ELÍAS PINO ITURRIETA 25 de junio de 2023
@eliaspino
“Debido a la desaparición de los
equilibrios que la hicieron larga y provechosa, la historia abocetada corre el
riesgo de la muerte. Es un proceso esencial, de hechura venezolana, que marcha
hacia el cementerio. De allí la necesidad de ofrecer este artículo y de
anunciar el que viene, sobre el chavismo convertido en pagoda populachera y
sobre los liderazgos evangélicos que aspiran al control del poder”.
En Venezuela, el único cura belicoso que pretendió convertirse en líder de masas y en comandante de huestes salió con las tablas en la cabeza. Hablamos del canónigo Antonio José de Sucre, quien sonó los tambores de la guerra civil contra Antonio Guzmán Blanco y contra los liberales pecaminosos mientras alzaba la imagen de la Virgen del Rosario en un campo desolado. Los fieles, que teóricamente eran miles, no lo apoyaron en la cruzada. Apenas aparecieron unos doscientos soldados, un abanderado y un corneta. Muy guapo y muy ardoroso y muy pariente del Mariscal de Ayacucho, pero el joven Antoñito tuvo que marcar la milla debido a su desconocimiento de una evolución política en la cual la Iglesia católica había sido condenada a un perfil irremediablemente bajo en los negocios públicos.
En el
nacimiento del estado nacional, después de la desmembración de Colombia, se
asentaron los fundamentos de una administración laica llamada a permanecer.
Después de memorables debates sobre la necesidad de limitar la influencia
eclesiástica en asuntos terrenales, especialmente en el control de la
economía, el laicismo se convirtió en pilar de la convivencia y la libertad de
cultos formó parte de los códigos. Las protestas de los obispos de Caracas y
Mérida apenas llamaron entonces la atención, mientras la mayoría de sus subalternos
se acoplaba a una modernidad incómoda en la cual debían aclimatarse. Solo
algunas sotanas aguerridas se levantaron para protestar contra la eliminación
del fuero religioso, durante la administración de José María Vargas, pero
toparon con la lanza de José Antonio Páez. Ya Páez había eliminado los
diezmos correspondientes a los curatos, es decir, preparaba el camino para el
control de la Iglesia que llegó a su apogeo durante el guzmancismo sin
encontrar oposiciones que tocaran tierra.
“Y
siempre partiendo de un precepto fundamental: no invadir el campo que, desde la
fundación de la República, corresponde al poder civil y a las fuerzas políticas
que giran a su alrededor”
El
establecimiento del laicismo formó parte del ideario colombiano y se hizo
fuerte cuando crecieron los movimientos secesionistas contra el poder
controlado por Simón Bolívar desde Bogotá, pero adquirió
consistencia por la debilidad del culto mayoritario después de las guerras. La
Independencia quebrantó el poder de la catolicidad, como explica el
historiador José Virtuoso, para dar paso a un período de tortuosa
supervivencia que le impidió recobrar el poder adquirido en el período
colonial. La Iglesia católica no solo pierde entonces figuras eminentes,
prelados de influencia, sino también la fuerza económica que detentaba y los
recursos para la reconstrucción de los seminarios convertidos en escombros. Sin
la potencia material del pasado y sin los medios para la creación de una nueva
generación de intelectuales formada en sus claustros, debe esperar al siglo XX
para ocupar puesto principal en la sociedad. Pero no hace la vigilia en plaza
céntrica, sino en el lugar periférico que le dio la centuria que terminaba.
La
diminución del poder hizo que la Iglesia católica pasara agachada frente a numerosas
tropelías de los mandones en períodos como el monaguismo y el guzmancismo, pero
sin olvidar el llamado de su misión. La debilidad la volvió cómplice silenciosa
de las dictaduras de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, que solo
fueron laicas cuando les convino y que no podían vivir sin amigable sacristía
pero que, tal vez sin darse cuenta, permitieron que la histórica institución se
reconstruyera para llegar a la luz de nuestros días. Con el retorno de los
jesuitas a Venezuela durante el gomecismo, expulsados desde la época de Carlos
III y condenados otra vez por el mandarinato de don José Tadeo Monagas, a
través de la reforma de la enseñanza clerical, a la creación de centros
docentes modernos y disciplinados, hechos para formar vanguardias de la vida
pública; y a la aparición de impresos sobre temas de actualidad, cada vez más
consistentes y más relacionados con la flamante posición de Roma frente a las
injusticias sociales, renace la institución sin estorbar el imperio de la
república laica. Sin ir de frente contra el posgomecismo o contra Tarugo, por
ejemplo, pero aprovechando la ruta que ofrecen para volver a situaciones de
protagonismo como las que conocemos en nuestros días. Y siempre partiendo de un
precepto fundamental: no invadir el campo que, desde la fundación de la
República, corresponde al poder civil y a las fuerzas políticas que giran a su
alrededor.
Debido
a la desaparición de los equilibrios que la hicieron larga y provechosa, la
historia abocetada corre el riesgo de la muerte. Es un proceso esencial, de
hechura venezolana, que marcha hacia el cementerio. De allí la necesidad de
ofrecer este artículo y de anunciar el que viene, sobre el chavismo convertido
en pagoda populachera y sobre los liderazgos evangélicos que aspiran al control
del poder. Esto es, sobre situaciones que nos llevarían a negaciones
históricas que no se deben subestimar, como hizo un fogoso canónigo que no
supo calcular sus pasos cuando cambió el devocionario por la espada.
ELÍAS
PINO ITURRIETA
@eliaspino
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