Francisco Fernández-Carvajal 01 de octubre de 2022
@hablarcondios
— Avivar continuamente el amor a Dios.
— Pedir al Señor una fe firme, que influya
en todas nuestras obras.
— Actos de fe.
I. La
liturgia de este domingo se centra en la virtud de la fe, En la Primera
lectura1 el Profeta Habacuc se lamenta ante el Señor del triunfo
del mal, tanto en el pueblo castigado por medio del invasor, como por los
mismos escándalos de este. ¿Hasta cuándo clamaré, Señor...? (...). ¿Por
qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y
catástrofes...?», se queja el Profeta. El Señor le responde al fin con una
visión en la que le exhorta a la paciencia y a la esperanza, pues llegará el
día en que los malos serán castigados: la visión espera su momento, se
acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin
echarse atrás. Sucumbirá quien no tenga su alma recta, pero el
justo vivirá por la fe. Aun cuando en ocasiones pueda parecer que triunfa
el mal y quienes lo llevan a cabo, como si Dios no existiese, llegará a cada
uno su día y se verá que realmente ha salido vencedor quien ha mantenido su
fidelidad al Señor. Vivir de fe es entender que Dios nos llama cada día y en cada
momento a vivir, con alegría, como hijos suyos, siendo pacientes y teniendo
puesta la esperanza en Él.
En la Segunda lectura2, San Pablo exhorta a Timoteo a mantenerse firme en la vocación recibida y a llenarse de fortaleza para proclamar la verdad sin respetos humanos: Aviva el fuego de la gracia de Dios...; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio... Santo Tomás comenta que «la gracia de Dios es como un fuego, que no luce cuando lo cubre la ceniza»; y así ocurre cuando la caridad está cubierta por la tibieza o por los respetos humanos3. La fortaleza ante un ambiente adverso y la capacidad de dar a conocer, en cualquier lugar, la doctrina de Cristo, de participar en los duros trabajos del Evangelio, viene determinada por la vida interior, por el amor a Dios, que hemos de avivar continuamente, como una hoguera, con una fe cada vez más encendida. Esto es lo que le pedimos al Señor: Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y los deseos de los que te suplican: derrama sobre nosotros tu misericordia...4, concédenos aun aquello que no nos atrevemos a pedir5, una fe firme que avive nuestro amor, para superar nuestras propias flaquezas y para ser testimonios vivos allí donde se desarrolla nuestra vida. «¡Qué diferencia entre esos hombres sin fe, tristes y vacilantes en razón de su existencia vacía, expuestos como veletas a la “variabilidad” de las circunstancias, y nuestra vida confiada de cristianos, alegre y firme, maciza, en razón del conocimiento y del convencimiento absoluto de nuestro destino sobrenatural!»6. ¡Qué fuerza comunica la fe! Con ella superamos los obstáculos de un ambiente adverso y las dificultades personales, con frecuencia más difíciles de vencer.
II.
Existe una fe muerta, que no salva: es la fe sin obras7,
que se muestra en actos llevados a cabo a espaldas de la fe, en una falta de
coherencia entre lo que se cree y lo que se vive. Existe también una «fe
dormida», «esa forma pusilánime y floja de vivir las exigencias de la fe que
todos conocemos con el nombre de tibieza. En la práctica, la
tibieza es la insidia más solapada que puede hacerse a la fe de un cristiano,
incluso de lo que muchos llamarían un buen cristiano»8.
Necesitamos nosotros una fe firme, que nos lleve a alcanzar metas que están por
encima de nuestras fuerzas y que allane los obstáculos y supere los
«imposibles» en nuestra tarea apostólica. Es esta virtud la que nos da la
verdadera dimensión de los acontecimientos y nos permite juzgar rectamente de
todas las cosas. «Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la
Palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en
quien vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 28),
buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos
los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero
sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden
al fin del hombre»9.
En
ocasiones Jesús llama a los Apóstoles hombres de poca fe10,
pues no estaban a la altura de las circunstancias. Está el Mesías con ellos y
tiemblan de miedo ante una tempestad en el mar11 o
se preocupan excesivamente por el futuro12,
cuando es el mismo Creador el que les ha llamado a seguirle. El Evangelio de la
Misa nos presenta a los Apóstoles que, conscientes de su fe escasa, le piden a
Jesús: Auméntanos la fe13.
Así lo hizo el Señor, pues todos terminarían dando su vida, supremo testimonio
de la fe, por atestiguar su firme adhesión a Cristo y a sus enseñanzas. Se
cumplió la Palabra del Señor: Si tuvierais fe como un grano de mostaza,
diríais a este árbol: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería. La
transformación de las almas de quienes se cruzaron en su camino fue un milagro
aún mayor.
También
nosotros nos encontramos en ocasiones faltos de fe, como los Apóstoles, ante
dificultades, carencia de medios... Tenemos necesidad de más fe. Y esta se
aumenta con la petición asidua, con la correspondencia a las gracias que
recibimos, con actos de fe. «Nos falta fe. El día en que vivamos esta virtud
–confiando en Dios y en su Madre–, seremos valientes y leales. Dios, que es el
Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.
»—¡Dame,
oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima,
¡haz que yo crea!»14.
III. ¡Señor,
auméntanos la fe! ¡Qué estupenda jaculatoria para que se la repitamos
al Señor muchas veces! Y junto a la petición, el ejercicio frecuente de esta
virtud: cuando nos encontremos en alguna necesidad, en el peligro, cuando nos
veamos débiles, ante el dolor, en las dificultades del apostolado, cuando
parece que las almas no responden... cuando nos encontremos delante del
Sagrario.
Muchos
actos de fe hemos de hacer en la oración y en la Santa Misa. Se cuenta de Santo
Tomás que cuando miraba la Sagrada Forma, al elevarla en el momento de la
Consagración, repetía: Tu rex gloriae, Christe; tu Patris sempiternus
es Filius, «Tú eres el rey de la gloria, Tú eres el Hijo sempiterno del
Padre». Y San Josemaría Escrivá solía decir interiormente en esos mismos
instantes: Adauge nobis fidem, spem et charitatem, «auméntanos la
fe, la esperanza y la caridad», y Adoro te devote, latens deitas,
«Te adoro con devoción, Dios escondido», mientras hacía la genuflexión15.
Muchos fieles tienen la costumbre de repetir devotamente en ese momento, con la
mirada puesta en el Santísimo Sacramento, aquella exclamación del Apóstol Tomás
ante Jesús resucitado: ¡Señor mío y Dios mío! De cualquier forma, no podemos
dejar que pase esa oportunidad sin manifestar al Señor nuestra fe y nuestro
amor.
A
pesar del afán por formarnos, por conocer cada vez mejor a Cristo, es posible
que alguna vez nuestra fe vacile o tengamos temores y respetos humanos para
manifestarla. La fe es un don de Dios que nuestra poquedad a veces no puede
sostener. En ocasiones es tan pequeña como un granito de mostaza. No nos
sorprendamos por nuestra debilidad, pues Dios cuenta con ella. Imitemos a los
Apóstoles cuando se dan cuenta de que todo aquello que ven y oyen les supera.
Pidámosle entonces, a través de Nuestra Señora y con la humildad de los discípulos,
que aumente nuestra fe, para que, como ellos, podamos ser fieles hasta el final
de nuestros días y llevemos a muchos hasta Él, como hicieron quienes le han
seguido de cerca en todos los tiempos.
Nuestra
Madre Santa María será siempre el punto de apoyo donde encontrará firmeza la fe
y la esperanza, pero de modo muy particular cuando nos sintamos más débiles y
necesitados, cuando nos veamos con menos fuerzas. «Nosotros, los pecadores,
sabemos que Ella es nuestra Abogada, que jamás se cansa de tendernos su mano
una y otra vez, tantas cuantas caemos y hacemos ademán de levantarnos;
nosotros, los que andamos por la vida a trancas y barrancas, que somos débiles
hasta no poder evitar que nos lleguen a lo más vivo esas aflicciones que son
condición de la humana naturaleza, nosotros sabemos que es el consuelo de los
afligidos, el refugio donde, en último término, podemos encontrar un poco de
paz, un poco de serenidad, ese peculiar consuelo que solo una madre puede dar y
que hace que todo vuelva a estar bien de nuevo. Nosotros sabemos también que,
en esos momentos en que nuestra impotencia se manifiesta en términos casi de
exasperación o de desesperación, cuando ya nadie puede hacer nada y nos
sentimos absolutamente solos con nuestro dolor o nuestra vergüenza, arrinconados
en un callejón sin salida, todavía Ella es nuestra esperanza, todavía es un
punto de luz. Ella es aún el recurso cuando ya no hay a quien recurrir»16.
1 Hab 1,
2-3; 2, 2-4. —
2 2
Tim 1, 6-8; 13-14. —
3 Santo
Tomás, Comentario a la Segunda Carta a los Corintios, 1, 6.
—
4 Misal
Romano, Oración colecta de la Misa. —
5 Ibídem.
—
6 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 73 . —
7 Cfr. Sant 2,
17. —
8 P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 138. —
9 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. —
10 Mt 8,
26; 6, 30. —
11 Cfr. Mt 8,
26. —
12 Cfr. Mt 6,
30. —
13 Lc 17,
5. —
14 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 235. —
15 Cfr. A.Vázquez
de Prada, El fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983, p.
267 ss. —
16 F.
Suárez, La puerta angosta, Rialp, 9ª ed. Madrid 1985, pp.
227-228.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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