Luis Vicente León 15 de diciembre de 2015
1
La
democracia es así: un sistema para dirimir el disenso entre personas que
piensan distinto. Es normal que la oposición sea heterogénea y que se presenten
intereses encontrados que hagan difícil llegar a los acuerdos. Pero si bien la
democracia no exige consenso en el pensamiento, hay algo que sí es fundamental
para ordenar la forma de llegar a acuerdos básicos: el consenso alrededor de
las reglas de juego a través de las cuales se van a dirimir esos disensos.
Cuando esas reglas se flexibilizan alrededor de los intereses momentáneos de
los grupos dominantes, sean individuales o agrupados, el resultado está
cantado: conflicto y anarquía.
Un
ejemplo de este reto lo encontramos en la designación de la nueva directiva de
la Asamblea Nacional. Si bien la oposición fue capaz de acordar la
participación unida para las parlamentarias y logró presentar una lista
unitaria de candidatos y una tarjeta común, es obvio que, superada la primera
prueba, ahora las fuerzas política consideran que corresponde fortalecerse
individualmente, bien sea para incrementar su influencia en la toma de
decisiones futuras o para tomar ventaja en el fortalecimiento de sus líderes.
Traducido
a lenguaje más simple, esto quiere decir que los partidos quieren influir en
cómo debe enfrentarse al chavismo y para eso necesitan posicionar a sus líderes
potenciales. Y nada de esto es criticable: forma parte de la naturaleza de la
política y es simplista pretender que no sea así.
Los
intereses y los estímulos existen aquí y en la Conchinchina. Lo relevante es
buscar mecanismos que los canalicen y dirijan positivamente.
2
Sin un
buen set de reglas de juego, la naturaleza de la política lleva a una batalla
entre los grupos internos que ahora quieren llevar a cabo su cobro político individual. Y si sus
fuerzas no les permiten imponerse de manera natural, deben comenzar las
negociaciones de reparto entre las fuerzas y así lograr acuerdos tipo juego de
monopolio: intercambiando barajitas del mismo color.
Ni
siquiera voy a criticar esta acción,
pues de nuevo la considero un resultado natural de la falta de reglas de juego
comunes. Pero, aceptando su naturaleza, es imposible obviar que el resultado
podría ser una división entre los participantes internos y, como consecuencia,
su debilitamiento frente al adversario mayor, a quien parecen olvidar en su
juego interno de poder.
Dejemos
a un lado (por un momento) el llamado natural y consciente a pensar en el país
que los eligió para presionar inteligentemente los cambios necesarios que
permitan resolver las crisis, algo que en una pugna interna de intereses
quedaría rezagado.
Vayamos,
incluso, al interés individual de los grupos.
Si
bien una jugada maestra de acuerdos parciales entre algunas fuerzas (por
ejemplo: entre la segunda y la tercera mayoría; o entre la tercera, la cuarta y
la quinta; o cualquier otra combinación) para impedir que la primera sea la
seleccionada para dirigir la institución podría dejar como la guayabera a un
contendor de alto impacto, esto sería una típica selección de un reality show,
cuando los jueces ponen en manos de los contrincantes la decisión de quién se
va del juego. Cuando eso sucede, los más débiles suelen unirse para escoger que
se vaya el más fuerte, con el objetivo de hacer más fácil la competencia
futura.
Y en
este caso el problema es que una decisión así incluye el deterioro grupal
frente al enemigo real. Y un posible fraccionamiento generado por unas
negociaciones sin reglas los dejaría debilitados a todos y sería una
oportunidad de oro para que el adversario pueda colarse por las fracturas que
le dejan frente.
3
En el
caso venezolano, los acuerdos de unos-contra-otros hacia el interior de la
oposición acrecentarían la desconfianza entre las partes y podría ser la
antesala a una guerra de poder que los fraccione e impida garantizar la
paradójicamente frágil mayoría calificada de 112 diputados, que requiere 100%
de acuerdo para poder materializarse.
¿Y
cómo se resuelve eso?
Pues
se trata de seguir las reglas básicas de la democracia y supeditar a ellas los
intereses individuales.
Si
existe un consenso absoluto sobre quién debe dirigir la Asamblea. ¡Bingo!
Problema resuelto. Si no es así, ¿cómo decidir quien tiene la razón sobre la
mejor opción? Todos tienen derecho a decir que son los mejores o los más
convenientes, pero encerrarse en sus posiciones los llevará al conflicto. ¿Cómo
desenredar esto? Una dinámica posible sería la siguiente: la mayoría ya
elegida.
Siendo
la oposición el grupo mayoritario, sus miembros tienen derecho a escoger desde
su interior. La selección reglada sería en cascada partiendo de la Presidencia
del Parlamento para la primera fuerza opositora en término de diputados, de
modo que a la segunda y la tercera se asignen las vicepresidencias y así
sucesivamente.
No es
inaudito pensar en un mecanismo de representación de minorías que garantice que
incluso el chavismo quede representado en puestos directivos de la Asamblea,
mostrando que la oposición es diferente a eso que quiere cambiar y que el 42%
de los venezolanos que votaron por esa fuerza también deben estar adecuadamente
representados en la casa del pueblo, aunque estos hayan sido excluyentes en el
pasado.
No se
trata de represalias: se trata de cambios profundos en la forma cómo nos
organizamos como país. Sí, ya sé que están brincando en su silla los más
radicales y mi esposa a la cabeza, pero una lección que debemos aprender es que
“acuerdo” no significa que los demás estén de acuerdo con nosotros, sino que
estemos dispuestos a tomar decisiones, pero también a ceder.
Tal
como han propuesto algunos importantes intelectuales venezolanos públicamente,
coincido en que la siguiente decisión clave es acordar un mecanismo de rotación
futura de ese directorio, algo que garantice que durante los próximos períodos
de sesiones anuales las otras fuerzas opositoras principales representadas en
la Asamblea Nacional también tengan la oportunidad de asumir la Presidencia y
otros puestos de poder dentro de ella, refrescando la participación y
garantizando la alternancia.
Sería
sólo un tema de tiempo para garantizar la inclusión. Con un acuerdo sobre las
reglas, la decisión sería clara y se eliminan los riesgos de conflicto, dando
un ejemplo al país de que sí se puede rescatar la democracia plena, a pesar de
las naturales diferencias que (lejos de querer eliminar) debemos agradecer y
respetar, pero también normar.
Ojalá
que las fuerzas políticas tengan la suficiente fortaleza para dejar de lado sus
intereses individuales por el bienestar del país. Porque, si no lo son, cabe
señalar que no escoger la vía de las reglas racionales para irse por el
barranco de las decisiones a cuchillo terminará amenazando a quienes
(momentáneamente) crean que se la están comiendo.
No
vaya a ser que, como dice el dicho, hayan nadado tanto para ahogarse en la
orilla.
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