HANNAH DREIER 19 de julio de 2016
Tebie
González y Ramiro Ramírez conservan su lindo apartamento, la puerta del
refrigerador cubierto con imanes que recuerdan sus vacaciones por el mundo y
los armarios llenos de ropa de grandes marcas.
Pero
ahora empiezan a sentir hambre.
Cuando
el gobierno venezolano abrió la frontera con Colombia el fin de semana, la
pareja decidió gastar lo que les quedaba de sus ahorros, que acumularon antes
de que el país cayera en una severa crisis económica, y se lanzaron a comprar
comida. Dejaron a sus dos hijos en casas de familiares y se sumaron a los
100,000 venezolanos que cruzaron al país vecino en lo que las autoridades
colombianas bautizaron como un “corredor humanitario”, y así poder comprar la
mayor cantidad posible de artículos de primera necesidad.
“Es
dinero que habíamos ahorrado en caso de una emergencia, y esto es una
emergencia”, dijo Ramírez. “Da miedo, pero cada día es más difícil conseguir
alimentos. Tenemos que ir preparándonos”.
González,
de 36 años, tiene un ingreso que supera varias veces el salario mínimo como
gerente de ventas de una cadena de mueblerías en San Cristóbal, al occidente de
Venezuela. Pero sus ingresos no pueden con una inflación de 700 por ciento. El negocio de
refacciones para autos de Ramírez quebró después que el presidente Nicolás
Maduro cerrara la frontera con Colombia el año pasado – el motivo alegado fue
un contrabando desenfrenado– y así cerró, de paso, la mejor vía regional para
el ingreso al país de bienes importados.
Este
año, la pareja dejó de ir a restaurantes, descartó el plan de comprar una
segunda vivienda y puso en venta uno de sus dos autos. En los supermercados no
hay azúcar para el café, mantequilla para el pan ni leche para su bebé de un
año.
Cuando
Ramírez, de 37 años, fue a buscar algo para comer el viernes por la noche, el
refrigerador estaba vacío.
Por
eso, el domingo la pareja se vistió sus mejores galas y ocultó gruesos fajos de
billetes en sus bolsos. Antes de partir hacia la frontera, hizo un inventario
en la cocina que acababan de renovar: quedaba un poco de aceite vegetal en el
fondo de una jarra de plástico, un paquete de harina y sobras de arroz cocido.
No había café.
Entonces
partieron en un Jeep SUV, modelo 2011, por carreteras oscuras bordeadas por
laderas en las cuales las luces de barrios pobres brillaban como estrellas en
la noche azulada.
En el
retén fronterizo, soldados de rostro adusto provistos de armas automáticas
patrullaban una cola de más de 12 cuadras. Se preguntaron si no convenía
devolverse. Pero entonces se escucharon gritos de que los funcionarios de
inmigración habían abierto el paso, y la cola se volvió una estampida.
González
y Ramírez corrieron con otras miles de personas hacia un puente de apenas lo
suficientemente ancho para que pasaran dos autos. A los pocos minutos estaba
tan atestado como un vagón del metro en la hora pico. Algunas personas cargaban
bebés, otras llevaban perros al dirigirse a una nueva vida en Colombia. La
mayoría llevaba maletas y mochilas para cargar alimentos.
La
pareja se tomó de las manos para evitar separarse en la multitud. Pasaron dos
horas. La gente cantaba el himno nacional venezolano. A González le dolían los
pies en sus zapatos Tommy Hilfiger, de tacón de cuña y apenas llegaban a la
mitad del puente. Los que no soportaban la claustrofobia y el calor intentaban
regresar del puente para cruzar a nado, pero los soldados no lo permitían.
Finalmente
aparecieron las banderas colombianas y el puente desembocó en una ruta
flanqueada por funcionarios que los recibían con saludos, aplausos e incluso
trozos de pastel.
Nadie
verificaba los documentos de identidad. Más allá de la entrada se escuchaba
música y los kioscos vendían productos con los que todos los venezolanos
sueñan: arroz, dentífrico, detergente, azúcar.
González
ocultaba sus lágrimas detrás de sus enormes gafas para sol.
–“Pensé
que iba a ser más fácil”, dijo. “Fue humillante, como si fuéramos animales,
refugiados”.
–Pero
mira la diferencia de este lado”, dijo su esposo. “Es como Disneylandia”.
No
sólo había alimentos de todo tipo sino que todo era mucho más barato que en el
mercado negro venezolano, que se ha convertido en la única alternativa para los
que no pueden pasar horas en las larguísimas colas para conseguir bienes que
escasean, y que se ha convertido en la característica más visible de la crisis
económica del país petrolero.
Cambiaron
los bolívares que tenían en pesos colombianos en un centro comercial, donde
González se deleitó en el lujo de gozar de aire acondicionado mientras
curioseaba en las vitrinas de los almacenes de relojes y carteras.
Mientras
seguía mirando entre vitrina y vitrina, un flash noticioso apareció en el
televisor de la tienda: se trataba de una imagen aérea sobre el puente que acababa
de cruzar, repleto de gente. “Crisis humanitaria”, se leía en el titular de la
noticia.
“Ay,
no”, murmuró González.
Otros
compradores estaban indignados.
“Esto
no es Venezuela. No, eso no es nosotros”, dijo una mujer que estaba mirando
unas zapatillas.
González
se dio la bendición y se fue. Ya era tiempo de irse de compras y volver a casa.
La
variedad de productos en el supermercado del centro comercial parecía irreal
luego de meses de rebuscar en los anaqueles semivacíos de las tiendas.
La
pareja debatió sobre cuál sería la mejor crema dental para bebés. González
examinó siete marcas distintas de champú y estudió con cuidado cada una de las
ocho variedades de pasta.
Aunque
los productos eran más baratos que en Venezuela, los precios eran más altos de
lo que esperaban.
Decidieron
no comprar ni azúcar ni harina y compraron diez paquetes de pasta. Se
decidieron por comprar aceite de soya, en vez del aceite de canola, que es más
costoso. Chequearon y re-chequearon cada precio. A la pareja le tomó tres horas
debatir cómo iban a invertir su dinero del fondo de emergencia.
“Es
más costoso de lo que esperábamos, pero lo importante es que había” lo que
necesitábamos, dijo Ramírez.
Otros
venezolanos en el supermercado, maestros, pequeños empresarios, oficinistas,
estudiaron con cuidado los precios y difícilmente los ponían de vuelta en los
anaqueles.
Al
final, la pareja compró comida suficiente para llenar dos maletas y una bolsa
de lona, luego se perdieron en la marea de compradores exhaustos que volvían a
Venezuela. Aún no se ha anunciado si Maduro va a abrir la frontera nuevamente
el próximo fin de semana.
Soldados
colombianos les dieron la mano a los venezolanos que regresaban a su país. Pero
esa amabilidad no tuvo el efecto balsámico que se espera. No esta vez.
En
casa, Ramírez y González aprovisionaron sus gabinetes blancos y relucientes.
Todavía se veían medio vacíos.
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