Francisco Fernández-Carvajal 28 de junio de 2023
@hablarcondios
— El Señor elige a los suyos.
— Llamada de Dios y vocación apostólica.
— El apostolado, una tarea sacrificada y
alegre.
I. ¿Qué
he de hacer, Señor?1,
preguntó San Pablo en el momento de su conversión. Le respondió Jesús: Levántate,
entra en Damasco y allí se te dirá lo que has de hacer. El perseguidor,
transformado por la gracia, recibirá la instrucción cristiana y el Bautismo por
medio de un hombre –Ananías–, según las vías ordinarias de la Providencia. Y
enseguida, teniendo a Cristo como lo verdaderamente importante de su vida, se
dedicará con todas sus fuerzas a dar a conocer la Buena Nueva, sin que le
importen los peligros, las tribulaciones y sufrimientos y los aparentes
fracasos. Sabe que es el instrumento elegido para llevar el Evangelio a muchas
gentes: Aquel que me escogió desde el seno materno y me llamó a su
gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los
gentiles...2,
leemos en la Segunda lectura de la Misa.
San Agustín afirma que el celo apasionado anterior a su encuentro con Cristo era como una selva impracticable que, siendo un gran obstáculo, era sin embargo el indicio de la fecundidad del suelo. Luego, el Señor sembró allí la semilla del Evangelio y los frutos fueron incontables3. Lo que sucedió con Pablo puede ocurrir con cada hombre, aunque hayan sido muy graves sus faltas. Es la acción misteriosa de la gracia, que no cambia la naturaleza sino que la sana y purifica, y luego la eleva y la perfecciona.
San
Pablo está convencido de que Dios contaba con él desde el mismo momento de su
concepción, desde el seno materno, repite en diversas ocasiones. En
la Sagrada Escritura encontramos cómo Dios elige a sus enviados incluso antes
de nacer4; se pone así de manifiesto que la iniciativa es de Dios y
antecede a cualquier mérito personal. El Apóstol lo señala expresamente: Nos
eligió antes de la constitución del mundo5,
declara a los primeros cristianos de Éfeso. Nos llamó con vocación
santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio6,
concreta aún más a Timoteo.
La
vocación es un don divino que Dios ha preparado desde la eternidad. Por eso,
cuando el Señor se le manifestó en Damasco, Pablo no pidió consejo «a la carne
y a la sangre», no consultó a ningún hombre, porque tenía la
seguridad de que Dios mismo le había llamado. No atendió a los consejos de
la prudencia carnal, sino que fue plenamente generoso con el Señor.
Su entrega fue inmediata, total y sin condiciones. Los Apóstoles, cuando
escucharon la invitación de Jesús, también dejaron las redes al
instante7 y, relictis omnibus, abandonadas todas las
cosas8, se fueron tras el Maestro. Saulo, antiguo perseguidor de los
cristianos, sigue ahora al Señor con toda prontitud.
Todos
nosotros hemos recibido, de diversos modos, una llamada concreta para servir al
Señor. Y a lo largo de la vida nos llegan nuevas invitaciones a seguirle en
nuestras propias circunstancias, y es preciso ser generosos con el Señor en
cada nuevo encuentro. Hemos de saber preguntar a Jesús en la intimidad de la
oración, como San Pablo: ¿qué he de hacer, Señor?, ¿qué quieres que deje por
Ti?, ¿en qué deseas que mejore? En este momento de mi vida, ¿qué puedo hacer
por Ti?
II. Dios
llamó a San Pablo con signos muy extraordinarios, pero el efecto que produjo en
él es el mismo que ocasiona la llamada específica que Dios hace a muchos para
que le sigan en medio de sus tareas seculares. A todos los cristianos llama el
Señor a la santidad y al apostolado; se trata de una vocación exigente, en
muchos casos heroica, pues el Señor no quiere seguidores tibios, discípulos de
segunda fila. Pero a algunos, permaneciendo en sus propios quehaceres del
mundo, Cristo les llama a una particular entrega para extender su reinado entre
todos los hombres. Y cada uno, respondiendo a la vocación específica a la que
ha sido llamado, si quiere ser discípulo del Maestro, ha de tener un sentido
apostólico de la vida que le llevará a no dejar ninguna oportunidad de acercar
a otros a Cristo, que es, a la vez, llevarlos a la alegría, a la paz, a la
plenitud.
El
apostolado fue en Pablo, y lo es en cada cristiano que vive su vocación, parte
de su vida o, mejor, su vida misma; el trabajo se convierte en apostolado, en
deseos de dar a conocer a Cristo, y lo mismo el dolor o el tiempo de
descanso..., y a la vez este celo apostólico es el alimento imprescindible del
trato con Jesucristo. Conocer al Señor con intimidad lleva forzosamente a
comunicar este hallazgo: es la «señal cierta de tu entregamiento»9.
Cuando seguir a Cristo es una realidad, llega «la necesidad de expandirse, de
hacer, de dar, de hablar, de transmitir a los demás el propio tesoro, el propio
fuego (...). El apostolado se convierte en expansión continua de un alma, en
exuberancia de una personalidad poseída de Cristo y animada por su Espíritu; se
siente la urgencia de correr, de trabajar, de intentar todo lo posible para la
difusión del reino de Dios, para la salvación de los otros, de todos»10. ¡Ay
de mí si no evangelizara!11,
exclama el Apóstol.
Cuando
llevamos la Buena Nueva a otros estamos cumpliendo el mandato que Cristo nos ha
dado: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura12.
Además, la vida interior queda enriquecida, como la planta que recibe el agua
necesaria en el momento oportuno. San Pablo nos da hoy ejemplo y nos ayuda a
hacer examen de ese interés vivo que tenemos para acercar a los demás un poco
más a Dios. Identificado con Cristo –el descubrimiento supremo de su vida–, que no
vino a ser servido sino a servir y dar su vida en redención por muchos13,
el Apóstol se hace siervo de todos para ganar a los más que pueda. Con
los judíos -les dice a los de Corinto- me hice judío, para
ganar a los judíos... Me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles.
Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos14.
Hoy
nosotros le pedimos un corazón grande como el suyo, para pasar por encima de
las pequeñas humillaciones o de los aparentes fracasos que todo apostolado
lleva consigo. Y le decimos a Jesús que estamos dispuestos a convivir con
todos, a ofrecer a todos la posibilidad de conocer a Cristo, sin tener
demasiado en cuenta los sacrificios y molestias que nos pueda acarrear.
III. San
Pablo exhorta a Timoteo y a todos nosotros a hablar de Dios opportune
et importune15,
con ocasión y sin ella; es decir, también cuando las circunstancias sean
adversas. Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina,
sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el
oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos16.
Parece como si el Apóstol estuviera presente en nuestros tiempos. Pero
tú -señala a Timoteo, y en él a cada cristiano- sé sobrio en
todo, sé recio en el sufrimiento, esfuérzate en la propagación del Evangelio,
cumple perfectamente tu ministerio17.
Los sacerdotes lo harán principalmente con la predicación de la palabra de
Dios, con el ejemplo personal, con su caridad, con los consejos en el
sacramento de la Penitencia. Los seglares –la inmensa mayoría del Pueblo de
Dios–, ordinariamente a través de la amistad, con el consejo amable, con la
conversación a solas con el amigo que parece que se aleja del Señor o con el
que nunca estuvo cerca de Él... Y esto a la salida de la Facultad o del
trabajo, en el mismo lugar donde se pasa el verano... Los padres con los
hijos..., aprovechando el mejor momento o creando la ocasión...
Juan
Pablo II alentaba a los jóvenes –y todo cristiano que tiene a Cristo permanece
siempre joven en su corazón– a un apostolado vivo, directo y alegre: «Sed
profundamente amigos de Jesús y llevad a la familia, a la escuela, al barrio,
el ejemplo de vuestra vida cristiana, limpia y alegre. Sed siempre jóvenes
cristianos, verdaderos testigos de la doctrina de Cristo. Más aún, sed
portadores de Cristo en esta sociedad perturbada, hoy más que nunca necesitada
de Él. Anunciad a todos con vuestra vida que solo Cristo es la verdadera
salvación de la humanidad»18.
Hemos
de pedir hoy a San Pablo saber convertir en oportuna cualquier
situación que se nos presente. Incluso «quienes viajan por motivo de obras
internacionales, de negocios o de descanso, no olviden que son en todas partes
heraldos itinerantes de Cristo y que deben portarse como tales con sinceridad»19,
con la sinceridad que expresa un alma que ha constituido a Cristo como eje
sobre el cual se organizan todos los demás asuntos de su vida. Hasta los niños
–¡qué buenos instrumentos del Espíritu Santo pueden ser!– tienen su propia
actividad apostólica, según señala el Concilio Vaticano II, pues «según su
capacidad, son testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros»20.
Es
sorprendente, dichosamente sorprendente, la infatigable labor apostólica del
Apóstol. Y quien verdaderamente ama a Cristo sentirá la necesidad de darlo a
conocer, pues –como dice Santo Tomás de Aquino– lo que admiran mucho los
hombres lo divulgan luego, porque de la abundancia del corazón habla la boca21.
Pidamos
a Nuestra Señora –Regina Apostolorum– que cada vez comprendamos mejor
que el apostolado es una tarea alegre, aunque sea sacrificada, y la gran
responsabilidad que tenemos respecto a todos los hombres, y particularmente con
los que cada día nos relacionamos.
1 Hech 22,
10. —
2 Gal 1,
15-16. —
3 Cfr. San
Agustín, Contra Fausto, 22, 70. —
4 Cfr. Jer 1,
5; Is 49, 1-5; etc. —
5 Ef 1,
4. —
6 2
Tim 1, 9.—
7 Mt 4,
20-22; Mc 1, 18. —
8 Lc 5,
11. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 810. —
10 Pablo
VI, Homilía 14-X-1968. —
11 Cfr. 1
Cor 9, 16. —
12 Mc 16,
15. —
13 Mt 20,
28. —
14 Cfr. 1
Cor 9, 19-22. —
15 2
Tim 4, 2. —
16 2
Tim 4, 34. —
17 2
Tim 4, 5. —
18 Juan
Pablo II, Homilía 3-XII-1978. —
19 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 14. —
20 Ibídem,
12. —
21 Cfr. Santo
Tomás, en Catena Aurea, vol. IV, p. 37.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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