Por Vladimiro Mujica, 27/02/2015
Quisiera pensar que es imposible no sentir indignación frente a lo que
está ocurriendo en Venezuela. Ya no se trata solamente de un proyecto político
fracasado que ha traído miseria y caos a una de las naciones potencialmente más
ricas del mundo. Ahora es mucho más que eso. Ahora se trata de la creciente
evidencia de que estamos en presencia de un gobierno que no se detiene en
aplicar la represión y la tortura contra su propio pueblo con tal de mantenerse
en el poder. Y, sin embargo, continúan en silencio los gobiernos de muchos
países cuya gente se benefició en su momento de la generosidad venezolana para
recibirlos cuando en sus tierras ejercían el poder dictaduras gorilas militares
o civiles.
Calla el gobierno de Chile que soportó la terrible traición de Pinochet
al régimen democrático de Salvador Allende y con una perseguida de esa
dictadura y su familia al frente del país; en silencio el gobierno de Paraguay
que tuvo que vivir la ignominia de Stroessner; mudo el gobierno de Brasil que
pasó por la pesadilla de varias dictaduras militares; cómplice el gobierno de
Argentina; una voz tímida, mas de comprensión que de condena del presidente
Mujica de Uruguay, otro perseguido de dictaduras militares; tímida casi de
disculpa la reacción del gobierno de Colombia; discreta, casi imperceptible la
reacción de España.
Cuando se escriba la historia de estos tiempos ignominiosos, destacará
la posición gallarda y valiente de mucha gente que ha condenado sin reservas la
operación de asalto sobre Venezuela. En el futuro se escuchará todavía la
reacción de unos pocos gobiernos, como el de Israel y el de México, que
reconocieron tempranamente la vocación autoritaria del chavismo. También la voz
de individuos comprometidos con la libertad y la democracia como Mario Vargas
Llosa, Enrique Krauze, los ex – presidentes latinoamericanos, Piñera, Calderón
y Pastrana, Teodoro Petkoff y tantos otros que se han atrevido a desafiar la
cólera de la potencia imperialista caribeña que reta a todos con su furia de
mercader petrolero y chantajea a toda la izquierda de este planeta con el
increíble argumento de que la oligarquía chavista-madurista es el gobierno
revolucionario de los pobres.
Pero también resonará el silencio atronador de una cierta izquierda
dentro y fuera de Venezuela que calla porque no encuentra como resolver su
terrible dilema: presionar a Maduro es traicionar un lenguaje y una práctica de
complicidad según los cuales mis malos son en verdad buenos siempre que se
enfrenten a la gran potencia del norte. No importa si se trata de Castro o de
Chávez, o de Stalin o de Mao. Los dictadores son malos siempre que puedan ser
etiquetados como de derecha; los de izquierda son tolerables porque
presumiblemente se enfrentan al Satán Mayor.
No importa si la misma carta fundacional de la ONU autorice al Consejo
de Seguridad para intervenir en situaciones donde esté en peligro la paz. Una
autoridad que ha sido extendida para intervenir en casos de graves crisis
humanitarias y de violaciones masivas a los derechos humanos. Buena parte del
mundo calla frente a la gravísima crisis de nuestro país al tiempo que se le
concede un puesto en el Consejo de Seguridad a Venezuela. Es decir, a una
nación donde se cometen violaciones diarias a la Declaración de Derechos
Humanos de la ONU y a la Carta Interamericana de la OEA se le garantiza una
silla en el organismo que debería velar precisamente porque estas violaciones
no se cometieran. Al propio tiempo la cancillería venezolana despacha con la
inexistente palabreja “injerencista” toda opinión sobre los asuntos de
Venezuela. Historia bastante conocida: los gobiernos que más atropellan a sus
pueblos son los que exigen con más fuerza que nadie opine sobre lo que están
haciendo en sus países con el manido argumento de que eso sería injerencia en
sus asuntos internos. Para muestra están Corea del Norte, Cuba, Siria, y ahora
Venezuela. Por supuesto que ningún demócrata, y yo me cuento entre ellos, está
abogando por una intervención extranjera en nuestro país, pero la pretensión de
la oligarquía chavista de que nadie pueda opinar sobre sus desmanes es, al
menos, absurda.
Incomprensible es también el silencio de gente honesta que todavía
sigue apoyando el proyecto chavista a pesar de las muertes, la tortura y la
represión, con el socorrido y cada vez más débil argumento de que el proyecto
revolucionario es más grande que el calamitoso presente y que una suerte de
futuro luminoso y de felicidad le espera a Venezuela al final de este horrendo
túnel de destrucción, corrupción y caos. Uno se pregunta: ¿Qué hace falta para
que esta gente termine de reaccionar y le retire su apoyo al gobierno?
Mientras mucha gente se mantiene en silencio, el híbrido de gobierno
autoritario, populista y represivo que rige los destinos de nuestro país sigue
avanzando en su proyecto de control social. Nada puede sustituir el esfuerzo
unitario de las fuerzas de la resistencia democrática internas, pero no nos
vendría mal que dejaran oír su voz quienes no tienen otro motivo que resguardar
un capital político o económico, aún a expensas del sufrimiento de todo un
pueblo.