Héctor Franceschi 26
enero 2015.
Lo
que yo he vivido en mi familia y visto en tantas otras familias, y que espero
que muchos tengan el valor de vivir, de arriesgarse, porque quien no arriesga
no vence
Ofrecemos
la traducción de la Carta abierta de Héctor Franceschi, Profesor ordinario de
Derecho Matrimonial Canónico en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, al
director del diario Corriere della Sera, y publicada en la edición italiana de
aleteia.org.
Señor
Director:
Soy
el cuarto hijo de una familia cristiana numerosa. Somos diez hermanos, los dos
últimos −huérfanos de una familia humilde− adoptados por mis padres cuando el
octavo hijo estaba ya en la Universidad. Debo decirle que me sentí desolado
cuando, en el Corriere della Sera del 20 de enero, leí el título entrecomillado
del artículo de Gian Guido Vecchi: «Serve una paternità responsabile. La
famiglia ideale è quella con tre figli» (Hace falta una paternidad responsable.
La familia ideal es la que tiene tres hijos). Me quedé sorprendido.
Como
sabe usted bien, en el periodismo las palabras entre comillas significan
palabras textuales. En todo caso, me sentí como "de sobra", como ese
que no tendría por qué estar si la familia ideal fuese la de los tres hijos.
¡Ya no digamos de los hermanos y hermanas que vinieron después! Yo quiero mucho
al Papa Francisco y fui enseguida a buscar esas palabras en la entrevista para
intentar comprender en qué sentido las había dicho el Papa, y me quedé
asombrado del modo en que sus palabras han sido malinterpretadas en el título
del artículo.
Si
nos atenemos a lo que el mismo Dr. Vecchi recoge en su artículo, las palabras
textuales del Papa fueron: «Tres hijos es el número que los expertos consideran
importante para mantener la población. Cuando desciende, sucede lo que he oído
decir −no sé si es verdad− que podría pasar en Italia en el 2024: no habrá
dinero para pagar a los pensionistas». Valoren ustedes mismo si esas palabras
dicen que tres es el número ideal o, en cambio, que por debajo de tres hijos no
habrá recambio generacional, es decir, que tres es el número mínimo.
No
sé ustedes, pero yo doy gracias a Dios todos los días por la generosidad de mis
padres que, con grandes sacrificios, han criado nada menos que diez hijos,
todos profesionales y hoy repartidos por el mundo: tres en Estados Unidos, uno
en República Dominicana, otro en Kenia, donde ha creado una prestigiosa
Facultad de Derecho, otros en Venezuela, nuestro país de origen, y yo en Roma
desde hace más de veinte años, comprometido en la formación de juristas de todo
el mundo. Entre los diez, los dos que me siguen y yo somos además sacerdotes,
felices de nuestra vocación y al servicio de la Iglesia en tres países
distintos.
La
paternidad responsable de la que habla el Papa Francisco, como se deduce de sus
mismas palabras en esa entrevista y en muchas otras ocasiones −véase el
reciente Encuentro con familias numerosas en Roma y sus palabras en la
Audiencia general del 21 de enero− no significa tener pocos hijos, sino
tenerlos responsablemente, ya sean dos, tres o diez. No es el número lo que
hace la diferencia, sino el modo en que los padres, incluso con grandes
esfuerzos y sacrificios, sacan adelante la familia y cuidan del crecimiento y
la educación de sus hijos, que son su primera empresa, lo más importante que
tienen entre manos, más que un trabajo exitoso, una situación económica
desahogada, una gran fama…, porque todo eso pasa; los hijos, en cambio, no,
como he visto en mi familia, en la que ahora, con los padres ancianos, somos
nosotros, a veces con sacrificios económicos y de tiempo y la necesidad de una
organización coordinada, los que cuidamos de ellos, en el intento, que nunca
será suficiente, de devolverles todo lo que nos han dado.
Además,
como dice el mismo Pontífice −y esto no se menciona en los titulares−, la
paternidad responsable hay que vivirla respetando la verdad de los actos
conyugales, sin desnaturalizarlos con el uso de métodos anticonceptivos. No es
solo una cuestión de moral de la Iglesia, sino algo que se refiere a la
naturaleza y significado antropológico del acto conyugal, mediante el cual los
esposos no solo expresan y refuerzan su unión, sino que se abren generosamente
a otra dimensión intrínseca de esos actos, que es la de aceptar al otro cónyuge
como potencial padre o madre de sus hijos.
Si
usted me dice que la Iglesia también admite un método anticonceptivo, que es el
de limitar los actos conyugales a los periodos infecundos cuando haya razones
justas para retrasar la concepción de un hijo o no tener más, la respuesta se
encuentra −y recomiendo su lectura− en la misma Encíclica Humanæ Vitæ, que el
Papa Francisco califica como profética, y en la Familiaris Consortio de San
Juan Pablo II. La diferencia entre los anticonceptivos y los periodos
infecundos no es una diferencia de método, sino dos modos profundamente
diversos de afrontar el amor conyugal: en el primer caso, se instrumentaliza el
acto, cuando no la misma persona; en el segundo, se respetan los ritmos de la
naturaleza y requiere conocer mejor al otro cónyuge, es necesario el
autocontrol −la vida virtuosa, diría mejor−, y se debe pensar primero en el
bien ajeno: del otro cónyuge y de la misma familia.
Como
se habrán dado cuenta, para los medios de comunicación ya es un “dato cierto”
que, para el Papa Francisco, la familia ideal es la de tres hijos, cuando no ha
dicho nada de eso. Basta haber visto el Telediario de anoche 21 de enero, en el
que entrevistan a “la familia católica ideal”, una de tres hijos. Estoy seguro
de que son una buena familia católica, pero no por tener solo tres hijos. Son
los cónyuges, siguiendo su conciencia bien formada y con generosidad −y muchas
veces heroicidad− los que tendrán que valorar en su caso lo que Dios espera de
ellos, porque, como ha recordado el mismo Papa Francisco, cada hijo es un don y
una responsabilidad.
Termino,
porque me he alargado demasiado, afirmando que en nuestra sociedad moderna, en
la que muchos quieren tener la vida bajo control, dejando escapar a veces la
posibilidad de ser sorprendidos por ella, se pierde toda auténtica esperanza
para el futuro. Ante estas posturas, hacen falta familias que sepan
arriesgarse, que tengan confianza en la vida, en ellos mismos y en sus hijos,
que en las grandes familias a menudo llegan incluso a ser educadores de los
hermanos y hermanas más pequeños y crecen en responsabilidad, al saber
compartir, al ocuparse unos de otros. Además, si son creyentes, saben que la
ayuda de Dios nunca les faltará. Es lo que yo he vivido en mi familia y visto
en tantas otras familias, y que espero que muchos tengan el valor de vivir, de arriesgarse,
porque quien no arriesga no vence.
Un
cordial saludo,
Héctor
Franceschi
Ordinario
de Derecho Matrimonial Canónico
Pontificia
Universidad de la Santa Cruz