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viernes, 8 de enero de 2016

Crónica I 5E: El día que fue sorpresa por Hernan Carrera



Por Hernán Carrera

Dos discursos, dos festejos, dos formas de ser pueblo, dos –o quizá tres– estéticas estuvieron casi que frente a frente por primera vez en muchos años. Lo más interesante del 5E no ocurrió en el Hemiciclo, sino fuera, en las calles
En las escaleras de la Plaza de los Pueblos y los Saberes no cabe, a las 10 de la mañana de este martes 5 de enero, un alma más, una aguja tampoco. Al fondo, desde las columnas de la portentosa Torre Ministerial, se deja ver la imagen de Hugo Chávez en par de gigantografías. Adelante, en primera fila de la barrera humana, un hombre de no corta edad blande un cartel que caricaturiza de rey desnudo al presidente Nicolás Maduro.

Se le ve al hombre feliz, divertido de su propia travesura, aunque posiblemente no sepa del todo bien –ni él ni ninguno de los presentes– dónde en verdad se encuentra, ni conozca el nombre de la torre, ni tenga idea de la cantidad de entes gubernamentales que aloja, o que a su elevado atrio se le dio esa un tanto forzada condición de plaza y el sonoro nombre para marcar el cariz de las actividades –actos, exposiciones– que allí se querían realizar, o de las musicales bullarangas que de hecho se hacen.

Al otro lado de la calle, no menos feliz, un joven ondea la bandera amarilla de Primero Justicia. Está encaramado, de pie, sobre una caseta metálica en la que alguien, por un costado, ha dejado un mensaje. Reciente, a juzgar por los brillos del spray: “No se equivoquen: esto es territorio chavista”.

El joven, si lo ha visto, no se da por enterado. Tampoco la veintena de jovencísimos chicos que baten banderas celestes, las de Vente Venezuela, el movimiento de María Corina Machado. Ni los muchos que van de naranja, el color del partido de Leopoldo López. Ni los cientos que visten de impecable blanco para manifestarse adecos.

Es la esquina de El Chorro, avenida Universidad, viejo casco de Caracas, y la muchedumbre que se apretuja hasta La Hoyada y se desparrama aún dos cuadras más, parece no enterarse del amenazante mensaje o da por sentado que el equivocado fue quien lo escribió: el ambiente es de fiesta.

Tres cuadras más hacia el oeste, los 112 diputados electos de la oposición pugnan por entrar a la sede de la Asamblea Nacional y aposentarse de la aplastante mayoría alcanzada el 6D, que les otorga el control absoluto del Poder Legislativo en Venezuela. Por primera vez en 17 años.

Foto: Rafael Briceño
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La tarde anterior, la del lunes 4, en las redacciones de muchos medios de comunicación se abrían los estantes del fondo para sacar los pertrechos del caso. Pertrechos: cascos, máscaras antigas, chalecos antibala. Artilugios o artefactos que desvirtúan y hasta imposibilitan el periodismo al transformarlo en otra cosa, en periodismo de guerra, en periodismo de miedo, pero por los que no es posible reclamar nada a quien los use: pertrechos concebidos para salvar vidas.

A las 8:30 de la noche, en alocución televisiva, el Presidente daba un mensaje tranquilizador: el ministro del Interior se encontraba reunido con una comisión de las fuerzas opositoras; se garantizaba el derecho de manifestación, sin distingos de bando, para acompañar la toma de posesión de los diputados el martes 5; se establecerían vigilancia extrema y todas las medidas de seguridad.

Pero nadie quiso confiarse.

A las 5:30 de la mañana del martes, cuando Dionisia Contreras, 72 años, metro cincuenta de estatura, quiso como todos los días del mundo ir a su trabajo –un quiosco de chucherías–, se encontró con lo mismo que poco más tarde verían los periodistas: en un perímetro de 20 cuadras, había barreras metálicas y cordones policiales o militares en cada bocacalle. Hacia La Hoyada había tres puntos de acceso. Hacia el Capitolio, sólo uno, fuertemente restringido.

Los chalecos y las máscaras y los cascos serían fardo pesado.
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Entre las tres mil a cinco mil personas que se concentran en los alrededores de La Hoyada en la mañana de este martes 5, predominan ampliamente los rostros jóvenes. Muy jóvenes para haber estado allí la última vez que la oposición hizo presencia masiva por estos lados: hace casi 14 años. Para ser precisos, el 11 de abril de 2002, minutos antes de que francotiradores decretaran la matanza indistinta de opositores y chavistas y el país todo se fuera por el despeñadero del golpe de Estado.

Pero además, Caracas es ciudad compartimentada, de guetos mentales; impuestos unos, autoerigidos otros. Es muy probable que, entre los miles de asistentes, sólo muy pocos, los mayores, tengan representación del mapa que los circunda. Menos aún, de lo que en estos momentos hay alrededor, apenas unas pocas cuadras más allá.

Foto: Rafael Briceño
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El ambiente, ya se dijo, es de fiesta. La gente habla, ríe, lanza consignas y sarcasmos y vaticinios de inminente fin del “rrrrégimen”. El bullicio es infinito.
—¡Ya sacamos a Diosdado, ahora vamos por Maduro! —grita una y otra vez, en coro, una veintena de muchachos que agita horizontalmente una gran bandera nacional.

Por el lado, serios, pasa una pequeña bandada de muchachos aún más jóvenes: al centro del pecho, en las franelas estampadas, las dos manitas blancas. Ni necesidad tienen de gritar consignas.

En derredor, de a dos u ocho o diez, abundan en conversa los entusiastas y espontáneos: veinteañeros de amplios bíceps en franela vieja y recortada, señores de bermudas y camisa deportiva meticulosamente planchada, mujeres con aire bravío que no oculta el esmero ni el buen gusto en la combinación de ropas y guindalejos, chicas simplemente lindas sin adorno, varones de buen porte.

A los militantes partidistas se les reconoce por la colorida vestimenta y por su condición grupal y uniformada: hablan o se mueven en bloque. A los líderes o dirigentes se les detecta porque están indefectiblemente al centro del grupo y miran directamente a los ojos de los periodistas y camarógrafos que pululan por la zona.

A uno de estos últimos, sin embargo, pocos son los que lo miran: más bien procuran todos no verlo. Avanza tranquilamente, quizá tímidamente, mientras esgrime en mano un micrófono que lo identifica como miembro del Sistema Bolivariano de Comunicación e Información (SIBCI), que agrupa a los medios del Estado.

El joven periodista se detiene a pocos pasos de una señora de mediana edad, impecable en su vestimenta deportiva, que vocifera como nadie contra chavismo y gobierno. Se le acerca y le pregunta: “¿Y qué le pediría usted, señora, a la nueva Asamblea Nacional?”. La señora se desconcierta, se lo piensa un segundo, ve el micrófono del SIBCI y la videocámara encendida y suelta:

—Que despolitice la seguridad social, que las misiones sean para todos. –Y con unos decibeles más, añade– ¡Que le apliquen ley de vagos y maleantes a los que están desmantelando ahorita mismo la Asamblea!

El joven periodista no se arredra, se le acerca todavía más y algo le dice o pregunta que ya no se oye.

—Es verdad, mi amor, ven, dame un abrazo.

Y en la cámara del SIBCI queda registrado el abrazo y el beso que se dan el periodista e Irma Mendoza, dama de Portuguesa, activista de derechos humanos.

Foto: Rafael Briceño
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Temprano, desde tan temprano como saliera de su casa Dionisia Contreras, el mapa que circunda las veinte cuadras del perímetro de seguridad empieza a teñirse también de color, aunque allí de sólo uno.

Por la avenida San Martín, por ejemplo, son motitas rojas que caminan dispersas, aisladas, afanosas muchas: apuradas. En la plaza de El Silencio son ya cerca de un centenar, agrupadas; en la avenida Barlat, varios cientos, cada una de su cuenta.

A las nueve de la mañana el viejo casco histórico parece, del lado afuera del perímetro, un sábado cualquiera –tanta así la muchedumbre en plan de sólo rondar por ahí–, pero en la Plaza Bolívar, sitio de concentración del chavismo, no hay todavía un millar de camisetas rojas.

Un poco después, o ya llegando el mediodía, la cuenta ha sumado y multiplicado: la Plaza Bolívar es un mar unicolor y purpurado, por la avenida Urdaneta se desborda otro desde Miraflores hasta bastante más allá del Banco Central, y por todas las transversales se hace difícil incluso caminar.

La inmensa mayoría de los comercios están cerrados, y en los pocos abiertos es tanto el bululú por pescar una empanada, que el hambre se persigna y resigna. Se aguanta, pero no deja de percibir –y envidiar– los pequeños grupos que por aquí y por allá dejan ver el común denominador de una bandejita de aluminio o plástico translúcido en una mano y un jugo o refresco en la otra. O de una bolsita plástica con sanguchito adentro. Los ojos buscan afanosamente dónde adquirir el preciado botín, pero no lo hay, no. Hay quien lo distribuye. Por lista. Y se entiende entonces a qué se refiere cierto chavismo de base, ese al que llaman “arrecho”, cuando afirma y protesta que partido y Estado han devenido en una sola y misma cosa; incapaz, por demás, de hacer nada sin la debida “logística”.

A los “logistizados” se les reconoce, adicionalmente, por la uniformidad de las camisetas. Que en algunos casos son chaquetas: vistosas, rojas, negras, tricolores. Siempre con el estampado del ente público tal, la empresa socialista cual.

Pero no hace falta mentir: así hayan llegado tarde, en horario de oficina, no son mayoría. Lo que predomina, y en sobreabundancia, es gente de pueblo, franelas lavadas y vueltas a la var y ya desteñidas. No el mismo, pero tan pueblo como aquel otro que está allá, en La Hoyada, y viceversa. Al menos si por pueblo se entiende, constitucionalmente, a los habitantes del país.

De ambos lados, consignas. De ambos lados, colores que definen y marcan. De ambos lados, gritos, reclamos, certidumbres sin discusión, improperios jocosos y no tanto. De ambos lados, increíblemente, risas, música, jolgorio. Nada es igual pero todo es igual.

El ojo, puesto a jugar aquí como órgano de degustación, una vez más, como ya de tanto, se queda sin hallar mayor diferencia que la de la estética. Claro, entiéndase que no es cosmética, no son afeites, maquillajes: estética, con todas sus ocho densas y muy filosóficas letras.

Foto Hernan Carrera
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A un costado de Santa Capilla, frente al Banco Central, a Andrés Eloy Blanco le robaron hace tiempo su plaza. Al poeta cumanés, célebre por su prestancia para el humor, le habría hecho gracia la cosa: de ese espacio simplemente se apropió, física y simbólicamente, toponímicamente también tras su muerte, Lina Ron. Ahí, decían y dicen, se reunían los círculos bolivarianos y, dicen, lo hacen ahora sus sucedáneos, los colectivos, figura amorfa e indefinible en la que cabe de todo, pero quizá principalmente el ejercicio de la función de “coco”, de godzilla, frente al otro bando. Ahí mejor ni asomarse, dicen desde mucho en esa otra Caracas que por estos lados no asoma.

Junto a la escalera que baja a la Plaza Lina Ron está parado el diablo. O por lo menos un diablo. Con sus debidos cachos, con tez de arcilla, pero también y extrañamente con sotana de monseñor –de la que cuelgan fajos de billetes– y un inmenso crucifijo y un cartel que proclama su satisfacción: “Me siento representado por mis demonios de la AN”, dice. Uno tras otro, niños, mujeres, hombres, se toman fotos con él. Pura risa.

Abajo, en la plaza, hay un parquecito infantil. En los costados y debajo de los árboles, en toda superficie horizontal algo o mucho elevada sobre el piso y con un pellizco de sombra tan siquiera, se sientan decenas y decenas de aquellos a quienes la corrección política manda llamar “adultos mayores”, o sea viejos. Habrá entre todas las edades unas quinientas personas, en grupos grandes –los que logísticamente matan el hambre– o pequeños, de sólo charla.

El grupo más llamativo es de siete: dos hombres, cuatro féminas. Todos con botas militares, todos en chaqueta de camuflaje. Uno de los hombres lleva atada en la cabeza una suerte de pañoleta verde-oliva. De lejos, con el perdón de las ideologías, se asemeja a Rambo: tiene, sí, ese no-sé-qué, esa fílmica pose, esa estudiada capacidad de infundir temor. Las chicas son otra cosa: con el perdón de los machismos, les sientan muy bien sus botas viejas y pulidas, sus jeans gastados y ceñidos, sus chaquetones amplios, los lentes oscuros, el desgarbo bien llevado, la boina negra que porta esa, la de la cabellera hermosa y desrulada. La bandera roji-negra dice Movimiento Bolivariano Revolucionario. Sin el “200”, porque ese era el de Chávez.

Se les ve muy serios. Tan decididamente serios que frenan el deseo de abordarlos.

De vuelta en la Plaza Bolívar, el entendimiento de que, pues sí, a veces resulta mejor frenarse. En la calzada norte, la de los predicadores, un hombre se detiene, teléfono en mano. Es un celular de los viejos: nada de iPhone ni de Vergatario-Android siquiera. La luz del sol no le deja ver la pantallita, y el tipo está ahí parado, el aparato a la altura de su cara, tratando de mirar.

No se da cuenta de que apunta, directo, a dos hombres que están más allá, recostados de una pared. Dos hombres con chaleco antibala. De civil, pero chalecos de Policaracas. Uno de ellos, ancho como el ajeno mundo y macizo como los escaparates que ya más nunca se hicieron, rápido como un lince, salta y grita y manotea:

—¿Qué te pasa a ti, vale? ¿Tú estás loco?

De la nada surgen seis u ocho hombres más. O seis hombres y dos mujeres. No son aquellos de la placita de Lina. La vestimenta es similar –botas militares, jeans, chaquetas de camuflaje–, pero en lugar de fashion view lo que se produce es profesionalismo puro: una maniobra envolvente y rápida, certera, inescapable y a la vez de absoluta discreción: nadie alrededor se percata. El tipo del celular no atina sino a mostrar, mudo, que no tiene cámara. 
Lo dejan ir.

En los chaquetones, a la altura del corazón, se lee: “Colectivo La Pulga”. Al decir de google, un grupo o lo que fuere que se define como “colectivo social y político del estado Vargas, ¡en defensa de la patria!” y que por logo esgrime el dibujo de una pulga con boína roja y kalashnikov al hombro.

Foto: Rafael Briceño
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No ha pasado nada.

En la esquina del teatro Principal, diez metros más allá, sí se ha formado una tángana, pero de golpes de tambor: los cueros retumban y un remolino de gente baila feliz. No es como en la tarima de la avenida Urdaneta, donde toda música es patria o muerte: aquí es ritmo y cadera, sensualidad y bonche limpio.

Al centro de la plaza, junto a la estatua de Bolívar, el apretujamiento de franelas y banderas rojas es impenetrable. Ahí nadie baila, sonrisas no se ven: allí está la convicción, la militancia de fila cerrada, cerca de quinientos pesuvistas y comunistas y tupamaros y polos-patrioticos que siguen, como hipnotizados, en pantalla de televisión y por los gigantescos altoparlantes, el hecho que supuestamente a todo mundo congrega hoy y al que nadie más le para: la instalación de la nueva Asamblea Nacional. Oyen a Ramos Allup en silencio, algunas pocas pifias apenas. Oyen a Héctor Rodríguez e igual pero inversa: silencio y algunos pocos aplausos.

¿No ha pasado nada?

Foto: Dagne Cobo
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En la esquina de Pajaritos, único punto establecido para dar paso hacia el Parlamento –para dar paso a los debidamente acreditados, se entiende–, quedan ya pocos periodistas. Un fotógrafo comenta que poco antes fue tanta la aglomeración, que no pudo casi aprovechar “el momento cúspide de la jornada”: la alfombra roja, dice y la bautiza y se lamenta.

No, no hubo nunca tal alfombra, ni el supuesto color hace alusión a las particularidades crómaticas del día. Pero sí: aquello fue momento cúspide.

Nadie logró constancia gráfica de si era o no su tan afamada cartera Black Caviar Double Flap de Channel lo que llevaba Cilia Flores este día, pero es también porque, a despecho de las paridades de género que dictara el CNE, las miradas se concentraron en otros glamores. Para decirlo en farandulero: fueron los chicos los que se robaron el show.

Los de Voluntad Popular, los del encarcelado Leopoldo López, con sus flamantes liqui-liquis, en indiscutido primer lugar. Pero también los del PSUV, Héctor Rodríguez a la cabeza, de impecable traje nuevo y corbata en seda roja. Y hasta el siempre desgarbado Chúo Torrealba se enfundó en terno inglés y se anudó como dios manda la corbata, en un de tú a tú con Darío Vivas.

¿Para quién se vistieron este martes 5 los diputados? ¿Para la majestuosidad del acto? ¿Para la prensa “del corazón”? ¿Para los que por allá andaban de chaqueta vistosa o camisa bien planchada?

¿Para el pueblo? No, no pareciera. En las calles, la fiesta es otra. Y sí, las estéticas dicen a veces cosas muy densas.

Foto: Gabriela García
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Las formas de hacer periodismo también.

Cierto periodista de TV, figura mediática del oficialismo talibán, se deja ver por ahí, por Pajaritos, obligado paso opositor, y, más que preguntar, increpa a sus entrevistados. No parece muy interesado en las respuestas que recibe su pregunta, que aparentemente es siempre la misma, salvo cuando el interrogado no consigue dar los nombres de los diputados por los que votó. Algo que, quizá eso pretende así decir, nunca ha ocurrido ni ocurrirá jamás si se interroga a un chavista. Este periodista no quiere saber: quiere demostrar, para comérsela quién sabe ante quién, que el otro es un imbécil.

Cierto periodista de página web, medio emblemático del antichavismo talibán, se deja ver por allá, del lado fuera del perímetro, del lado de las motas y el mar rojo, con una franela estampada que, más que provocación, es para algunos ultraje abierto. Recibe unas cuantas trompadas. Bochornosas, condenables, repudiables, encarcelables: cada quien habría de poder vestir y proclamar lo que quiera. Pero vaya: qué ganas. Este periodista tampoco quiere saber: quiere mostrar, así sea poniéndose de sparring, que el otro es un bruto.

¿Ha cambiado algo? Quién sabe. Habría que preguntárselo al otro periodista, el del SIBCI, que quizá todavía ande por allí, sonriendo y tratando de entender.

Foto: Gabriela García
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La sorpresa de este martes 5 es lo que no ocurre: no hay incendio, no hay muertos, no hay heridos, no hay hecatombe.

Como que, con un poquito de civilidad y de orden, con una pizquita de legítima fuerza disuasoria también, como que sí: diríase que los dos países, las dos estéticas, podrían hasta convivir. Coexistir al menos.

A pesar de una que otra trompada, claro está. Las mediáticas y las otras, las verbales y no tanto que ya mismo se empiezan a lanzar los excelentísimos diputados de un bando a otro. Allí como que mucho no quieren enterarse. Allí como que el país, los dos toletes que peligrosamente sigue siendo el país, muy mucho y así como demasiado no interesa.
La fiesta es afuera. ¿Para que nadie interrumpa?

Que es, valga el colofón y ahora sí de cierre, lo que no le gusta a Dionisia Contreras, quien, sí, cómo no, dará su nombre y contará lo que le pasó en la mañana y cuánto le costó abrir su quiosco de chucherías, pero todavía no. Lo dirá en breve, ya casi por bajarse del autobús que la lleva por la avenida Lecuna, de vuelta a su casa. Por los momentos, sólo conversa con su vecina de asiento, una negra alrededor de los sesenta que le saca medio cuerpo de estatura. O, más que convesar, comparten lamentos.

—Es que la gente no entiende que no se trata de Maduro –dice la negra, que resultará llamarse Carmen, “Carmen y ya”–. Es la soberanía, coño. Ya vas a ver: en unos poquitos años, esa gente llena los comercios de mercancía. Sí, sí, anda, compra lo que te dé la gana... Cómo nie, ¿y con qué? En unos años, vas a ver, estamos como Colombia: pañales pa’ tirá pal techo, pero chupados de contrabando de otro país y a precio que ni tú ni yo. ¿Y Venezuela? A mí lo que me da dolor es por mis nietos, que se van a quedar sin patria, nojoda. Y ese poco e’ escuálidos ahí, haciendo fiesta.

—Nooo, mi amor. A mí –responde Dionisia– lo que me da dolor es la otra fiesta, la y que nuestra, la roja-rojita. ¿Qué es eso de hacer fiesta, si nos están dando palo? Nos lo dieron ya, y no el 6: en todo ese tiempo que no se hizo un carrizo. Y Maduro ahí, ¿ah?, como muñequito e’ torta. Fiesta para que nadie diga nada. Yo no, mija, yo soy comunista de toda la vida y comunista me voy a morir. Yo no me callo la boca. Qué socialismo un carajo, esto no es nada.

En el autobús, aparte del chofer, hay sólo cuatro pasajeros más. Uno de ellos interviene:

—Señora, pero no se ponga así. ¿Por qué andar siempre buscando un culpable? Mire: el tiempo de Dios es perfecto y todo está en la Biblia. Lo que hace falta es amor. Amor.

Y por ahí sigue, en interminable cháchara-sermón. Cuando Dionisia y Carmen se bajan, o huyen, en San Agustín, dos de los pasajeros se suman entusiastas a la conversa y a la hermandad en Cristo.

–Sí, sí, ¿qué es uno si no cree en Dios? Nada. Todo lo que hay que hacer es tener fe, creer en Dios.

El cuarto pasajero llega a Chacaíto, se baja, arrastra los pies. Ha sido un día de sorpresas: no pasó nada y pasó tanto.

06-01-16


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