Fernando Mires 02 de mayo de 2015
Cuando en el video lo observaba vociferar,
insultar del modo más obsceno a sus adversarios, agredir verbalmente a
gobernantes extranjeros, inventar planes de terrorismo, mentir y mentir,
parodiando más que imitando a su antepasado, me fue imposible no preguntarme
como se sentirá ese hombre cuando está a solas, enfrentado consigo, en ese
tribunal del que nos hablaba Sócrates donde todos somos jueces de nosotros. No
encontré ninguna respuesta. Hay veces en las cuales resulta imposible ponerse
en el lugar del otro. Sobre todo cuando ese otro se encuentra muy lejos de uno.
No hablo de lejanías geográficas.
Sin embargo, al día siguiente de mi
observación, encontré un atisbo de respuesta. Sucedió al leer un artículo del
escritor español Enrique Vila-Matas titulado “Pensamos”, en contraposición a
“Podemos” de Pablo Iglesias (El País, 28.04.15). En ese artículo –no lo voy a
contar aquí- Vila-Matas critica a Pablo Iglesias por su arrogancia de querer
presentarse como vindicador de la historia, como si la historia de España
comenzara recién con “Podemos” .
Según Vila-Matas, Iglesias padece del
mal de otros iluminados que lo han precedido algunos de los cuales han llegado
al poder con el preciso objetivo de abolir el pasado. Vila-Matas cita incluso
unas conocida frase de J. L. Borges: “El pasado es indestructible, pues tarde o
temprano vuelven todas las cosas, y una de las que precisamente vuelve es el
proyecto de abolir el pasado”.
Entiéndaseme: no estoy comparando a
Iglesias con un dictador. Ni siquiera con el mandatario descrito al comienzo.
Iglesias es un hombre de verbo y debate, no de insulto y gritería. No obstante,
al igual que el energúmeno, cree –según Vila-Matas- que él y su movimiento
representan un corte abrupto con el pasado, es decir, que él y los suyos son
portadores de “un nuevo comienzo”. Eso es precisamente lo que hace de él un
personaje potencialmente peligroso.
El proyecto de abolir el pasado en
nombre de un futuro luminoso ha sido el de casi todos los dictadores (y de los
que quieren serlo). Es por eso que todos sus desmanes los adjudican a la cuenta
de “costos necesarios”. ¿Qué importan las muertes, las prisiones, las torturas,
los exilios, las mentiras, al lado del futuro que nos aguarda?
Los dictadores se sienten a sí mismos
como grandes demoledores. Razón por las cuales todos, sean jacobinos,
fascistas, bolcheviques, cristianos, pinochetistas, declaran ser
revolucionarios. De ahí el desdén que experimentan frente a todo lo que existe
en tiempo presente. Ellos imaginan ser los heraldos del nuevo comienzo. Sobre
las ruinas del pasado (es decir, de las tradiciones, de la cultura, de los
valores e instituciones) nacerá el mundo nuevo. El tribunal de la historia los
absolverá de toda culpa. Visto de ese modo, el futuro no solo es un tiempo, es,
además, la religión de las dictaduras. Toda dictadura es futurista.
El gran problema es que muchas veces los
dictadores logran cumplir por lo menos una parte de su objetivo. O convierten
al pasado en ruinas o lo reducen a un conjunto de mitos alucinantes. Pero a la
vez, al abolir el pasado destruyen a la única dimensión verdaderamente
existente del ser humano: la de ese ayer que hace posible al hoy de cada día.
Sin pasado no puede haber presente. Al
demoler el pasado las dictaduras destruyen los cimientos sobre los cuales
reposa el futuro. Así, las mismas dictaduras anulan la posibilidad de un nuevo
comienzo del cual dicen ser sus portadoras. Porque si hay un nuevo comienzo,
este recién comienza cuando una dictadura ha caído. Pero ese comienzo ya no es
revolucionario: es restaurador.
Como ocurre en la escena analítica,
donde el paciente intenta secuencializar su pasado, en la escena
post-dictatorial los pueblos y las naciones buscan reencontrarse con el pasado
para así imaginar al futuro, poniendo esas imágenes bajo la forma de discurso
sobre el espacio público de discusión. Esa es una tesis de Hannah Arendt.
En la filosofía política nadie ha
tematizado la idea de “el nuevo comienzo” con tanta intensidad como Hannah
Arendt. En contraposición a Heidegger, Sartre y Camus, para quienes los humanos
son arrojados en un mundo cuyo objetivo es la muerte, Arendt puso el acento en
la natalidad de todo lo viviente.
La natalidad en La Condición Humana (el
texto filosófico más importante de Arendt) precede y continúa a la mortalidad.
Antes de ser mortales, somos natales. En cada ser que viene al mundo en la
forma de un niño, se encierra la posibilidad de un nuevo comienzo. Pero no de
uno que rompe con el pasado, sino de uno que lo continúa en dirección al
futuro. Pues el niño cuando viene al mundo no es arrojado a la nada, sino desde
la nada viene a una casa (nach Hause kommens) y por eso, él deberá sentirse ahí
como en su casa (zu Hause sein).
Desde esa “casa propia” (puede ser un
pesebre) comenzamos a descubrir el mundo exterior en donde laboramos e
intercambiamos bienes e ideas. Pero si el niño llega a una casa arruinada (la
casa de las dictaduras) donde han desaparecido los límites entre el mundo
exterior y el interior, desaparece también la posibilidad de vivir desde el
pasado hacia el futuro.
Sin privacidad no puede haber
ciudadanía, sin ciudadanía tampoco puede haber privacidad. Desde un presente
vaciado de pasado, el nuevo comienzo dictatorial se convierte en una radical
imposibilidad. Pues solo podemos comenzar de nuevo en continuidad con lo que
hemos recibido del pasado. Por lo mismo, afirma Arendt, cada uno de nosotros es
portador de “una herencia sin testamento”. En consonancia con esa premisa, el
propósito de cada dictadura, sobre todo cuando esta se apoya en un proyecto
total, es el de desheredar a los ciudadanos.
Pero si la política tiene lugar en los
espacios públicos de la polis, puede llegar a convertirse en el medio gracias
al cual, haciendo uso de la gramática y la polémica, configuraremos el futuro
en tiempo presente junto a los nos-otros y en diferencias con los otros. No hay
otra posibilidad para vivir con alguna certeza en este mundo.
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