Por Yedzenia Gainza, 16/12/2015
Le gustaba dar sorpresas. Lo que sintió cuando le dieron una a los
siete años hizo irresistible regalar un momento como ese a las personas que le
importaban.
A veces planeaba con tiempo una fiesta, otras simplemente se detenía al
ver algo que se le parecía a… y lo guardaba en un cajón hasta que el deseo de
ver el brillo especial en los ojos del agasajado burlara al calendario o
aguardara la llegada de una fecha señalada. Pero desde que vivía fuera la
sorpresa que más le gustaba era la de volver a casa en Navidad.
Tenía un trabajo que le permitía moverse con facilidad, era la clase de
trabajo que incluye estar ocupada mientras el resto del mundo festeja. De modo
que su familia nunca contaba con su presencia en la mesa. Fue entonces cuando
se le ocurrió crear la tradicional sorpresa de Navidad que consistía en hacerle
creer a todos que no podría estar en casa para las fiestas. Algunas veces
contaba con la complicidad de algún amigo que la recogía en el aeropuerto,
otras contaba con la discreción de todos, otras no se lo contaba a ninguno. Lo
cierto es que la sorpresa llegaba a su punto culminante cuando su mirada se
encontraba con la de su madre.
Pasaba las fiestas riéndose de las excusas que había inventado para no
ser descubierta, apareciendo en las casas de sus amigos, repartiendo abrazos
mientras las sonrisas inundaban cocinas, garajes y cualquier rincón donde el
reencuentro paralizara la cotidianidad. Su tradición entusiasmaba cada vez a
más personas que querían formar parte de esos momentos que regalaba atravesando
la ciudad en un coche prestado.
Cada sorpresa le demostraba que los regalos siempre tienen doble
función, el rostro de ilusión de quien lo recibe es alimento para el alma de
quien lo da. Nunca pensó que llegaría la Navidad en la que se rompería la
costumbre. A pesar de las carencias y los demás problemas, por primera vez en
diecisiete años su país se preparaba para una Navidad donde lo de “feliz” no
sonará hueco o falto de fe. Así que se encargó de decirle a sus amigos que este
año no contaran con su presencia. Este diciembre no habría visitas inesperadas
con botella de vino o bombones en mano, no habría charlas hasta el amanecer ni
paseos por la playa. Intentó una y otra vez hacerle entender a su madre que
esta Navidad no la encontraría en el asiento de al lado, tampoco la vería
entrar corriendo y esquivar a los perros para que no le lamieran los tacones,
ni cocinando para malcriar a sus hermanos. Sin embargo, notaba que en el fondo
no le creían. Entendió que las sorpresas salen caras: no contó nunca el precio
de la desilusión en el rostro de la persona que más le importa en el mundo y en
el que durante años sin querer sembró la esperanza de que incluso en el último
minuto la vería llegar arrastrando la maleta con muchas horas de vuelo encima y
una alegría que no le impediría comerse dos hallacas. Sí, dos.
Esta Navidad muchas mesas venezolanas tendrán vacíos los puestos de
todos esos hijos a los que se les arruga el alma si escuchan una gaita o
“faltan cinco pa’ las doce”. No habrán sorpresas, pero sí la convicción de que
esta será la última vez.
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