Por Ricardo Hausmann
Érase una vez un pueblo que
obtenía el agua a través de una tubería que lo conectaba a un lago que quedaba
a cinco kilómetros de distancia. Un buen día, la tubería se obstruyó en su
fuente. Y durante muchos días el pueblo siguió viviendo como si nada: se bañaba,
cocinaba, lavaba la ropa, regaba el jardín y limpiaba los carros como siempre
lo había hecho, pues había cinco kilómetros de agua en el tubo. Algunos
alertaron que venía una crisis pero los acusaban de catastrofistas y
exagerados: al fin y al cabo las cosas seguían como de costumbre. Pero un día
la tubería se secó y el pueblo entró en serios problemas: la normalidad
cotidiana se hizo imposible. No había agua ni siquiera para beber.
¿Qué hacer? Unos proponían
traer agua desde el lago con camiones cisterna, pero en el pueblo no había un
número suficiente de camiones como para hacer una diferencia sustancial en el
suministro de agua. Otros proponían arreglar la obstrucción en la fuente, pero
no sabían bien cómo eliminarla y, aun eliminada, tendrían que esperar
un buen tiempo hasta que la tubería se volviera a llenar de agua en sus largos
cinco kilómetros de longitud. Y mientras eso ocurría, ¿cómo iba a sobrevivir el
pueblo?
Este relato ficticio captura
los dilemas que enfrenta la realidad de la economía venezolana hoy. El agua en
la tubería son los inventarios de productos importados (materias primas,
insumos intermedios, repuestos). Dejó de entrar agua al tubo en su fuente
porque el gobierno creó un sistema con el cual sólo se podía importar con sus
dólares y luego decidió dejar de otorgarlos. Aquello fue producto de un
conjunto grande de decisiones políticas que son la causa fundamental de la
crisis actual: las distorsiones cambiarias, los controles de precios, las
expropiaciones, el manejo desastroso de PDVSA, el endeudamiento desenfrenado en
años de vacas gordas, la pérdida de acceso a los mercados financieros, la no
reestructuración de la deuda y la negativa a entenderse con los organismos
financieros internacionales, entre otras. Pero lo cierto es que, aun si se
arreglaran todas estas cosas, ¿cuánto tiempo tomaría volver a llenar el tubo?
¿Cómo puede sobrevivir el pueblo durante ese período?
Y estas dos preguntas ayudan
a definir las áreas de política que es menester atender.
La primera tiene que ver con
los mecanismos bizantinos de control a las importaciones que existen en
Venezuela. Para importar hay que pedir un certificado de no-producción y luego
hay que pedir la autorización de divisas. Pero, como los suplidores extranjeros
han perdido la paciencia esperando que les paguen lo que les deben, ahora
exigen que el importador les pague de contado antes de embarcar la mercancía.
Después hay que esperar que el barco llegue. Una vez que baja la carga al
puerto hay que esperar por los servicios de aduana venezolanos, que según los
indicadores de Doing Business del Banco Mundial están rankeados en el puesto
186 de 189 países, siendo sólo mejores que los de Sudán del Sur, Libia y a
Eritrea. Luego de aproximadamente un mes con el contenedor languideciendo en el
puerto, finalmente se obtiene la mercancía. Pero a partir de allí hay que
esperar 180 días más para obtener la Autorización de Liquidación de Divisas
(ALD). Y, cumplido todos estos plazos, el gobierno no paga.
Este mecanismo de control de
cambios implica unos requerimientos gigantescos de capital de trabajo para las
empresas, prácticamente un año de importaciones: la tubería necesita muchísima
agua antes de que pueda salir algo del otro lado. En consecuencia, las empresas
prefieren trabajar con mucho inventario para evitar que fluctuaciones en el
acceso a las divisas afecten su producción. Justo lo contrario del “Just
In Time” que recomiendan los enfoques modernos de producción. Por esto
demoró tanto entre el recorte de las importaciones y el colapso de la producción,
pero por eso también duraría mucho tiempo entre volver a conectar el tubo y que
llegue agua del otro lado. Y esta tubería que tenemos es bastante ineficiente.
Además del mecanismo de
control de cambios, existe un mecanismo de control de precios que reduce aún
más los incentivos a importar. Imagínese usted que tiene una fábrica de papel
higiénico y le está pagando a sus trabajadores, ha pagado por sus
instalaciones, pero le falta la pulpa de papel. Se pregunta usted: “¿Es negocio
importar la pulpa, fabricar rollos de papel higiénico, venderlos y pagar las
importaciones de pulpa?” Y eso depende de a qué precio puede usted adquirir las
divisas, comprar la pulpa y vender el producto. Si usted no es demasiado
ineficiente, logrará encontrar un precio de venta del producto que sea
comparable al de la competencia y que le permita hacer rentable la producción.
Sin embargo, si el gobierno le fija el precio a las divisas, pero no se las da,
y le fija el precio al producto, pero ese precio no cubre el costo del dólar en
el mercado paralelo, y si además es ilegal operar en ese mercado, entonces se
queda usted sin producir y el público sin papel higiénico.
Y esto no es un caso
hipotético ni un relato ficcional: Kimberly-Clark acaba de anunciar su retiro
de Venezuela.
Es por eso que para que la
tubería se llene lo más rápidamente posible, hay que eliminar el control de
cambios y el control de precios. Sólo así existirá un solo precio para el dólar
—como en Nicaragua o en Bolivia— al que cualquiera puede acceder para comprar o
vender. Y la gente va a poder decidir a qué precio vender de forma tal que sea
rentable comprar dólares para adquirir insumos y producir.
Además, sería ideal que
reapareciera el mercado de cartas de crédito, en vez de esperar 180 días
después de la nacionalización de la mercancía para obtener las divisas. Éste es
el instrumento más antiguo y resiliente de las finanzas internacionales y,
además, uno que este régimen absurdo fue capaz de destruir.
En un país normal una
empresa que quisiera adquirir pulpa de papel en el exterior va a su banco y le
dice que quiere hacer una importación para producir papel higiénico. El banco
abre una carta de crédito con el banco del exportador, el cual le paga de
inmediato a su cliente y se queda con una acreencia contra el banco venezolano
por el tiempo que dure traer la mercancía, producir el papel higiénico y
venderlo. Una vez obtenidos los bolívares, el productor nacional le paga al
banco en Venezuela y éste le cancela al banco del exportador. Claro está que, en
el ínterin, el precio del dólar podría haber cambiado y por eso es que los
bancos normalmente ofrecen coberturas cambiarias que protejan al importador de
este riesgo.
Pasar del sistema bizantino
a un esquema libre y con cartas de crédito permitiría llenar la tubería con
muchísima más velocidad. Pero para restablecer las cartas de crédito será
necesaria una estrategia macroeconómica creíble y un mecanismo que le asegure a
los bancos extranjeros que, llegado el momento cuando que el productor
cancele en bolívares la carta de crédito, el banco venezolano tendrá acceso al
mercado para adquirir las divisas necesarias para cancelar el préstamo. He aquí
un rol de garantía que pudiera ser jugado por organismos multilaterales, como
la CAF, o bilaterales como los Eximbanks de los países socios que nos quieran
ayudar. Ojo: se trata únicamente de asegurar que existirá un mercado libre en
el cual van a poder comprar las divisas, no el tipo de cambio al que lo harán.
Y claro está, necesitamos
una estrategia que permita aumentar sustancialmente la disponibilidad de
divisas para la importación mientras se vuelve a llenar el tubo,
lo que va a requerir una estrategia de financiamiento internacional
distinta a la actual, pero de eso podemos hablar otro día.
Esta estrategia permitirá
llenar el tubo de agua mucho más rápidamente que con el sistema actual. Pero
aún así, hay que asegurarse que la gente sobreviva mientras se recupera la
situación. Ésta es la razón por la cual debemos reconocer la emergencia
humanitaria por la que atraviesa Venezuela y atenderla.
Las emergencias ocurren
cuando algo se rompe en los mecanismos normales de funcionamiento de una
sociedad. En caso de terremotos o inundaciones, mucha gente pierde sus casas y
es necesario ofrecer viviendas temporales muy rápidamente, mientras se
encuentran soluciones duraderas. También se derrumban carreteras dejando
pueblos enteros desconectados por lo que hay que enviarles comida por
helicóptero. En el caso venezolano, lo que se rompió es el suministro: no las
carreteras, ni los camiones, los depósitos, los comercios, las farmacias, los
hospitales y los demás elementos de la cadena de distribución.
Aquí hay una decisión
fundamental en el diseño de un plan de emergencia temporal en relación con los
bienes que se vayan a suplir: ¿se regalan o se venden? Aquí, como en tantas
otras cosas, las buenas intenciones a menudo llevan al infierno, pues resulta
que regalar es mucho más difícil e ineficiente que vender. Para entender por
qué, pensemos en todas las tareas que tendría que hacer el gobierno para
regalar la comida adicional: primero, habría que identificar en el país en
tiempo real las cantidades de comida que hay que llevar a cada lugar —por
ejemplo, a Cabimas, Cabudare y Calabozo— e identificar a quiénes dársela en
cada lugar. Además hay que tener un sistema de distribución, con sus camiones,
depósitos y centros de distribución. Hay que tener una “fuerza de venta”
motivada y honesta. Y hay que tener un sistema represivo que prohíba la reventa
de la comida regalada: ¡muerte a los bachaqueros! Si por error faltó comida en
Cabudare, el sistema metería preso al que vaya a suplirse de ella en
Barquisimeto para revenderla localmente.
Crear este sistema es una
tarea titánica —si no imposible— que tomaría mucho tiempo y recursos. Eso es
exactamente lo que no tenemos. Además, es una tarea inútil. Es lo que el
gobierno está tratando de hacer con los CLAP: crear un sistema de distribución
socialista en medio de una crisis de abastecimiento.
La alternativa a este
infierno es usar los mecanismos de mercado. Como dijimos antes, en Venezuela
están las bodegas, los abastos, los mayoristas, los depósitos, los mercados,
los transportistas y los vendedores con los que nos suplíamos antes de esta
catástrofe. Eso no es lo que falta y no hay por qué reinventarlo, sino usarlo.
Lo que falta es harina, aceite, papel higiénico y aspirinas. Y debemos
asegurarnos mediante una importación de emergencia que esas cosas aparezcan,
mientras se reactiva la producción nacional. Como lo acaban de demostrar, los
venezolanos están dispuestos a hacer largas colas para cruzar la frontera y
comprarlas en Colombia. ¿No sería más sencillo que nuestro sistema de
distribución pudiera comprarlas en Cúcuta y ponerla en el abasto de la esquina,
ahorrándole al público tanto trajín inútil?
Obtener rápidamente, vía
importación, los productos que están escaseando y vendiéndolos a través del
sistema de mercado aumentaría la oferta y disminuiría el precio que hoy pagan
los venezolanos en el mercado negro de productos y eliminaría la escasez. Los
que hoy llamamos bachaqueros se dedicarían a encontrar oportunidades de
arbitraje: mantener suplidos a Cabimas, Cabudare y Calabozo comprando en los
lugares donde las cosas estén más baratas —por ejemplo, en Maracaibo,
Barquisimeto y San Juan de los Morros , respectivamente— para venderlas en
donde estén más caras.
Este sistema se aseguraría
que haya de todo en todas partes pero no aseguraría que los que no tienen
dinero puedan consumir lo que necesitan. Por ello, lo que se requiere es un
mecanismo rápido de distribución de dinero, no de comida. Lo que hace falta es
entregarle a cada familia necesitada, una sola vez, una tarjeta de débito
similar al cesta-ticket y dejar que compren donde quieran. Esta tarjeta
puede ser rellenada electrónicamente de forma periódica mientras dure la
emergencia.
Los recursos necesarios para
alimentar estas transferencias directas serían mucho menores que los necesarios
para desarrollar y mantener un sistema alternativo de distribución como los
CLAP. Además, estos recursos pueden venir de la venta en Venezuela de las
mercancías donadas por el resto del mundo, si este fuera el caso.
La crisis que vive Venezuela
no es consecuencia de un desastre natural. Es un desastre artificial, obra de
un gobierno que ha querido sustituir a la sociedad en vez de empoderarla; un
gobierno que culpa de su fracaso a las víctimas. Y ahora quiere militarizar el
problema, como que si amenazando a la gente y apuntándola con un fusil va
a salir agua del tubo. Tenemos que simplificar el tubo, alimentarlo en la
fuente, reconocer la emergencia, usar los canales de distribución que ya
tenemos y darle dinero a quienes no tengan con que comprar.
Nada de esto requiere que
los militares le den ordenes a los civiles, porque ni en Venezuela ni en ningún
país los problemas de abastecimiento son de los que tienen una solución
militar.
14-07-16
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