No pasaba día sin que Hugo Chávez denigrara del Imperio yanqui, pero
con Nicolás Maduro el asunto llega a niveles de paroxismo
Cuánto
ha llovido y nevado, cuántas sequías, terremotos, tornados, tsunamis y guerras
han ocurrido desde que Estados Unidos de Norteamérica se transformó en el país
más poderoso del planeta hasta hoy, en su declive. Aquello fue descarado, sin
tapujos. Hubo, por ejemplo, un presidente llamado Teodoro Roosevelt quien en
1901 proclamó lo que se llamaría la doctrina del Gran Garrote o big stick:
"Habla suave y pega duro". Las principales víctimas de esos
garrotazos fueron los países de América Latina. Roosevelt le hizo un addendum a
la Doctrina Monroe —América para los americanos— con la que se impedía que
países de Europa intervinieran militarmente el continente, y la transformó en
América para los norteamericanos.
Estados
Unidos es hoy lo que es y del tamaño que tiene, gracias a guerras, tratados y
convenios que le permitieron incorporar a su territorio a Luisiana, Florida,
Texas, California y Alaska. España fue quizá el país colonial más afectado por
el expansionismo imperialista de Estados Unidos, ya que en esos trances perdió
a la Florida —¡Ahhh Miami!— a Filipinas y a Cuba. Si a Barak Obama se le
hubiese ocurrido nacer en Puerto Rico, no habría podido ser presidente de su
país porque se trata de un Estado libre asociado. Pero tuvo la suerte inmensa de
nacer en Hawai, declarado el Estado Nº 31 de la Unión en 1959, dos años antes
del advenimiento al mundo del actual presidente de los EE UU.
Las
decisiones imperiales del llamado Coloso del Norte no quedaron limitadas a
crecer geográficamente a costillas de otras naciones, el Canal de Panamá existe
por la intervención de EE UU para rebanarle un buen tajo a Colombia y asentarse
en esa región. A cualquier país del Río Bravo hacia el sur que tuviese un
Gobierno sospechoso de veleidades marxistas o más recientemente de nexos con el
narcotráfico, le llegaban los Marines. Ocurrió en República Dominicana entre
1965 y 1966 para ponerle fin al Gobierno izquierdista de Juan Bosch y en Panamá
en 1989 de donde se llevaron preso al dictador Manuel Antonio Noriega. Otro
método fueron los golpes de Estado que daban militares locales con el apoyo
norteamericano, como el que derrocó a Jacobo Arbenz, presidente de Guatemala,
en 1954 y a Salvador Allende, de Chile, en 1973. Fidel Castro se salvó de una
suerte similar gracias a su alianza con la URSS en plena vigencia de la guerra
fría.
La
desaparición de la URSS marcó el declive de ese Imperio respetado, temido y
odiado. Las dos primeras consecuencias de su poderío se han ido desdibujando,
no así el odio que persiste. Y es sobre ese odio que quisiéramos detenernos.
Sería no solo explicable sino natural que en los países donde los
norteamericanos se enfrentaron a sangre y fuego con los nativos, como Corea y
Vietnam, existiera una repulsa visceral hacia ellos. Pero si la hubiese no
podría compararse con la que se les tiene en Europa, un continente salvado en
dos guerras mundiales por la intervención militar de Estados Unidos. Si ese
país no se hubiese aliado con Inglaterra y la URSS en la segunda guerra
mundial, si los cementerios de Francia y otras naciones europeas no estuviesen
llenos de tumbas de soldados norteamericanos, Hitler habría ganado la contienda
y Europa toda pertenecería al Tercer Reich.
¿Podría
alguien imaginar hace tres o cuatro décadas que un gobernante por accidente,
heredero de otro fruto de la desgracia, ambos fanfarrones y dados a las
payasadas, iban a desafiar una y otra vez al otrora Coloso del Norte sin ese
país moviera un solo destructor a las costas del agresor? No pasaba día sin que
Hugo Chávez denigrara del Imperio yanqui, pero con Nicolás Maduro el asunto ha
llegado a niveles de paroxismo. Podríamos aseverar que las imprecaciones al
Imperio van en proporción directa a la escasez de leche, papel higiénico,
pañales, y medicinas. Y aumentan en decibeles cada vez que bajan los precios
del petróleo. ¿Ante esa andanada de insultos, que hacía el desabrido George
Bush y ahora el buenote Barak Obama? Pasaron años sin que se les moviera una
pestaña hasta ahora que Obama ha decidido retirarle la visa a unos cuantos
segundones del régimen venezolano. La conclusión es que nada ha sido más útil
para el sostenimiento de las dictaduras de ropaje marxista pero de esencia
fascista, como la existencia de un ex- Imperio al que acusar de todos los
fracasos.
Pero
no son solo las dictaduras fascio-marxistas como las de Nicolás Maduro quienes
requieren de la existencia de un país fuerte, con el mayor y más sofisticado
poderío militar, con capacidad de influir en las decisiones internacionales y
con derecho a veto en la ONU. Los partidos y los intelectuales de izquierda
también lo necesitan y desesperadamente. Sin un imperialismo yanqui al que
endosar todas las tragedias de la humanidad, pasarían al basurero de la
historia. Larga vida entonces al Imperio, aunque ya no sea la sombra de lo que
fue.
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