MOISÉS NAÍM 8 MAR 2014
@moisesnaim
Putin, Erdogan, El Asad y Maduro
denuncian una confabulación global
Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan,
Bachar el Asad, Nicolás Maduro y Robert Mugabe la han denunciado: una gran
conspiración internacional está en marcha. Según ellos, quienes protestan en
las calles de Kiev, Estambul, Alepo, Caracas y Harare son, en realidad,
mercenarios apátridas al servicio de oscuros intereses foráneos. O tontos
útiles manipulados por esas mismas fuerzas. ¿Y quién, de acuerdo a estos
autócratas, está detrás de esta funesta conspiración planetaria? Las
democracias occidentales.
Seguramente, Putin, Erdogan, Mugabe y
los demás suponen que hay todo tipo de esfuerzos secretos para
desestabilizarlos o incluso sacarlos del poder. Pero lo más curioso es que los
líderes autoritarios parecen temerle tanto o más a las organizaciones
internacionales que actúan abiertamente y de manera muy pública. Son las
fundaciones filantrópicas y los activistas que promueven la democracia,
documentan las violaciones a los derechos humanos u observan elecciones para
detectar y denunciar trampas. Para los gobiernos propensos a socavar la
democracia, encarcelar opositores, perseguir periodistas y trampear elecciones,
los nobles objetivos de estas organizaciones son una hipócrita máscara que
oculta su verdadera misión desestabilizadora. Por eso las prohíben o les hacen
la vida imposible.
Antes de continuar creo importante
indicar que formo parte del directorio de dos de ellas: el National Endowment
for Democracy (NED) —Fondo Nacional para la Democracia— y la Open Society
Foundation (OSF) —Fundación para la Sociedad Abierta— y que no percibo
remuneración alguna por estas actividades. Ambas financian a organizaciones en
casi todo el mundo que luchan en favor de la democracia y los derechos humanos.
Inevitablemente, las dos son blanco de constantes ataques y denuncias por parte
de gobiernos autoritarios y de quienes simpatizan con ellos. Sobra decir que ni
estas dos organizaciones ni yo recibimos instrucciones ni estamos al servicio
de gobierno alguno. Y también está demás anticipar que quienes creen en “la
gran conspiración” jamás van a aceptar que lo que acabo de afirmar sea cierto.
La razón por la que menciono todo esto
es que mi vínculo con estos organismos me ha permitido ser sido testigo directo
de los esfuerzos que hacen las autoridades para acallar, reprimir o neutralizar
a quienes luchan por la democracia en países donde no existe o es muy
imperfecta. Los medios de los que se valen son muchos y variados. El más
eficaz, sin embargo, es el control que muchos de estos gobiernos ejercen sobre
el poder legislativo y el judicial. Es frecuente, por ejemplo, toparse con
leyes que prohíben o dificultan que las organizaciones no gubernamentales
reciban fondos de instituciones extranjeras. Según los investigadores Darin
Christensen y Jeremy Weinstein, en 12 países se prohíbe y en 39 se restringe la
financiación externa de las ONG. La ironía es que en muchas de estas naciones
que limitan las subvenciones para grupos que luchan por la democracia, es común
que los gobernantes de turno gocen del apoyo monetario de oligarcas, carteles
criminales y otras fuentes inconfesables de dinero y recursos. Además, la
desproporción de las cifras en juego es espeluznante: el presupuesto de un año
de muchas ONG es lo que puede gastar un oligarca o un cartel criminal en una
noche de fiesta para su político favorito. Y mientras que las operaciones de
organizaciones internacionales como NED y OSF son totalmente transparentes y
abiertas al escrutinio público, la financiación de los políticos
progubernamentales en países como Rusia, Turquía, o Venezuela es muy opaco.
Y cuando no son las leyes, son los
jueces. Un tribunal egipcio sentenció con penas de cárcel de hasta cinco años a
43 miembros extranjeros de ONG que trabajaban impulsando la democracia en ese
país. En Ecuador, el Supremo impuso una multa de 40 millones de dólares al
diario El Universo por una demanda por injurias interpuesta por el presidente
Rafael Correa.
Otro método es impedir la entrada de
los enviados de las ONG para observar elecciones, documentar torturas o
investigar la corrupción. Y, por si fuera poco, siempre quedan las arengas
nacionalistas. Acusar a organizaciones locales que se ocupan de la vigilancia
electoral o la defensa de presos políticos de ser agentes de potencias
extranjeras es tan común en Malasia como en Rusia, en Bangladesh y Venezuela.
En el estudio más amplio que se ha
hecho sobre todo esto, Thomas Carothers y Saskia Brechenmacher concluyen que el
impacto de estos esfuerzos para asfixiar a las ONG ha sido significativo, lo
cual no es una sorpresa. La sorpresa es su otra conclusión: a pesar de todo lo
que hacen los gobiernos autoritarios para neutralizar a la sociedad civil
organizada, en más de la mitad de los 100 países que ellos analizaron es aún
posible ayudar desde afuera a quienes luchan por la libertad.
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