Por Luis Ugalde SJ,
23/06/2016
Hoy entre tanta
carestía y desesperación nada es más escaso en Venezuela que la política.
Vivimos una semana intensa de negociaciones verdaderas y de simulacros de
diálogo para engañar y mantenerse en el poder. La inusual reunión de la OEA,
las alarmas prendidas en varios bloques de países, la validación de las firmas
para el revocatorio presidencial, los saqueos de la desesperación y las mil
reuniones y rumores, confirman lo insostenible de la catástrofe actual. Si el
gobierno fuera democrático y respetara la voluntad popular, emprendería los
cambios exigidos o renunciaría. No debería pasar del próximo mes de julio esta
toma de decisiones trascendentales que abran la puerta al abastecimiento contra
el hambre, a la llegada humanitaria de medicinas, a la liberación de presos
políticos y asuman las medidas económicas imprescindibles para la reactivación
empresarial productiva. Todo ello basado en la restauración de la violada
Constitución democrática.
¿Por qué no ocurre algo
tan obvio? Porque reina el imperio de la antipolítica, vivimos en dictadura.
Al principio fue la
comunicación directa del caudillo con la masa de seguidores entusiasmados, sin
mediación de partidos ni de instituciones, al estilo fascista cantado por
Ceresole. Cuando Chávez apenas se estaba estrenando en la Presidencia me dijo
con franqueza: “Yo no creo en los partidos políticos, ni siquiera en el mío, yo
creo en los militares que es donde yo me formé”. Cuando reinan las armas, la
soberanía no está en el pueblo sino en quien tiene el fusil. Es la muerte de la
política. Sin embargo, Chávez significó para muchos venezolanos el resurgir de
la política, que estaba moribunda por los partidos, gastados por la rutina y la
corrupción e insensibles ante la creciente pobreza. Luego vino el fatal enamoramiento
con el agónico régimen cubano, fracasado en todo menos en el arte de mantenerse
en el poder dictatorial, y se dio el desgraciado matrimonio entre militares y
el marxismo-leninismo. Ya habían ocurrido el derrumbe del Muro de Berlín, la
disolución del bloque soviético y la conversión capitalista del Partido
Comunista chino y su reino. La mayor parte de la izquierda marxista en
Venezuela había evolucionado a la luz de esos hechos, pero una minoría seguía
creyendo que para poder destruir el monstruo de la “dictadura de la burguesía”
se requiere la “dictadura del proletariado” concentrada en un solo partido, con
todos los poderes estatales y las armas en sus manos y sin la debilidad de la
división de poderes. En ese modelo dictatorial los adversarios políticos son
enemigos cuyo lugar es la cárcel, el exilio o la y la supervivencia, sometidos
y excluidos de toda política.
El Estado dictatorial
nace del asalto al poder de una minoría (“vanguardia del proletariado”) y su
imposición armada. Los monarcas absolutos decían: “El Estado soy yo” y “rex est
lex”, el rey es la ley. ¿Quién duda de que Stalin, Mao o Castro eran Estado y
ley suprema, con súbditos callados y obedientes? Castro era jefe de Estado, de
gobierno y de partido único, no por una degradación del modelo, sino porque ese
era su propósito, como ahora el del régimen venezolano.
El poder tiene su
rostro divino y también diabólico. Jesús cortó la disputa de sus discípulos por
los primeros puestos en el futuro reino, poder al que ellos aspiraban,
diciéndoles que en los reinos de este mundo los poderosos oprimen a sus
súbditos, “pero entre ustedes no ha de ser así”, sino que el más importante sea
el servidor de todos. Esta actitud radical de servidor es la base de la
democracia. El habitante se transforma en ciudadano asumiendo una actitud
superior de solidaridad y responsabilidad colectiva. Sin ciudadanos no hay
democracia, ni república, pues lo público es un espacio común con “voluntad
general” compartida por las millones de voluntades individuales que se constituyen
en soberano. En la base de todo está el reconocimiento de los otros, de los
distintos, la solidaridad con ellos y la corresponsabilidad. Dada la tentación
dictatorial (de derecha o de izquierda) de todo poder, es necesario crear los
contrapesos y limitaciones, como son los límites de duración en los cargos, la
alternancia y la no perpetuación ni elegibilidad ilimitada, como acordó nuestra
Constitución de 1999.
Para salir del desastre
actual necesitamos no solo líderes políticos democráticos, sino la
repolitización de toda la sociedad, la conversión de los habitantes en
ciudadanos, que actúan, que dialogan y negocian, que reconocen a los que son
distintos para hacer una casa común donde tengan cabida los intereses de los
diversos grupos. Con alegría hemos visto muchos jóvenes universitarios que
trascendiendo su estrecho interés individual, descubren la política como
exigente camino de servicio al conjunto de la sociedad. Venezuela necesita un
pacto social básico para el bien común y que todos y cada uno de los sectores
(vecinos, trabajadores, empresarios, magistrados, educadores, iglesias…) nos
preguntemos qué podemos aportar para que ello sea compartido y realizado.
O asumimos masivamente
la política como responsabilidad superior o morimos en el saqueo anárquico de
los restos dejados por quienes saquearon primero.
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