BERNARD-HENRI LÉVY 2 SEP
2013
En el momento en que entrego esta
crónica —lunes por la mañana—, no hay muchas dudas sobre el origen del ataque
que provocó, el miércoles 21, en la periferia de Damasco, la primera masacre
química de esta guerra contra los civiles que dura ya dos años y medio. A
excepción de la habitual pandilla de “nacional-comunistas” que no pierden
ocasión para dar rienda suelta a su revisionismo compulsivo, todos los
observadores coinciden en señalar a Bachar el Asad y su régimen como autores de
la matanza.
Tampoco hay duda sobre la necesidad de
una respuesta: la moral la exige; la causa de la paz la demanda; el
pragmatismo, el esprit de sérieux y la realpolitik más elemental la requieren.
Hace un año, Barack Obama estableció el uso de armas químicas como la línea
roja que no había que cruzar, así que una de dos: o su palabra significa algo
y, entonces, está obligado a reaccionar, o no lo hace, duda y se limita a
amagar con sus destructores y, entonces, ni su palabra ni la de su país serán
dignas de crédito, y solo quedará esperar otros estragos en Corea del Norte, en
Irán, en el club de los países que tienen o quieren tener armas de destrucción
masiva y ven en el caso sirio un test para la determinación de las democracias.
Y, finalmente, respecto a la cuestión
de la legitimidad de una intervención bloqueada en las Naciones Unidas por los
Estados canallas y su padrino ruso, esta ya no es pertinente: ¿acaso no estamos
ante una de las situaciones de extrema urgencia previstas por el legislador
internacional cuando formuló, en 2005, el principio de responsabilidad de
proteger? ¿No es la misma situación en la que se encontraba el presidente
Sarkozy cuando, el 10 de marzo de 2011, dijo a los rebeldes libios llegados a
París para pedirle que salvara Bengasi que estaba esperando el aval de las
Naciones Unidas, pero que si no lo obtenía se conformaría con un mandato
alternativo? ¿No hay momentos en la Historia en que eso que los filósofos
clásicos llamaban “ley natural” se impone a las leyes positivas y sus compromisos
de circunstancias?
En cambio, la verdadera cuestión es
Rusia.
El verdadero y oscuro enigma radica en
las razones que, contra toda lógica, contra el mundo entero e incluso —y esto
es nuevo— contra una parte de su propia opinión pública, conmocionada como el
resto del planeta por las imágenes de niños gaseados, pueden animar al Gobierno
ruso a apoyar con tanto ahínco a un régimen notoriamente criminal.
Hay quien dice: “Chechenia”.
Hay quien pregunta: “¿Cómo los
asesinos de los chechenos podrían sumarse a la condena de Bachar el Asad sin
arriesgarse a que la comunidad internacional les pidiese cuentas por sus
propios crímenes?”.
También se habla de su oposición por
principio a todo lo que pueda sonar a cuestionamiento del viejo adagio
hitlero-estaliniano: “Cada uno es rey en su casa”.
Evidentemente, todo esto es incuestionable.
Pero este extraño comportamiento, esta
adhesión, en última instancia irracional, casi absurda, al “viva la muerte” de
un régimen que las jerarquías del Kremlin sin duda saben condenado a
desaparecer en un plazo más o menos corto, tiene otra explicación en la que caí
este verano, durante una conversación con un responsable ruso cuyo anonimato
debo respetar.
Rusia fue un coloso.
Un coloso con los pies de barro, pero
un coloso al fin y al cabo, cuya influencia se extendía, hasta hace poco, por
Cuba, Vietnam, Asia central, una parte de los Balcanes, India, Irak y Egipto,
entre otros, sin olvidar la Europa central y oriental, los países bálticos y
Finlandia.
Sin embargo, ¿qué queda hoy de ese
reino desaparecido, de esa zona de influencia sin equivalente ni precedente, de
ese imperio al lado del cual el pretendido imperio estadounidense parecía una
pálida y torpe réplica? Nada. Ni un dominio. Ni un protectorado. Ni siquiera la
rebelde Ucrania. Ni Cuba, bajo influencia venezolana. Ni el más mínimo resto.
Absolutamente nada. A no ser, precisamente, esta Siria tan malhadada que, a
ojos de Putin, el exagente del KGB, probablemente encarne el último vestigio
del esplendor perdido.
Rusia es un país enfermo.
Rusia es un país exangüe cuyo comercio
exterior, por ejemplo, equivale al de los Países Bajos.
Pero Rusia es también un país vencido
que añora a una potencia de la que solo queda esta Siria, todavía más exangüe,
a la que se aferra con la misma energía insensata que, mutatis mutandis, la
debilitada Francia de los años cincuenta se aferraba a una Argelia que, no
obstante, sabía irremediablemente perdida.
A todos aquellos a quienes no les
gusta ver a un gran país gobernado por unos bravucones revanchistas espoleados
por el resentimiento, esta explicación les parecerá inquietante; y no sin
razón.
Pero, al mismo tiempo, debería
tranquilizar a aquellos que saben —también— que cuando alguien saca pecho con
tanta vehemencia es porque, en el fondo, no tiene control alguno sobre el curso
de los acontecimientos.
¿Y si Putin fuera un tigre de papel?
¿Un Popeye con esteroides? ¿Un chantajista que no se arriesgará a poner en
peligro sus Juegos Olímpicos de Sochi? Es demasiado pronto para pronunciarse.
Y, en estos momentos de suspense, no hay ni solución prefabricada ni resolución
sin riesgo. A cada cual, por consiguiente, le corresponde decidir su campo y su
apuesta. La mía es que es posible socorrer a los civiles sirios y salvar lo que
aún puede salvarse de la credibilidad y el honor de la comunidad internacional
sin que eso provoque el apocalipsis con el que nos amenazan.
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