Fernando Mires 29
de marzo de 2015
Hay
que reiterarlo: Barack Obama es el Presidente de EE UU y no el jefe de la
oposición de Venezuela. De ahí que las medidas tomadas por su gobierno en
contra de siete corruptos funcionarios chavistas no están guiadas por una
eventual correlación política de fuerzas en el espectro venezolano. El gesto de
enemistad, al declarar a Venezuela una amenaza para los EE UU, tampoco.
Obama,
evidentemente, escogió el momento para hacer pública su posición frente al
gobierno Maduro. Que lo haya hecho en medio de negociaciones mantenidas con el
régimen cubano y pocos días antes de la Cumbre de las Américas que tendrá lugar
el 10 y 11 de Abril en Panamá, muestra que ha considerado determinadas razones
de alcance estratégico, razones que trascienden lejos, muy lejos, a la simple
particularidad venezolana.
Hay
que tener en cuenta que Obama no vive en los tiempos de Bush, enredado en
mentiras increíbles para justificar su ominosa invasión a Irak. Tiempos en los
cuales hasta dictadores de baja estofa se permitían el placer de lanzar
diatribas en contra del gobierno norteamericano.
Obama,
a diferencias de Bush, es probablemente uno de los presidentes norteamericanos
que ha ganado más legitimidad en la arena internacional. La restitución de la
alianza atlántica en Europa, las alianzas establecidas con gobiernos islámicos
en la lucha en contra del ISIS, su distanciamiento con respecto a fracciones de
la derecha israelí, sus tensas pero diplomáticas conversaciones con el gobierno
de Irán en torno a temas nucleares y militares (los tiempos de las locuras de
un Ahmadineyah quedaron atrás), su apertura política hacia Cuba, más la
eminente suspensión del embargo y su voluntad de acercamiento amistoso a los
países latinoamericanos –incluyendo a los del ALBA- son hechos que demuestran un
cambio profundo en la política internacional de los EE UU.
La
nueva estrategia apunta -lo ha reiterado Obama en diversos discursos- a la
sustitución de las relaciones de dominación militar por relaciones de hegemonía
política. Eso quiere decir que Obama, sin renunciar al uso de la fuerza,
intenta restaurar el valor de la política en el espacio internacional.
El
nuevo rol de EE UU precisa, sin embargo, de un estatuto simbólico. Por eso
mismo Obama debe defender la nueva imagen que busca dar a su nación. Visto así,
Obama no puede permitir que un mandatario, cualquiera que sea, insulte a su
gobierno todos los días, menos aún si preside un país del que EE UU es su más
seguro socio comercial; un país, además, con el que no tiene ningún problema
económico, político o militar. ¿Ha llegado el momento de mostrar a Maduro que
incluso la paciencia diplomática tiene límites? Así parece.
Si
vemos el tema desde una perspectiva global, la designación de Venezuela como
amenaza para los EE UU tampoco debe sorprender demasiado. El régimen venezolano
es en la región el que más se acerca al formato clásico de una dictadura. Y los
regímenes dictatoriales o simplemente autoritarios han sido siempre, en todas
las latitudes, amenazas para la paz externa. Más todavía si un régimen no oculta
su atracción por casi todas las dictaduras enemigas (reales o potenciales) de
los EE UU.
Habría
que ser muy ingenuo, por ejemplo, para no darse cuenta de que la política de
Obama frente a Caracas tiene que ver con Moscú mucho más de lo que a primera
vista parece. Frente a Rusia hay ya una Guerra Fría no declarada por la OTAN.
Pese a eso, Obama no busca aliados en América Latina. Lo que sí quiere, y desde
su óptica tiene toda la razón, es no tener más enemigos.
Probablemente
el gobierno de Obama anhela que las relaciones entre Venezuela y los EE UU sean
las más normales posibles. Con mayor razón en tiempos marcados por conflictos
al lado de los cuales el que existe (si es que existe) con Venezuela es solo
una migaja. Que esa normalidad también conviene en la práctica al gobierno
Maduro, pero no a su falso discurso “antiimperialista”, es un factor con el
cual seguramente contaba la administración norteamericana.
No
es errado pensar entonces que la declaración de enemistad al gobierno de Maduro
es un punto encuadrado en un marco estratégico destinado a configurar la futura
política de los EE UU con respecto a toda América Latina.
La
apertura hacia Cuba, por un lado, y la muestra de enemistad hacia el gobierno
de Venezuela, por otro, son indicadores que muestran diseños de esa nueva
política. A través de ella Obama intenta dejar claro que los EE UU están
dispuesto a colaborar con todos los gobiernos de la región, cualquiera sea su
orientación ideológica, siempre y cuando estos no lleven a cabo acciones de hostilidad
en su contra.
Ahora
bien, si un gobernante como Maduro busca extraer capitales políticos nacionales
a través de una sostenida campaña de hostilidad hacia EE UU, deberá
naturalmente contar con las consecuencias. Ese parece ser desde ya el mensaje que
Obama llevará a la Cumbre. Un mensaje que naturalmente no solo será dirigido a
Venezuela sino, además, a todos los gobiernos de la región.
Para
determinadas fracciones de la oposición venezolana, las que en su narcisismo
político imaginan que el mundo comienza y termina en Venezuela, la posición de
Obama respecto al gobierno de Maduro o les ha parecido un grave error o la han
saludado como un gran gesto de solidaridad. Ni lo uno ni lo otro. Al tomar
posiciones frente a Maduro, Obama no consideró demasiado la correlación de
fuerzas al interior de Venezuela. Pero no tenía por qué hacerlo. Su actitud no
deriva de un asunto táctico inmediato. Forma parte, reiteramos, de una
estrategia global destinada a ser medida en plazos largos.
Probablemente
la administración estadounidense tenía previsto que Maduro iba a reaccionar
como reaccionó. En medio de la crisis económica más profunda vivida en el país,
del más grande descrédito internacional y de la corrupción más desenfrenada,
era obvio, casi natural, que Maduro llevaría a cabo una campaña patriotera como
no se recuerda en América Latina desde los tiempos cuando el general Galtieri
desató la guerra de las Malvinas (1982) solo para reconquistar la popularidad
perdida por la dictadura militar de su país. Sin embargo, puesta esa reacción
al lado de la importancia que para EE UU reviste marcar las líneas de una
estrategia política continental, no hay como perderse: Obama no puede ni debe
subordinar su política continental a los intereses ni de la oposición
venezolana ni de ninguna otra. Si así lo hubiera hecho, habría cometido de
verdad un acto de injerencia.
En
otras palabras: nos encontramos frente a un problema dividido en dos
dimensiones: una internacional, donde los EE UU no pueden sino hacer lo que
están haciendo, y otra muy local, en donde un gobierno antidemocrático enfrenta
a una masiva oposición que intenta movilizar fuerzas y obtener un triunfo
electoral decisivo. Ambas dimensiones, la internacional y la local al ser
distintas no son necesariamente compatibles. Y con esa incompatibilidad deben
contar tanto el gobierno como la oposición de Venezuela.
Desde
la dimensión local, la política internacional de Obama parece favorecer, por lo
menos durante un breve lapso, a Maduro y sus huestes. A fin de reconquistar la
popularidad perdida, el gobierno Maduro, siguiendo la lógica Galtieri, ha
trazado una línea demarcatoria que intenta sustituir a la contradicción entre
“burguesía y pueblo” por otra formada por “patriotas” y “antipatriotas”. O
dicho de este modo: así como en vísperas de las elecciones municipales del 2013
Maduro declaró una artificial guerra económica, antes de las elecciones
parlamentarias del 2015 ya ha declarado una no menos artificial guerra patria
frente al peligro de una invasión que, naturalmente, nunca tendrá lugar.
En
la primera “guerra” Maduro llamó a saquear tiendas comerciales, acción conocida
como el Dakazo. Durante la segunda “guerra” llama a la movilización nacional,
recogiendo “millones” de firmas en contra de Obama. ¿Estamos entonces frente a
un “Obamazo”? Todo indica que Maduro camina en esa dirección.
El
eventual “Obamazo” persigue, además, otro objetivo, a saber, dividir más a la
oposición de lo que de hecho ya lo está. En efecto, el patrioterismo desatado
por Maduro ha cavado nuevos surcos en el amplio campo opositor. Por de pronto
ya es posible detectar dos polos antagónicos. A un lado los “nacionalistas”
dispuestos a posponer diferencias con el gobierno en aras de la nación
amenazada. Al otro lado los “pro-intervencionistas”, dispuestos a entender el
discurso global de Obama como una mera táctica destinada a derribar al gobierno
venezolano.
Probablemente
hay dentro del nacionalismo opositor quienes piensan que la “cuestión nacional”
no debe ser regalada al gobierno. En principio, dicho planteamiento podría ser
correcto. Lo que evidentemente no es correcto es plegarse al discurso del
gobierno aduciendo que Venezuela es un país que no amenaza a nadie, asumiendo
así, objetivamente, la retórica del “antiimperialismo” oficial.
Lo
mismo ocurre con el sector “pro-intervencionista”: al imaginar que Obama busca
el derribamiento del gobierno, asume positivamente el mismo discurso de Maduro.
No deja de llamar la atención en ese punto, como columnistas que en el pasado
reciente habían dedicado largas parrafadas en contra de Obama, acusándolo de
débil, de populista, de izquierdista y hasta de islamista, se han convertido,
de la noche a la mañana, en fanáticos “obamistas”.
Entre
los dos polos extremos (el nacionalista y el pro-intervencionista) existe, sin
embargo, una amplia franja opositora que ve en la línea demarcatoria trazada
por Maduro una simple maniobra destinada a desviar la atención con respecto a
las calamidades sociales provocadas por el gobierno, un intento más para tapar
los escándalos financieros, las fortunas depositadas en bancos norteamericanos,
las fabulosas cuentas de personeros chavistas en los bancos de Madrid y
Andorra, más lavados de dinero, tráfico de drogas, contrabando y otras
exquisiteces similares.
Del
mismo modo, y en ese punto parece haber consenso mayoritario en la oposición,
la lucha por la liberación de los presos políticos ha sido continuada, más allá
de que existan desacuerdos políticos con algunos dirigentes en prisión. La
lucha por una nación sin presos políticos –eso es muy importante decirlo-
también pertenece a “la cuestión nacional”. Tiene que ver con la imagen de
Venezuela en el mundo. Y en estos momentos esa imagen es francamente
desastrosa.
Fue
el ex presidente de Costa Rica, Óscar Arias, quien formuló la tesis de que en
una democracia no puede haber presos políticos. Dicho en sentido inverso,
cuando en una nación ya no hay presos políticos, recién podemos hablar de
democracia. Ahora, si tomamos en cuenta que una nación democrática no es una
amenaza para nadie y a la vez se quiere que Venezuela no sea catalogada como
amenaza externa, es necesario luchar por la democratización del país.
La
cuestión nacional pasa por la cuestión democrática y esta última pasa a su vez
por la liberación de todos los presos políticos. A diferencia de la lógica
matemática según la cual el orden de los factores no altera el producto, en la
lógica política sí lo altera. Con la liberación de los presos políticos
comienza la invulnerabilidad internacional de Venezuela. Ese es el punto.