Sebastián Boccanegra Sábado,
31 de agosto de 2013
Hay casos -y no son pocos- en que el
poder descoca completamente a gente que hasta el momento de asumir un mando
lucía perfectamente racional y sensata. O, al menos, normal. Uno de esos casos
es el de Nicolás Maduro. Siempre fue uno de los chavistas más tratables y
cordiales. En aquella célebre comisión que reunía chavistas y contrarios y se
reunía, hace añales, en el Meliá, Nicolás era el más accesible y abierto a la
comunicación con sus colegas del lado contrario. Es más, con frecuencia
alertaba que eso no se comentara porque entonces lo fregaban a él.
También los largos años como canciller
podía creerse que le dieron la experiencia negociadora y conciliadora que es
indispensable en un cargo como ese. Pero, de pronto, el hombre se nos vuelve
presidente de la República y todas las neuronas, sinapsis, corteza cerebral,
tálamo, hipotálamo y bulbo raquídeo, en fin, el cerebro todo, se le descuadró y
ha emergido un caballero que parece haberse desprendido de aquellos atributos,
que parecían propios de él, para asumir los peores rasgos del chavismo,
aquellos que tan bien encarnaba el difunto comandante.
Pero, segundas partes nunca fueron
buenas. Lo que a Chávez le salía natural, porque él no era un actor sino que
tal era su talante -actuaba y hablaba como era en realidad, por irritante que
fuera- a Nicolás le sale como una caricatura de su antiguo patrón. Le ha dado
por emplear un lenguaje insultante y agresivo que más produce risa, tan obvia
es la intención de copiar los modos y maneras del desaparecido "comandante
eterno". A veces imita hasta la entonación de la voz. Un poquito de
sentido del ridículo no le vendría mal a Maduro.
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