Francisco Suniaga 25
de octubre de 2013
@FSuniaga
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Fieles a la cultura democrática que se
creó y desarrollo en el país entre 1958 y 1998, millones de venezolanos tienen
la tendencia a juzgar los fenómenos políticos posteriores a ese período con los
paradigmas analíticos de aquellos años.
Así, muerto el comandante eterno, tras
un oscuro resultado electoral en abril, con una economía descuadernada y con
una división interna producto de la lógica disputa por el liderazgo del
chavismo, se comenzó a hablar de una necesaria transición.
Cuando se habló de transición, se
hablaba de una transición en positivo, una transición democrática, hacia lo
mejor, hacia la normalidad institucional. El paso primero de ese proceso habría
sido, obviamente, el reconocimiento de la oposición y su liderazgo. Una vez
cubierta esa condición sine qua non, se pudo haber negociado, no necesariamente
de manera expresa, el desmontaje el aparato político e institucional creado por
el eterno para administrar violencia y atacar a los opositores.
Un monstruo que va desde los
motorizados armados hasta el Tribunal Supremo de Justicia, pasando por todos
los entes que integran el Poder Moral. A partir de allí, las elecciones que se
fuesen realizando habrían terminado por normalizar la vida política del país.
Se pudo incluso haber pensado en un
plan de emergencia económica conjunto que protegiera al bolívar, hoy devaluado
y devaluándose, y no sometiera a los venezolanos a una inflación cercana al
cincuenta por ciento anual, este y los próximos años. En fin una transición
como la de los chilenos o la de los españoles a finales de los setenta, eso
esperaban los demócratas.
Pero ese no ha sido el caso.
Quienes pensaban en Chile y España han
terminado en Bielorrusia. Lo que Maduro y los “barones” del chavismo han
ejecutado, ha sido una transición absolutamente negativa, desconocedora de la
oposición democrática (de hecho, parte importante de su tiempo, un recurso muy
escaso para cualquier presidente, lo consume en conspirar contra ella y su liderazgo),
que avanza hacia la oscuridad del autoritarismo militar. Aquellos venezolanos
que desde 1958 clamaban y pedían un gobierno militar, pueden darse por
satisfechos porque si este no es uno, se parece muchísimo.
A medida que se hundía en su debilidad
personal y política, Maduro decidió aferrarse a los militares y entregarles, a
una rata creciente, posiciones de mando importantes en el aparato del Estado.
Hasta la economía y su funcionamiento tiene un estado mayor (Órgano Superior de
Defensa de la Economía) dirigido por un general activo. Por supuesto que la
culpa no es toda suya, ese camino quedó demarcado por el comandante-inmortal.
Ahora está claro que cuando Maduro
habla de “radicalizar el proceso” se refiere a esto, a militarizarlo y hacerlo
aún más autoritario. Todavía hablan de unión cívico-militar, ya se verá por
cuánto tiempo.
En los modelos teóricos de economía
política que los académicos de Estados Unidos han elaborado para tratar de
predecir los fenómenos políticos que florecen entre sus convulsos vecinos, hay
uno que se resume en una terrible conclusión: las experiencias populistas de
izquierda en América Latina terminan en un golpe militar de derecha. Allende
fue el caso más emblemático, pero no el único, también se cuentan la de Velasco
Alvarado en Perú, Getulio Vargas (y ni qué decir de Juan Domingo Perón e
Isabelita, si es que, como al chavismo, con indulgencia se les considera de
“izquierda”).
Factor determinante en ese destino
terrible es la política económica de esos regímenes.
En su afán de “hacerle justicia” al
pueblo, incurren en barbaridades económicas que conducen a mega devaluaciones e
hiperinflación. En ese ambiente, la política se distorsiona y el régimen se
desmorona. En su clásica Macroeconomía del populismo, el extinto Rudiger
Dornsbusch, explica paso a paso el proceso que conduce a ese infierno. Al
contrastar ese modelo con esta realidad venezolana, el resultado ciertamente da
miedo.
Las últimas decisiones de Maduro: su
radicalización en el discurso y en las acciones y su insistencia en obtener una
ley habilitante (para lo cual han violado la Constitución y los derechos
humanos de diputados opositores y pervertido la voluntad popular de darse
representantes legítimos) apuntan todas en la dirección que el modelo predice.
Por eso cuando hizo su entrada al
Palacio Federal para solicitar a la Asamblea Nacional poderes ilimitados para
acelerar su paso hacia los abismos de una dictadura, no estarán en el pórtico
escritas las palabras del infierno de Dante, pero bien podrían estarlo: “Pierde
toda esperanza, tú que entras”.
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