Fernando Mires 9 de noviembre
de 2013
Casi todos los días se cumple el
aniversario de la muerte de algún escritor célebre. Pero a algunos los
recordamos más que a otros. No quiero decir que esos escritores hubieran
escrito para la posteridad. Por lo demás, quien escribe para la posteridad tiene
que estar muy dominado por la idea de la muerte pues la posteridad no existe
para nadie que esté vivo. La posteridad es solo una hipótesis. Pero sí hay
algunos, y a esos perteneció Albert Camus, a quienes podemos comprender mejor
después que han abandonado este mundo. Creo advertir la razón:
Camus leyó mejor que muchos en las
líneas de su tiempo letras que alcanzaron nitidez solo después de su muerte.
Pero las leyó en su tiempo, durante su vida, debatiendo y discutiendo con sus
pares e impares. Porque hoy día, ya varios años después de que fueran revelados
los millones de crímenes cometidos en la ex Unión Soviética, después de la
caída estrepitosa del Muro de Berlín, de que China se convirtiera en la segunda
potencia capitalista (otros dicen, la primera) del planeta, de que en Cuba y
Corea del Norte "la dictadura del proletariado" se encuentre
representada por oprobiosas dinastías, del colapso de los "socialismos
militares" del mundo árabe, y de las humillaciones a que somete la pandilla
militarista de Maduro y Cabello a todo lo que parezca oposición en Venezuela,
en fin, después de todo eso y mucho más que no pudo presenciar Camus, poner en
tela de juicio la lógica de la razón revolucionaria dista de ser un
despropósito. Al contrario. Mas bien cabe preguntarse acerca de la integridad
espiritual de quienes todavía la defienden.
Estoy hablando, para que no haya
equívocos, de la misma desintegración espiritual de quienes defendieron a la
dictadura de Franco como un medio para alcanzar "la república integrista cristiana".
O de las atrocidades cometidas por los EE UU en Vietnam en nombre de "el
sueño americano"". O de quienes todavía ven en los antropófagos
dictadores militares sudamericanos, demiurgos de una "revolución restauradora". Estoy
hablando, si alguien no ha entendido, en contra de esa lógica que lleva a
justificar a cualquier medio en nombre de un imaginado fin. De los que
desvalorizan la existencia en aras de un objetivo suprahistórico. De los que al
perseguir el futuro destruyen el presente. De los que se creen dueños, nadie
sabe con qué derecho, de la razón de la historia. De los hombres nuevos y, por
cierto, de sus dementes fabricantes.
Camus habría dicho, estoy hablando en
contra de quienes usurpan el significado de la rebelión en nombre de la revolución.
Dos palabras -rebelión y revolución- hasta Camus casi sinónimas y que hoy
sabemos gracias entre otros a Camus, son antónimas. Pues si bien una revolución
puede comenzar con una rebelión, la revolución, mientras más se prolonga en el
tiempo termina por convertirse en la negación de toda rebelión.
Para Camus la rebelión es un
"no". La revolución, en cambio, es un "sí". Negación y
afirmación explicada en su célebre "El Hombre Rebelde" "¿Qué es
un hombre rebelde?" -preguntaba Camus-. Su respuesta fue concluyente:
"Un hombre que dice que no" (p.17).
El motivo que lleva al pronunciamiento
del no, no es uno solo. Tampoco está inscrito en algún lugar de la historia,
como llegó a postular Hegel. Pero sí tiene, para Camus, un sentido ontológico.
Uno que va más allá de Hegel para quien el sí y el no son constitutivos de una
trinidad dialéctica que es a la vez la unidad del pensamiento (La afirmación,
la negación, la negación de la negación).
Hegel se preguntaba en su
Fenomenología del Espíritu ¿Por qué el esclavo no se libera de su amo? La
pregunta de Camus era en cambio otra: ¿Por qué un esclavo que nunca ha
intentado liberarse, es decir, por qué alguien que ha dicho siempre sí, dice de
pronto no? El no en ese sentido surge de la gota de agua que colma el vaso. Es
el punto imprecisable que marca la no soportabilidad de la negación de uno por
el ser del otro.
Ese no del esclavo rebelde es por eso
un sí dicho por el ser a sí mismo. Mas, no es un sí a una sociedad sin
esclavos, ni a un nuevo modo de producción, ni siquiera a un "mundo
mejor". Es simplemente un no a quien, hombre de carne y hueso, lo
desconoce en su propio ser. Puede surgir de un latigazo de más -o de un pan
menos, o de un insulto innombrable- el impulso que lleva al esclavo en un
momento determinado a matar al amo. No es en todo caso un acto que surja de la
reflexión. Más bien, como lo explicaba Camus, ocurre al revés: la reflexión
surge del acto mortal. O dicho así: La negación es la primera condición del
pensamiento pues el pensamiento proviene de una fundamentación y no se puede
fundamentar lo que todavía no ha sucedido.
Antes del acto que surge de la
negación no hay nada que fundamentar. "En nuestra prueba cotidiana"
-argumentaba Camus- la rebelión desempeña el mismo papel que el
"cogito" en el orden del pensamiento; es la primera evidencia. Pero
esta evidencia saca al individuo de su soledad. Es un lazo común que funda en
todos los hombres el primer valor: Yo me rebelo, luego nosotros somos" (p.
25).
Este acto negativo del ser no
proviene, por lo tanto, de ninguna moral establecida, de ningún código legal y
mucho menos de una filosofía. Se trata simplemente de un ser que desea ser
reconocido por otro ser que no lo deja ser.
Cuando las multitudes de 1989
desafiando a guardias armados saltaron el muro de Berlín -es un ejemplo- no
pensaban en crear un orden histórico superior. Simplemente saltaron el muro
obedeciendo al impulso corporal de quienes quieren entrar en el espacio común
que por derecho pre-constitucional les pertenece, en este caso la nación común.
Esa es la diferencia con la revolución cuyos actos son siempre pre-meditados.
Según Camus: "Mientras que la historia, incluso la colectiva, de un
movimiento de rebelión es siempre la de un compromiso sin salida en los hechos,
de una protesta oscura que no compromete sistemas ni razones, una revolución es
una tentativa para modelar el acto sobre una idea, para encuadrar al mundo en
un marco teórico. Por eso es que la rebelión mata hombres, en tanto que la
revolución destruye a la vez hombres y principios" (p. 101).
Eso significa también: mientras una
revolución convierte a un sujeto en un objeto, la rebelión convierte al objeto
en un sujeto. Razón por la cual, mientras en algunas rebeliones hay muertos,
las revoluciones convierten a la muerte en un sistema. En la rebelión la muerte
del otro es consecuencia de un acto no pensado. En la revolución en cambio, se
trata de homicidios sistemáticos; de asesinatos deliberados.
Dicho con Camus: "la mayoría de
las revoluciones adquieren su forma y su originalidad en un asesinato. Todas o
casi todas han sido homicidas" (p. 150). O más preciso aún: “En la época
de la negación podía ser útil interrogarse sobre el problema del suicidio. En
la época de las ideologías (y no hay revolución sin ideología revolucionaria,
FM) hay que ponerse en reglas con las del asesinato" (p.150).
La muerte (o simplemente la negación
gramatical) del otro en las revoluciones, sigue un plan sistemático de acuerdo
a un fin previamente determinado. Pero ese fin -ahí reside la mendacidad de cada
revolución- nunca debe ser alcanzado pues si lo es termina la revolución. La
revolución para no morir requiere que el fin requerido sea siempre
inalcanzable. Su lógica existencial necesita de un fin que nunca se cumpla. En
cierto modo toda revolución es una estafa pública. No así la rebelión. La
rebelión termina con la negación del otro. Basta.
Toda revolución busca extenderse en el
tiempo. Hay algunas en las que sus líderes envejecen o mueren, cambian las
generaciones, y la revolución continúa su curso. Los seres humanos son
mortales, pero la revolución no lo es, repiten con fervor los revolucionarios.
Los revolucionarios persiguen a través de la inmortalidad de la revolución su
propia eternidad. ¿O ha conocido usted a un revolucionario que alguna vez haya
dicho, ya hicimos la revolución, y ahora a vivir tranquilos, calabaza calabaza
cada uno para su casa? No. No: así solo hablan los rebeldes. Jamás los
revolucionarios.
Toda revolución busca extenderse hacia
el infinito de todos los tiempos, no solo del tiempo de los revolucionarios
sino, sobre todo del de quienes no lo son, los que deben ser reducidos a un
material modelable; plasticina, arcilla, cemento. ¿Y los que no quieren ser
convertidos? A ellos les espera el cadalso, la tortura, la muerte. Toda revolución
termina asesinando a la rebelión en nombre de la revolución. Los
revolucionarios, así lo dijo Camus: "Desprecian la libertad de las
personas y sueñan con una extraña libertad de la especie; rechazan la muerte
solitaria y llaman inmortalidad a una prodigiosa agonía colectiva"
(p.282).
En la revolución impera el principio
de la muerte. En la rebelión el de la vida. Esa fue la razón por la cual Albert
Camus, aunque si bien siempre estuvo a favor de la liberación de Argelia con
respecto al colonialismo francés, nunca estuvo a favor de los comunistas
argelinos que luchaban por la liberación. Su pregunta inquieta era evidente: ¿Y
quién nos va a liberar de los liberadores?
La rebelión de Camus comenzaba y
terminaba en un no. En un simple, claro y rotundo no.
Con el sí comienza toda ideología. Y
con la ideología la enajenación del ser con respecto a sí mismo. Razón de más
para afirmar que Camus fue la representación real del hombre rebelde. De ahí su
permanente actualidad. Porque siempre, desde la infancia hasta la vejez, habrá
motivo para rebelarnos en contra de algo o alguien. La rebelión nos hace
dignos. No así la revolución. Nunca las revoluciones, a diferencias de las
rebeliones, han sabido morir con dignidad.
Texto de referencia: Albert Camus, El
Hombre Rebelde, Editorial Losada, Buenos Aires 1978
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico