,
nuestros primeros hermanos en la fe no dejaron de hacer un proselitismo eficaz,
dando a conocer a Cristo, el tesoro que ellos habían tenido la suerte de
encontrar. Es más, su comportamiento sereno y alegre ante la contradicción, y
ante la misma muerte, fue la causa de que muchos encontraran al Maestro.
La
sangre de los mártires fue semilla de cristianos13.
La misma comunidad romana, después de tantos hombres, mujeres y niños como
dieron su vida en esta gran persecución, siguió adelante más fortalecida. Años
más tarde escribía Tertuliano: «Somos de ayer y ya hemos llenado el orbe y
todas vuestras cosas: las ciudades, las islas, los poblados, las villas, las
aldeas, el ejército, el palacio, el senado, el foro. A vosotros solo hemos
dejado los templos...»14.
En
nuestro propio ámbito, en las actuales circunstancias, si sufrimos alguna
contradicción, quizá pequeña, por permanecer firmes en la fe, hemos de entender
que de aquello resultará un gran bien para todos. Es entonces, con serenidad,
cuando más hemos de hablar de la maravilla de la fe, del inmenso don de los
sacramentos, de la belleza y de los frutos de la santa pureza bien vivida.
Hemos de entender que hemos elegido «la parte ganadora» en este combate de la
vida, y también en la otra que nos espera un poco más adelante. Nada es
comparable a estar cerca de Cristo. Aunque no tuviéramos nada, y nos llegaran
las enfermedades más dolorosas o las calumnias más viles, teniendo a Jesús lo
tenemos todo. Y esto se ha de notar hasta en el porte externo, en el sentido y
en la conciencia de ser en todo momento, también en esas circunstancias,
la sal de la tierra y la luz del mundo, como nos
dijo el Maestro.
San
Justino, refiriéndose a los filósofos de su tiempo, afirmaba con verdad que
«cuanto de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos,
porque nosotros adoramos y amamos, después de Dios, al Verbo, que procede del
mismo Dios ingénito e inefable; pues Él, por amor nuestro, se hizo hombre para
participar de nuestros sufrimientos y curarnos»15.
Con la
liturgia de la Misa, pedimos hoy: Señor, Dios nuestro, que santificaste
los comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires,
concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza y
la santa alegría de la victoria16 en
este mundo nuestro que hemos de llevar hasta Ti.
*Después
de Jerusalén y de Antioquía, Roma fue el núcleo cristiano primitivo más
importante. Muchos cristianos provenían de la colonia judía existente en Roma;
los más, llegaron del paganismo.
*Hoy se
conmemora a los cristianos que sufrieron la primera persecución contra la
Iglesia bajo el emperador Nerón, después del incendio de Roma en el año 64.
1 Cfr. J.
Orlandis, Historia de la Iglesia, Palabra, 3ª ed., Madrid
1977, vol. I. p. 11 ss. —
2 2
Cor 2, 15. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 43, 5. —
4 Hech 28,
15. —
5 Epístola
a Diogneto, 6, 1. —
6 Cfr. Tácito, Annales 15,
44. —
7 San
Clemente Romano, Carta a los Corintios, 5. —
8 2
Tim 3, 12. —
9 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 301. —
10 San
Jerónimo Emiliano, Homilía a sus hermanos de religión,
21-VI-1535. —
11 Hech 5,
41. —
12 Mt 5,
11-12. —
13 Cfr. Tertuliano, Apologético,
50. —
14 Ibídem,
37. —
15 San
Justino, Apología, 11, 13. —
16 Misal
Romano, Oración colecta de la Misa del día.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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