Fernando Mires 16 de julio de 2016
El fracaso
del golpe del 15-J en Turquía ha puesto de manifiesto que el gobierno de Recep
Tayyip Erdogan no solo basa su fuerza en la represión, sino también en un muy
fuerte apoyo popular. Las imágenes televisivas en las cuales vimos a miles de
personas aglomeradas frente a los tanques, dispuestas a dar la vida por el
presidente elegido, dan cuenta de una mística política-religiosa muy difícil de
ser entendida en la mayoría de los países occidentales.
Desde
los primeros momentos fue evidente que el golpe carecía de dos apoyos básicos,
el interno y el externo. Unicamente en Damasco, el régimen de Al Asad llamó
prematuramente – y sospechosamente- a celebrar con fuegos artificiales el golpe
de estado. A diferencias del golpe del general Abdelfatah Al-Sisi en Egipto que
derribó al gobierno islamista de Mohamed Morsi (2013), la intentona golpista de
l5-J en Turquía no contaba con el beneplácito de la OTAN, ni con el de la UE
ni, mucho menos con el de los EE UU.
La UE,
quizás por primera vez en su historia, hizo una declaración política
(afortunadamente condenando al golpe). Obama reaccionó rápidamente en contra de
los golpistas.
Los
sucesos del 15-J obligarán a los políticos europeos a reevaluar la enorme
importancia que tiene Turquía para la seguridad internacional de toda Europa.
Tanto
o aún más que durante la Guerra Fría la ubicación estratégica de Turquía es hoy
fundamental. Por un lado, Turquía es un garante en la lucha en contra de ISIS y
del terrorismo internacional. Por otro, es el único baluarte frente a la alianza
Rusia-Siria en el Oriente Medio. No por último, sin el concurso de Turquía,
Europa jamás podrá resolver la crisis migratoria que hoy está padeciendo.
Contrasta
esta percepción con la miserable política que han mantenido los gobiernos
europeos a través de la UE hacia el gobierno turco. No solo no han intentado
atraerlo hacia sí. No solo han bloqueado el proyecto de Turquía por ingresar a
la UE. Además, han permitido que desde Europa, Erdogan sea injuriado en nombre
de una mal entendida libertad de opinión y de un peor entendido laicismo. Más
aún: han llegado a confrontar innecesariamente al gobierno turco con sucesos
que han ocurrido ¡hace más de un siglo! (Armenia).
Frente
a esa absurda actitud europea, ¿qué otro camino podía tomar Erdogan sino refugiarse
en el mundo de sus propias tradiciones religiosas que son también las de la
mayoría de la población de su país?
Ha
llegado el momento en que Occidente deberá aceptar a Turquía como lo que es o
ha llegado a ser. Un país altamente industrializado donde no solo chocan sino,
además, coexisten modernidad y tradición. Un país cuya intensa religiosidad
mantiene raíces profundas en el mundo agrario y entre los sectores más pobres
de la nación. Pero, a la vez, un país en donde emergen pujantes y numerosas clases
medias, una nueva intelectualidad pro-occidental y un creciente laicismo
político. Está claro, Turquía no es y nunca será Suiza, pero tampoco es y será
un califato como objetivamente es Arabia Saudita.
Turquía
no es ni debe ser reducida a actuar como el gendarme de Occidente en el Oriente
Medio. Tampoco ese romántico puente extendido entre “las dos culturas”. Turquía
es Turquía, con todas sus contradicciones a cuestas.
Naturalmente,
el acercamiento de Turquía a Europa supone cumplir determinadas obligaciones
(con respecto a la población kurda, por ejemplo). Pero también significa
adquirir nuevos derechos políticos. Estos últimos no les han sido concedidos.
Los difíciles obstáculos puestos a Turquía para que evolucionara hacia
occidente, han empujado al país hacia el oriente. Erdogan solo ha sabido
entender y movilizar los resentimientos nacionales en contra de Europa. Pero el
no los inventó.
¿Qué
hará Erdogan después del fracasado golpe del 15-J? Por el momento aparecen dos
posibilidades. La primera es que, como avezado político, entienda que al
interior de los sectores más modernos de su país existe un gran malestar en
contra de los proyectos fundamentalistas anidados en su gobierno. La segunda, y
lamentablemente, la más probable, es que Erdogan utilice el fracaso del golpe
para hacerse de todo el poder, convirtiendo a su gobierno en una dictadura con
cierta fachada democrática, al estilo Putin. De Europa depende en gran medida
que esa segunda alternativa –ya en cierne antes del fallido golpe- no sea llevada
hasta sus últimas consecuencias.
Para
los políticos realistas europeos -pensemos en Ángela Merkel- está claro que
Europa no puede prescindir de Turquía. Ellos saben que Europa necesita más de
Turquía que Turquía de Europa. Y, sobre todo saben que Europa puede soportar
muchas deserciones, como el Brexit por ejemplo. Pero lo que nunca podrá
soportar a riesgo de que Europa deje de ser Europa– es una deserción militar
turca. Ha llegado entonces la hora de la política y de la diplomacia.
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