Francisco Fernández-Carvajal 24 de junio de 2023
@hablarcondios
— Valentía en la vida corriente.
— Nuestra fortaleza se fundamenta en la
conciencia de nuestra filiación divina.
— Valentía y confianza en Dios en las
grandes pruebas y en lo pequeño de la vida corriente.
I. Nos pide el Señor en el Evangelio de la Misa1 que vivamos sin miedo, como hijos de Dios. En ocasiones nos encontramos con gentes angustiadas y atemorizadas por las dificultades de la vida, por acontecimientos adversos y por obstáculos que se agrandan cuando solo se cuenta con las fuerzas humanas para salir adelante. Con frecuencia vemos también a cristianos que parecen atenazados por un miedo vergonzoso para hablar claro de Dios, para decir que no a la mentira, para mostrar, cuando sea necesario, su condición de fieles discípulos de Cristo; se teme al qué dirán, al comentario desfavorable, a ir contracorriente, a llamar la atención... Y ¿cómo no va a llamar la atención un discípulo de Cristo en ambientes de costumbres paganizadas, en los que los valores económicos son a menudo los supremos valores?
Jesús
nos dice que no nos preocupemos demasiado por la calumnia y la murmuración, si
estas llegan. No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay oculto
que no vaya a ser descubierto, ni secreto que no llegue a saberse. ¡Qué
pena si más tarde se descubriera que tuvimos miedo de proclamar a los cuatro
vientos la verdad que el Señor nos había confiado!: Lo que os digo en
la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo que escuchasteis al oído, pregonadlo
desde los terrados. Si alguna vez callamos debe ser porque en ese
momento lo oportuno es callar, por prudencia sobrenatural, por caridad; nunca
por temor o por cobardía. No somos los cristianos amigos de la oscuridad y de
los rincones, sino de la luz, de la claridad en la vida y en la palabra.
Vivimos unos tiempos en los que se hace más necesario proclamar la verdad sin
ambigüedades, porque la mentira y la confusión están perdiendo a muchas almas.
La sana doctrina, las normas morales, la rectitud de conciencia en el ejercicio
de la profesión o a la hora de vivir las exigencias del matrimonio, el sentido
común... gozan algunas veces de menos prestigio, por absurdo que parezca, que
una doctrina chocante y errada, a la que se califica de «valiente» o se la tiñe
de un color de progreso...
No
tengamos miedo a perder el brillo de un prestigio solo aparente, o a sufrir la
murmuración, y alguna vez la calumnia, por no ir con la corriente o la moda del
momento. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me
pondré de su parte ante mi Padre del Cielo, nos dice el Señor. Y compensa
con creces las incomprensiones que podamos sufrir al vivir con valentía y
audacia santa en medio de un mundo que en muchas ocasiones se encuentra
incapacitado para entender otros valores que no sean los puramente materiales.
Considero -dice
San Pablo- que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables
con la gloria que se ha de manifestar en nosotros2.
«Por tanto –comenta San Cipriano–, ¿quién no va a esforzarse por lograr tan
gran gloria, por hacerse amigo de Dios, por gozar enseguida con Cristo, por
recibir los premios divinos tras los tormentos y suplicios de la tierra? Si es
una gloria para los soldados de este mundo volver triunfantes a su patria
después de abatir al enemigo, ¿cuánta mayor y plausible gloria será, una vez
vencido el diablo, volver triunfantes al Cielo (...); llevar allá los trofeos
victoriosos (...); sentarse al lado de Dios cuando venga a juzgar, ser
coheredero con Cristo, equipararse a los ángeles y disfrutar con los
Patriarcas, con los Apóstoles y con los Profetas de la posesión del Reino de
los Cielos?»3.
II. Sin
miedo a la vida y sin miedo a la muerte4,
con alegría en medio de dificultades, incluso graves, con obstáculos que
exigirán esfuerzo y sacrificio, con enfermedades, serenos ante un futuro quizá
incierto... Así nos pide el Señor que vivamos. Y esto será posible si
consideramos muchas veces al día que somos hijos de Dios, y de modo particular
cuando nos asalte la inquietud, la zozobra, la oscuridad. ¿Acaso no se
vende un par de pajarillos por un as? Pues bien, ni uno solo de ellos caerá en
tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los
cabellos de vuestra cabeza están contados. Por tanto, no tengáis miedo:
vosotros valéis más que muchos pajarillos.
El
Señor declara el inmenso cariño que nos tiene y el gran valor que poseen para
Él los hombres. San Jerónimo, comentando este pasaje del Evangelio de la Misa,
escribe: «Si los pajarillos, que son de tan escaso precio, no dejan de estar
bajo providencia y cuidado de Dios, ¿cómo vosotros, que por la naturaleza de
vuestra alma sois eternos, podréis temer que no os mire con particular cuidado
Aquel a quien respetáis como a vuestro Padre?»5.
La
filiación divina nos hace fuertes en medio de las flaquezas personales, de los
obstáculos con los que tropezamos, de las dificultades de un ambiente
frecuentemente alejado de Dios y que se opone, a veces con agresividad, a los
ideales cristianos. Pero el Señor está conmigo, como soldado fuerte,
nos hace llegar el profeta Jeremías en la Primera lectura de
la Misa6. Es el grito de esperanza y de seguridad del Profeta, cuando
se encuentra solo, en medio de sus enemigos. Mi Padre Dios está conmigo como
soldado fuerte, podemos repetir nosotros cuando veamos cerca el peligro y
cerrado el horizonte. Dominus, illuminatio mea et salus mea, quem
timebo? El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?7.
Esta
es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe8,
proclamaba el Apóstol San Juan en medio de grandes dificultades que provenían
del mundo pagano en el que los cristianos, como ciudadanos corrientes, ejercían
los oficios y profesiones más variadas y realizaban un apostolado eficaz. Y del
cimiento seguro de una fe inconmovible surge una moral de victoria que no es
engreimiento ni ingenuidad, sino la firmeza alegre del cristiano que, a pesar
de sus miserias y limitaciones personales, sabe que esa victoria la ha ganado
Cristo con su Muerte en la Cruz y con su gloriosa Resurrección. Dios es mi luz
y mi salvación, ¿a quién temeré? A nadie y a nada, Señor. ¡Tú eres la seguridad
de mis días!
III. Nos
exhorta Jesús a no temer nada, excepto al pecado, que quita la amistad con Dios
y conduce a la eterna condenación. Ante las dificultades debemos ser fuertes y
valerosos, como corresponde a hijos de Dios: No tengáis miedo a los que
matan el cuerpo -nos dice el Señor-, pero no pueden matar el
alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el Infierno.
El santo temor de Dios es un don del Espíritu Santo que facilita la lucha
decidida contra el pecado, contra aquello que separe de Él, y nos mueve a huir
de las ocasiones de pecar, a no fiarnos de nosotros mismos, a tener presente en
todo momento que tenemos los «pies de barro», frágiles y quebradizos. Los males
corporales, incluida la muerte, no son nada en comparación con los males del
alma, el pecado.
Fuera
del temor de perder a Dios –que es cuidado filial, precaución de no ofenderle–,
nada debe inquietarnos. En determinados momentos de nuestro caminar podrán ser
grandes las tribulaciones que padezcamos, y el Señor nos dará entonces las
gracias necesarias para sobrellevarlas y crecer en la vida interior: Te
basta mi gracia9,
nos dirá Jesús.
El que
asistió a Pablo nos sacará adelante a nosotros. En esos momentos invocaremos al
Señor con fe y con humildad: «¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de
Ti. Y al barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que
Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona; comprenderemos en toda su
hondura las palabras del Apóstol: virtus in infirmitate perficitur (2
Cor 12, 9); con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias –mejor,
con nuestras miserias–, seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder
divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza»10.
De
ordinario, sin embargo, será en lo pequeño donde manifestaremos la fortaleza y
la valentía: al rechazar una invitación, con educación, pero con firmeza, para
concurrir a un lugar o asistir a un espectáculo en el que un buen cristiano
debe sentirse incómodo; a la hora de manifestar el acuerdo o desacuerdo ante la
orientación que los profesores quieren dar a la educación de los hijos; a la
hora de cortar esa conversación menos limpia, o en el momento de invitar a un
amigo a unas clases de formación, o de provocar esa conversación que puede
desembocar en el consejo delicado y oportuno que le acerque a la Confesión
sacramental... Son con frecuencia las pequeñas cobardías las que frenan o
impiden un apostolado de horizontes grandes. Son también las «pequeñas
valentías» las que hacen eficaz una vida.
«A la
hora del desprecio de la Cruz, la Virgen está allá, cerca de su Hijo, decidida
a correr su misma suerte. Perdamos el miedo a conducirnos como cristianos responsables,
cuando no resulta cómodo en el ambiente donde nos desenvolvemos: Ella nos
ayudará»11.
1 Mt 10,
26-33. —
2 Rom 8,
18. —
3 San
Cipriano, Epístola a Fortunato, 13. —
4 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 132. —
5 San
Jerónimo, Comentario al Evangelio según San Mateo, 10,
29-31. —
6 Cfr. Jer 20,
10-13. —
7 Sal 27,
1. —
8 1
Jn 5, 4. —
9 2
Cor 12, 9. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 194. —
11 ídem, Surco,
n. 977.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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