Miguel Méndez Rodulfo Caracas, 8 de agosto de 2014
Cuando los líderes occidentales se
sentaban a negociar con Vladimir Putin, en el extinto G8, se trataba de unos
presidentes, primeros ministros o cancilleres, que aunque poderosos
políticamente, eran unos asalariados que no acumulaban poder económico
personal, estaban sometidos a las reglas del estado de derecho así como a los
convenios internacionales, respetaban el equilibrio de los poderes y su mandato
tenía un término; es decir, era unos inquilinos con un poder y una
representatividad limitada. En tanto que Putin era un jerarca y un oligarca
ruso, que ejercía un poder omnímodo, con poca sujeción a la ley y un escaso
respeto por los derechos humanos y la propiedad privada. Así el Presidente
ruso, que detenta el poder desde 1999, tres veces como presidente y una como
primer ministro, es abogado, judoka, espía, gobernante, socio de múltiples
empresas, multimillonario, novio apasionado de una joven gimnasta y un soñador
que trata de evocar la grandeza de la antigua URSS. En 2013, luego de 30 años
de matrimonio, se divorció de su esposa, no sin antes hacerla comparecer
lastimeramente ante las cámaras, conminándola a reconocer que se trataba de “un
divorcio civilizado… de nuestra decisión en conjunto”.
Entre otras tropelías de Putin se
recuerda la expropiación en 2003 de la petrolera Yukos y el consecuente arresto
de su presidente Jodorkovski por manifestar aspiraciones políticas. La Corte
Permanente de Arbitraje, con sede en La Haya, acaba de pronunciarse en contra
de Rusia, la decisión del tribunal obliga a pagar una compensación de cerca de
US$ 50.000 MM a los accionistas de Yukos; en tanto que Putin se opone a pagar,
corren los intereses. Cuando a finales de noviembre de 2013, la Unión Europea
se disponía a firmar un acuerdo de asociación con Ucrania, el entonces
presidente Yanukovich se decantó por un convenio con Rusia, viraje que
enfureció a miles de ucranianos que se lanzaron a la calle, tomaron la plaza de
El Maidan e iniciaron una protesta que terminaría con el régimen. El
derrocamiento de un aliado incondicional de Putin y el alejamiento de Ucrania
de la esfera de influencia rusa, dio al traste con los planes del jerarca de
reverdecer las viejas glorias de la Unión Soviética. La respuesta fue la típica
de un gánster: de un zarpazo se enviaron tropas de ocupación a Crimea, sin
distintivos que las identificaran, se alentó el nacionalismo de los grupos pro
rusos, se propuso a la carrera un referéndum y se desplegó una intensa campaña
propagandista al interior de Rusia; pero además, y más grave, se alentó
políticamente la secesión de las regiones orientales de Donetsk y Slaviansk,
con el suministro de armas y de dinero.
Los intentos de la comunidad
internacional por llamar la atención de Putin se estrellaron con el más
profundo desprecio de este líder y con sus posturas arrogantes y groseras.
Durante varios meses hubo una retórica bélica en el discurso del Kremlin, de
agresión constante contra Ucrania y de desconocimiento de las instituciones
internacionales como la ONU, la UE, la OTAN, etc. A tal punto la conducta del
presidente ruso, fue de guapetón de barrio que Ángela Merkel comentaría que
Putin deliraba si pensaba que se iba a salir con la suya. Los EEUU y la UE,
decidieron aplicar gradualmente sanciones económicas a Rusia, algo que muchos
halcones criticaron. Pero las sanciones fueron con pinzas y sobre el corazón
del entorno financiero y económico de amigos que apoyan a Putin y que dirigen
grandes empresas, así como a los políticos más radicales contra Ucrania. Con la
crisis de Ucrania, los capitales han escapado de Rusia, la inflación se ha
disparado, el país ha entrado en recesión, el crédito se ha encarecido y las
reservas bajan. Las sanciones han agravado este cuadro. Ahora Putin impone
sanciones por un año a la importación desde USA y la UE de productos agrícolas,
cárnicos y lácteos, algo que traerá escasez e incremento de precios para el
pueblo ruso.
Caracas, 8 de agosto de 2014
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