Álvaro Vargas Llosa VIERNES 28 DE FEBRERO DE 2014
En un artículo publicado el miércoles
en la edición América del diario español El País (“Sólo el diálogo puede
cambiar la dinámica de confrontación”), que se suma a otro publicado por La
Tercera el sábado pasado, José Miguel Insulza refleja la doble vara de medir
latinoamericana frente a Venezuela.
El secretario general de la OEA
demuestra mucho más interés por evitar que (el Presidente de Venezuela) Nicolás
Maduro lo considere intervencionista que por los muertos, los presos políticos,
la ausencia de libertad de expresión, la abolición de la independencia de
poderes y el uso de paramilitares achacables al gobierno.
“Lo que ocurre”, dice, “es que los
tiempos de la intervención ya pasaron en América Latina”. Ni una palabra sobre
el líder opositor Leopoldo López, hoy recluido en una cárcel militar, sobre los
disparos oficiales que mataron a Jimmy Vargas y Génesis Carmona, por mencionar
sólo a dos víctimas de la espeluznante represión de estos días, ni sobre el
centenar largo de heridos. Tampoco una queja por el hecho de que Maduro dicte
órdenes de captura -por ejemplo, contra el ex general Angel Vivas- sin asomo de
procedimiento jurídico.
No parece el mismo secretario general
que en 2009 llamó a la expulsión de Manuel Zelaya “una ruptura del orden
democrático” en Honduras. Intervino entonces con frenesí. Viajó a Honduras y
declaró: “Preferí venir acá para decirles: nosotros consideramos que acá hubo
un golpe de Estado”. Lideró los pedidos para suspender a Honduras, cosa que la
Asamblea General hizo. Su presencia en los medios a propósito de Honduras fue
ubicua. Su pasión por Zelaya era tal, que Hillary Clinton expresó incomodidad.
Hoy, las víctimas de la Venezuela chavista no le merecen siquiera una mención
explícita.
No, el intervencionismo no es cosa del
pasado. Está en el armazón jurídico que sostiene a América Latina. Y en
cualquier caso, un secretario general de la OEA con una pizca de interés está
en condiciones de hacer saber su opinión, ejerciendo el “bully pulpit” del que
habló Theodore Roosevelt y que constituye práctica tan común en Washington. Se
llama liderazgo. No: se llama ganas.
Tendría mucho que invocar el
secretario general para justificar un mínimo reparo público a la dictadura
encabezada por Maduro. Podría invocar el Preámbulo y el artículo 1 de la Carta
de la OEA; los ar-tículos 1, 3, 8, 18 y 19 de la Carta Democrática
Interamericana; el Preámbulo y el artículo 1 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos; el Punto 9 de la Declaración de Santiago (Celac) y el
Protocolo Adicional al Tratado Constitutivo de Unasur sobre Compromiso por la
Democracia (en estos dos casos no se trata de instrumentos relacionados con la
OEA, pero nada le impide invocarlos).
Insulza se refiere al de Maduro como
“un gobierno elegido democráticamente”. Fue, recordemos, designado
arbitrariamente por Chávez en un ucase televisivo; a la muerte del caudillo y
en contra de la Constitución chavista, que preveía un traspaso de poder a quien
presidía la Asamblea Nacional, se apoderó del mando y presidió unas elecciones
que controló al milímetro. Unos comicios tan equitativos, por ejemplo, como el
plebiscito que Pinochet ganó en 1980 y que Insulza no llamaría democrático.
Desde hace 15 años Venezuela asiste a
la obliteración, con asesoría cubana, de la democracia y el Estado de Derecho.
Lo ven claro organismos como la SIP, que acaba de denunciar una vez más la
“censura informativa”, la Conferencia Episcopal venezolana, que ha rechazado
“rotundamente” la represión, y el Parlamento Europeo, que ha pedido eliminar
las órdenes de detención contra opositores.
El diálogo que urge en Venezuela no es
para que el régimen se haga eterno sin molestias callejeras. El que urge es uno
que dé pie a la transición a la democracia y el Estado de Derecho. Como dice la
Carta Democrática Interamericana, eso es lo que da estabilidad y paz.
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