Paulina Gamus 13 de agosto de 2023
Hace
algunos días mi muy admirado amigo Roberto Briceño León escribió, más que un
artículo, un breve y sabio tratado sobre cómo y de qué diferentes maneras el
régimen de Nicolás Maduro ha utilizado el miedo para sostenerse en el poder y
casi neutralizar la reacción de los oprimidos.
Citaré algunos párrafos de ese excelente escrito: «Para que el miedo pueda cumplir su función social es necesario fragilizar a las personas, hacerlas vulnerables y dependientes. Es necesario infantilizarlas, pues de ese modo se les devuelve a una fase primera de la vida, cuando todos necesitaban un protector, un padre o una madre que les alimentara y defendiera de los enemigos externos que podían atentar contra sus vidas»…. La violencia policial introduce un miedo específico y nada despreciable, pues es amenaza a la integridad física, a la vida. Pero la dictadura requiere que el miedo sea general y difuso. Por eso la tarea de infantilizar y llevar a la población al estado de vulnerabilidad requiere de otros afanes y dimensiones.»
Entonces
Briceño León menciona y describe la infantilización y tras ella el miedo que
permite el atropello a la libertad y a los derechos fundamentales, mediante el
control del acceso a los alimentos, al agua, al gas que sirve para cocinar, al
servicio eléctrico. «Para que la dictadura del miedo se imponga es necesario
que todas esas dimensiones de la vida sean fragilizadas y que su protección o
provisión se vuelva dependiente de ‘otro’. Si la gente tiene un trabajo que le
permite alimentarse, y conseguir agua, leña y sal, ¿para qué necesitaría del
‘otro’?».
Hasta
consumada por el chávez-madurismo la destrucción de toda la infraestructura de
servicios claro que teníamos miedo, pero el que causan los fenómenos naturales
como por ejemplo un terremoto, las enfermedades, un asalto, un secuestro y por
supuesto la muerte. En mi caso agregaría algo que parece banal pero que está
más extendido de lo que imaginamos: el miedo a las cucarachas y a todo animal
rastrero.
Recuerdo
que en la noche del golpe militar de febrero 1992, encabezado por Hugo Chávez,
mi hija me llamó angustiada y me rogó que me refugiara en casa de una amiga que
vivía en un edificio contiguo. Para hacerlo debía atravesar, en la oscuridad,
unos jardines donde había visto ratas. Mi repuesta: ¡le tengo más miedo
a una rata que a los militares que me van a llevar presa! Y me quedé
en casa esperando lo peor.
Claro
que aún no había sido infantilizada. Ahora vivo bajo el trauma de un apagón
como aquel que duró 72 horas y sufro cada día con la crisis del agua que padece
casi toda mi familia.
Me
aterroriza un terremoto en las condiciones de ineptitud e insensibilidad que
caracterizan a este régimen. Recuerdo una conferencia dictada hace más de 10
años por el arquitecto Alfredo Cilento, quien era parte del Ministerio de Obras
Públicas cuando el terremoto de 1967. Narró la diligencia con la que el
ministro Leopoldo Sucre Figarella, hombre de reconocido carácter y autorictas,
reunió en pocas horas a todos los contratistas que tenían tractores y de una
vez comenzaron a remover escombros y a rescatar víctimas. Cilento se preguntaba
con angustia que pasaría si sucedía un terremoto ante el caos urbanístico y
administrativo de hace diez años. Temblemos pensando en lo que
sucedería ahora.
Ahora
bien, ¿somos los opositores que constituimos el 85 o 90% de la población los
únicos que tenemos miedo? ¿Qué pasa con ésos que se aferran al poder omnímodo y
que nos subyugan? Hace más de veinte años almorzaba con mis hermanas y una
sobrina, en el restaurante del museo de Arte Contemporáneo que entonces se
llamaba «Sofía Ímber» y cuya chef era la entonces esposa del psiquiatra Jorge
Rodríguez. Salí a fumar un cigarrillo y en una mesa de la terraza había dos
hombres, los zapatos deportivos de uno de ellos me encandilaron, nunca había visto
algo similar. Subí la vista y el hombre se había tapado la cara con las manos.
Cuando regresé al restaurante descubrimos que era Eliézer Otaiza, para entonces
director de la Disip. El poderoso policía había tenido miedo de una indefensa
ex parlamentaria con ninguna otra arma que no fuera la palabra. Tiempo después
estaba en un restaurante de carnes en Altamira, esperando a los amigos con los
que iba a almorzar. En una mesa cercana estaba un diputado del PSUV sentado con
un «gringo» muy conocido desde la era democrática por su condición de
lobbista. El diputado se tapó la cara con el cartón del menú y así
estuvo, ocultándose de mí, hasta que llegaron mis amigos y nos mudamos de mesa.
El
miedo de los poderosos, de esos que nos maltratan, humillan, encarcelan,
torturan y asesinan, es el mismo del enfermo aislado porque sufre una
enfermedad altamente contagiosa. Jamás podrán ir a un restaurante de moda o
tradicional salvo que lo hagan cerrar para su uso exclusivo.
Nunca
a un espectáculo, a un parque de diversiones con sus hijos, a un partido de
beisbol. Sus automóviles, en caso de que se atrevan a circular por las vías más
concurridas, tienen vidrios tan oscuros que es imposible ver quién va adentro.
Viven encerrados en sus lujosas mansiones, generalmente en Fuerte Tiuna.
Sus
lujos son para lucirlos entre ellos mismos como las mujeres de un harén. Los
menos notorios, cuando deciden mudarse a un edificio, compran todos los
apartamentos al precio que les pidan. Y quienes optan por mansiones levantan
unos muros gigantescos para que nadie vea el interior. Son presos de sí mismos
por el odio que sembraron y que se les ha devuelto como boomerang.
Claro
que los dos miedos no son iguales, las personas del común llevamos la peor
parte. Pero al menos nos entra un fresquito que se agradece.
Paulina
Gamus
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