Por Ibsen Martínez
Hugo Chávez tenía un recurso
infalible ante las derrotas electorales: desconocer los resultados. En
diciembre de 2007, Chávez
perdió un referéndum convocado por él mismo para modificar 69
artículos de la Constitución bolivariana, colado entre los cuales había uno que
convertiría a Venezuela, a perpetuidad, en un Estado socialista a la cubana.
Poco más tarde, sin embargo, una Asamblea Nacional, mayoritariamente chavista,
se las apañó obsecuentemente para darle gusto al jefe y hacer modificaciones de
fondo que, gracias a una “enmienda”, incorporaron a la Constitución la casi
totalidad del articulado que los venezolanos ya habíamos rechazado.
En las
elecciones provinciales de 2008, el chavismo recibió un
ignominioso varapalo que otorgó a la oposición las gobernaciones de los Estados
más densamente poblados del país.
En aquella ocasión, Antonio
Ledezma ganó resonantemente la Alcaldía Mayor de Caracas. ¿Qué hizo Chávez? Despojó, manu
militari, de todas sus atribuciones y recursos al alcalde caraqueño, creando un
“supraorganismo rector” para el que designó a dedo a una de sus seguidoras.
Pese a que nunca pudo tomar
posesión, Ledezma ganó de nuevo, y con mucho mayor caudal de votos, la Alcaldía
Mayor en 2013. Maduro tampoco le permitió investirse y actualmente
se encuentra privado de libertad, víctima de un juicio amañado
semejante al que condenó a Leopoldo López a casi 14 años de prisión.
Escaldado por estos apuros y
pensando en el futuro, Chávez ordenó a sus leguleyos la reconfiguración de los
distritos electorales de modo que, en regiones remotas y despobladas, desde siempre
bajo control chavista, se pudiese obtener mayor número de escaños con menos
votos. Irónicamente, esta provisión, que escamoteó curules a la oposición en
las parlamentarias de 2010, vino a favorecerla en los comicios del 6 de
diciembre: el desengaño del chavista de a pie, hecho de carestía e indignación
ante la corruptela, está hoy parejamente repartido en todos los Estados del
país.
Derrotados en toda la línea,
Maduro y Cabello dieron en seguir ladoctrina Chávez, y aunque todavía no han
agotado el repertorio de artimañas, la abrumadora avalancha de votos en pro de
la renovación parlamentaria no les ha permitido salirse con la suya. Los Reyes
Magos han traído consigo una Asamblea mayoritariamente dominada por la
oposición.
Además de las potestades contraloras
y de veto que la Constitución otorga a la Asamblea, los factores de la
Mesa de la Unidad Democrática (MUD) han derrotado, no solo a Maduro, Cabello y
a todo lo que estos representan, sino también a la antipolítica y al
abstencionismo desesperanzado y retrógrado que en el pasado parecieron
distanciar la vanguardia política de la clase media opositora. Los puentes
tendidos por la MUD hacia el mundo de los más pobres no lucen circunstanciales:
la conexión promete ser tan duradera como llegue a ser la descomunal crisis
económica.
En contraste con el
desconcierto y la pugnacidad interna de las facciones, civiles y militares, que
deberían brindar apoyo a Maduro desde la muerte de su caudillo en 2013, la
corporación de fuerzas democráticas ha refinado sus criterios de concertación
política.
A esto se ha sumado la
socarrona tibieza con que el estamento militar, en toda apariencia chavista
hasta la médula, ha tomado distancia del cartel de Diosdado Cabello.
Pero el éxito más terminante
de la MUD es haberse convertido en una formidable maquinaria electoral que ha
aprendido a conquistar votos y a defenderlos en medio de las condiciones más
adversas en que pueda actuar coalición opositora alguna.
Con un referéndum revocatorio
a la vista, y elecciones regionales convocadas para diciembre de este año
proceloso, esa es la peor noticia para Maduro y el chavismo.
06-01-16
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