Fernando Mires 06 de enero de 2017
Sé que el artículo que voy a escribir
no está orientado hacia un público especializado. Por eso no será fácil abordar
el tema. Quiero escribir sobre las relaciones entre arte y política como
consecuencias del vendaval de agresiones que ha desatado una parte de la
oposición venezolana en contra del exitoso y joven director de orquesta Gustavo
Dudamel.
Dudamel ha sido acusado por una parte
de la oposición del “delito” de no haber roto con el chavismo ni haber tomado
posiciones frente al régimen que impera en su país. La dificultad que asoma es
que para abordar este tema es ineludible hacer un intento, por breve que sea,
para cotejar la especificidad de lo artístico y de lo político. Lo intentaré.
1. Arte
Si voy a hablar de arte tengo que
recurrir a quienes mejor han intentado entender el sentido de su ejercicio.
Confrontado con el tema, los primeros nombres que llegan a mi mente son los de
Nietzsche y Heidegger.
Según el Nietzsche de Así Habló Zaratustra
y del Nacimiento de la Tragedia, el arte surge de la “voluntad de poder”. No
obstante ese poder no tiene nada que ver con el poder ejercido sobre las
personas y las cosas. Mucho menos con el poder político. Se trata de un poder
extracorporal pero que, por paradoja, debe ser alcanzado con y a través del
cuerpo. Un poder extrasensorial pero que a la vez debe ser conquistado con el
uso limitado de nuestros sentidos. Un poder cuyo “sí mismo” está destinado a
acceder a otra realidad pero que a la
vez usa como punto de partida la realidad que habitamos. En breve, se trata de
un poder metafísico.
El arte lleva de por sí una práctica metafísica o trascendental. Sin
trascendencia, según Nietzsche, no hay arte. Esa es una de sus proposiciones
centrales en Zaratustra.
En El Origen de la Tragedia,
Nietzsche se distancia un tanto de la contradicción entre la esencia metafísica
e inmanencia apariencial (sensorial) y propone un dualismo no antagónico entre
lo dionisiaco y lo apolíneo. Lo dionisiaco corresponde al estado de embriaguez
y éxtasis.
El arte, cualquiera sea su expresión,
no puede prescindir del desvarío, afirma Nietzsche. Por esa razón el devenir
del arte no transita por caminos rectos sino por laberintos. El artista
presiente lo que busca, mas no lo sabe. Hacer arte supone confrontarse con un
continuo perderse en sí mismo. El arte es tormentoso, es pasional y en sus
orígenes, desenfrenado. Por eso Dioniso, dios de los placeres, a fin de no
sucumbir aplastado por el peso de sus pasiones, necesita de Apolo, el dios del
equilibrio, la perfección y la armonía. Pero para poner en orden a las
pasiones, Apolo también necesita de ellas. Entre Dioniso y Apolo se establece
entonces una relación de fraternidad e incluso de complicidad. De la
comunicación entre ambos surgirá el arte. Sin uno o sin el otro, todo arte será
un remedo del arte.
Heidegger, profundamente nitzscheano,
continúa el pensamiento de Nietzsche, sobre todo en el primer tomo de su
tratado sobre Nietzsche (son tres). Según Heidegger, el arte no termina en las
cosas, no es cósico. Trabaja en y con las cosas pero en busca de una –este es
concepto central en Heidegger- “apertura”.
La “apertura” se encuentra, según
Heidegger, no fuera de alguna caverna como imaginó Platón, sino en las ocultas
profundidades del Ser. En lo oculto, dijo Heidegger, vive la verdad. Arrojar
luz hacia lo oculto es, en consecuencia, tarea principal del artista. Sin
búsqueda de la verdad no hay arte -aquí Heidegger toma un camino distinto a
Nietzsche, camino que transita precisamente en su libro Caminos del Bosque
(Holzwege)-. El artista es un revelador de la verdad. El modelo del arte total,
así como Nietzsche creyó encontrarlo en la música de Wagner, lo encontró
Heidegger en la poesía de Hölderlin.
El arte según Heidegger se aproxima a
la búsqueda de Dios pero convertido en La Verdad (Para Heidegger –legado
socratiano- Verdad y Belleza son casi sinónimos). Solo a partir de la
revelación de lo oculto comienza el proceso de la creación artística.
(Re-creación, corregiría Ratzinger, pues el humano puede inventar o componer,
nunca crear, atributo exclusivo de Dios).
El arte, al “desocultar” lo oculto,
nos lleva a reconsiderar la existencia en el marco de otra historia, o lo que
es igual, de otro tiempo distinto al de nuestra existencia. De tal modo,
gracias al arte, salimos, al igual que Nietzsche, desde el más acá hacia el más
allá, con la diferencia que, según Heidegger, ese más allá no esta fuera del
más acá sino en los lugares más recónditos, quizás en el fondo mismo de
nuestros corazones. La “apertura” para Heidegger es en cierto modo un regreso:
un regreso hacia la esencia del Ser.
Y bien. Dejaremos en este punto esta
síntesis acerca de la esencia del arte para dirigir la vista hacia ese otro
espacio que nunca Nietzsche y Heidegger exploraron. Nos referimos al espacio de
la política. Un espacio hacia el cual se atrevió a caminar, aunque muy sola,
Hannah Arendt. A lo largo de ese camino podemos descubrir, guiados por Arendt,
la enorme antítesis que existe entre el pensamiento artístico y el pensamiento
político.
2. La Política
La antítesis entre ambos pensamientos
explica a su vez la hipertensión que existe entre esos dos modos del ser, el
del estar aquí y el del ser fuera de sí. La política, en efecto, no está
situada en las profundidades del ser sino en su mera superficie. Sobre esa
superficie se erigen las ciudades y en ellas debaten los ciudadanos sobre las
cosas de este mundo. La política por lo mismo reside en el nivel de las
apariencias, nunca en el de la trascendencia. Y mucho menos en el de las
esencias. Una política no superficial no sería política. De la política no
debemos esperar ninguna redención.
La política, a diferencias del arte,
tiene lugar –afirma Arendt- bajo la luz de lo público (¿Qué es Política?). Su
objetivo no es la búsqueda de la verdad sino, simplemente, de mínimas
certidumbres. Para defender nuestras certidumbres, luchamos unos contra otros,
pero al mismo tiempo establecemos compromisos. La política, luego, no es
trascendente, sino radicalmente inmanente. Su práctica no se deja regir por las
pasiones, ni por el amor, ni por el odio, sino que por una razón instrumental
que nunca puede ni debe regir la actividad artística. Arte y política son en
ese sentido excluyentes. Como el agua y el fuego, nunca podrán juntarse. Así se
explica por qué casi no existen políticos dedicados al arte (a menos que
consideremos como arte los mamarrachos que pintaba Chávez). A la inversa, cada
vez que los artistas han intentado incursionar en política, los resultados,
salvo raras excepciones, han sido catastróficos.
El arte actúa hacia lo desconocido.
La política, en cambio, actúa sobre la base de lo existente. Sin
acontecimientos no hay política. La política, en fin, no es actividad
metafísica sino existencial. Todo proyecto encaminado a elaborar una política
trascendental y metafísica, lleva, según Arendt, al totalitarismo (Los Orígenes
del Totalitarismo) es decir, hacia el fin de la política. Tesis verificada
durante los totalitarismos nazis y comunistas.
Con estos apuntes ya es suficiente
entonces para percibir por qué los caminos del arte y la política están
separados por campos minados. Esa es la razón, además, por la cual los artistas
enfrentan una contradicción insalvable. Como habitantes de la ciudad, deben
cumplir obligaciones ciudadanas y a veces asumir tareas políticas. Como
artistas, están condenados a distanciarse de las cosas de este mundo.
Desde que hay política y arte, el
dilema para todo artista ha sido: o poner la política al servicio de su arte o
poner su arte al servicio de la política. Si elige la primera vía, será
denostado por sus conciudadanos. Si elige la segunda, dejará de ser artista
para convertirse en un mercenario al servicio de poderes circunstanciales. Por
eso muchos artistas eligen un camino intermedio. Ese parece ser el elegido por
el director de orquesta venezolano Gustavo Dudamel.
3. Dudamel
Gustavo Dudamel decidió a muy temprana
edad -siguiendo la línea de su maestro José Antonio Abreu, fundador del sistema
nacional de Orquestas y Coros Juveniles- aceptar la colaboración del gobierno
de turno como venía ocurriendo desde los años ochenta. El precio módico fue
rendir respeto al gobierno sin poner la música bajo su servicio exclusivo.
Dudamel ha intentado, como miles de
artistas en el mundo, un compromiso desde el reino de la música con el reino de
este mundo. El problema es que esa solución intermedia no ha sido entendida por
gran parte de la oposición política venezolana. Situación inédita en la
historia de la música. Mientras más éxito alcanza Dudamel, más aversión
despierta en sectores de la oposición. Los medios afines al chavismo tampoco lo
glorifican. Seguramente esperan de él una toma firme de posiciones, loas al
poder y juramentos de fidelidad a Maduro. Tampoco lo han logrado. Dudamel,
simplemente, no quiere hablar sobre política. Decisión que contrasta con la de
otros artistas latinoamericanos quienes pese a que intentaron opinar sobre
política, jamás despertaron el odio concitado por Dudamel entre sus
con-nacionales. Pensemos por ejemplo en dos muy grandes. Neruda y Borges.
Pablo Neruda nunca ocultó su
militancia en el partido comunista. Pero su poesía era admirada más allá de su
partido. Dos de sus mejores amigos no eran de izquierda. Hernán Díaz Arrieta
(Alone) eximio y ultrareaccionario crítico literario de El Mercurio, nunca
ahorró loas a Neruda. El escritor Jorge Edwards, al final de la vida de Neruda,
fue confidente del gran poeta. Neruda, pese a ser comunista, iba mucho más allá
de la dicotomía izquierda-derecha. Como Dudamel cuando dirige, Neruda, aún en
su poesía política, estaba más allá de la política. Para mí Neruda –no pido a
nadie que comparta mi opinión- era y es “la poesía”.
El caso de Jorge Luis Borges es aún
más interesante. Siempre Borges presumió de anti-político. Pero pocos
escritores han destilado más veneno político que Borges en contra del
peronismo, del comunismo y del “progresismo”. Sin embargo, todas esas
corrientes lo respetaron. Los escritores peronistas –son muchos- se declaran en
su mayoría, devotos de Borges. Borges, para la intelectualidad argentina y gran
parte de la latinoamericana, es el maestro. Si se quiere bromear un poco,
Borges es el Maradona de los artistas e intelectuales de su nación (lo escribo
con cierta sorna: Borges odiaba al fútbol)
Podríamos decir palabras similares de
otros grandes como García Márquez (El “Gabo” es símbolo nacional) Octavio Paz e
incluso Vargas Llosa cuya actividad política ha sido más que profusa. Los
éxitos logrados en el exterior por esos escritores han sido celebrados por la
inmensa mayoría de los habitantes de sus respectivos países quienes han sabido
deponer diferencias cuando llega el momento de honrar a sus glorias nacionales.
Eso lamentablemente no ha ocurrido en Venezuela con respecto a una de las
figuras más representativas de la música contemporánea: Gustavo Dudamel.
En el campo de la música es difícil
encontrar a alguien que haya elevado tan alto el nombre de su nación como
Gustavo Dudamel. Ya sea en los Ángeles o en Gotenburg, en Chicago o en
Stuttgart, en Nueva York o en Viena, ha ganado un reconocimiento internacional
sin paralelo en la historia de la música latinoamericana. Hay directores de orquesta
que ya lo comparan con Leonard Bernstein. Pocos han logrado sentir el espíritu
de Mahler o de Brahms de un modo tan intenso. Verlo dirigir la cuarta de Brahms
es un espectáculo. Dudamel no solo dirige, “vive” en Brahms.
Adonde vaya Dudamel será visto como
embajador artístico, no de un gobierno, sino de una nación. Gracias a Dudamel
muchos amantes de la música se han enterado de que Venezuela no solo produce
petróleo, reinas de belleza y militares corruptos. Quieran o no, los
venezolanos, no solo los chavistas, tienen una deuda con Gustavo Dudamel. Más
grande será cuando llegue el momento de desagraviarlo frente a los indecibles
insultos que le han propinado miembros de exaltadas fracciones de la oposición
por el hecho de haber decidido, antes de su concierto de Nuevo Año en Viena, no
dar opiniones políticas sobre su país.
Claudio Arrau, el genial pianista
chileno, también tomó en su tiempo la decisión de Dudamel. Ni siquiera en los
más feroces días de la dictadura militar quiso hablar sobre política. Todos,
derecha e izquierda, si no lo entendimos, lo respetábamos. Y en sus giras
íbamos a escucharlo no porque nos interesara su posición política sino porque
llegó a ser el mejor especialista en piano de Beethoven y, además –hay que
decirlo- porque era chileno, nacido en Chillán. Al igual que ayer Arrau,
grandiosos pianistas rusos, algunos de ellos, emigrantes por razones políticas,
viajan hoy por el mundo y ninguno opina sobre el régimen de Putin. Solo en
Venezuela vilipendian a Dudamel porque no eleva su voz frente al régimen que
azota al país.
Por cierto, hay también grandes
músicos que como ciudadanos toman opciones políticas y en algunas ocasiones
ponen sus talentos al servicio de una causa. La soprano Anna Netrebko -de quien
se dice es la heredera de la Callas- y el magnífico director Valery Gergiev, no
han vacilado en rendir homenaje al zar Putin en sus presentaciones. Muy bien,
es su derecho, pero no es su obligación. Del mismo modo, la venezolana Gabriela
Montero, pianista de reconocimiento internacional, ha llegado a componer piezas
musicales a favor de una Venezuela democrática. Puede decirse lo mismo: es un
derecho, pero no es una obligación. Y mientras alguien cumpla con las leyes y
normas de un derecho universal que garantiza tanto la libertad de opinión como
la libertad de no opinar, ni Montero ni Dudamel pueden ser objetados.
El autor de estas líneas comparte la
opción política de Montero y a la vez acepta la opción de Dudamel. Pues
compartir y aceptar son cosas diferentes. No hay ley moral o jurídica que
obligue a los artistas a tomar o a no tomar decisiones políticas. Gracias a
Dios. De ahí mi absoluta incomprensión frente a esos sectores afiebrados de la
opinión pública venezolana que, al enjuiciar a Dudamel, se dejan regir por el
lema totalitario: “o estás a favor o en contra de nosotros”. En nombre de su
oposición al chavismo esos sectores han hecho suya la lógica del chavismo.
Evidentemente en Venezuela hay dos
grandes conflictos. Por una parte, el de la oposición-gobierno. Por otra, el de
una cultura democrática frente a otra muy antidemocrática. Esta última no solo
reside en el chavismo. Atraviesa, además, de lado a lado, al conjunto de la
oposición. Incluso, me atrevería a decir, una parte de la oposición, no sé cual
es su magnitud, ha sido facistizada por el chavismo (si es que no lo estaba
antes).
Haciendo una revisión a través de las
redes sociales sorprende la magnitud e intensidad de las invectivas en contra
de Dudamel. Dejemos de lado al hampa tuitera, esos criminales del teclado que
proyectan sus complejos de inferioridad en contra de seres muy lejos de su
nivel. Lo que sí asombra es que personas ponderadas hayan caído en el mismo
frenesí anti-dudamelista. Razón de más para pensar que el problema no reside
tanto en Dudamel sino en la propia oposición venezolana. En ese sentido parece
ser evidente que Dudamel funge en estos momentos como chivo expiatorio frente a
agresiones que no habían logrado encontrar un objeto concreto.
El deseo de agresión precede al
objeto de agresión, dice una conocida tesis freudo-lacaniana. En efecto,
Dudamel ha pasado a ser objeto de agresión de una tendencia política que no ha
podido lograr sus objetivos de poder. Ya sea por una conducción errática, o por
la imposibilidad de alcanzar un punto unitario, esa tendencia se encuentra muy
frustrada. No habiendo podido derrotar al enemigo, impotente frente a un
régimen armado hasta los dientes, ha terminado por desarrollar en su interior
una serie de agresiones. Agresiones, que si no encuentran el objetivo, pueden transformarse
en autoagresiones o ser invertidas en un objeto sustitutivo del enemigo (en
este caso Dudamel). En las redes sociales, sus actores han optado por las dos
vías a la vez. Por una parte se injurian de modo abominable entre sí. Por otra,
descargan un increíble odio en alguien que ni siquiera es un político. Un
profesional serio, un joven exitoso, un propietario de esa mercancía que no se
vende en las farmacias: talento.
Por cierto, hay quienes hacen la
separación entre el director Dudamel y el hombre Dudamel. Aducen que
reconociendo el valor del primero, se pronuncian en contra del segundo aunque
sin ahorrar epítetos (desde colaboracionista hasta hijo de perra). Desde un
punto de vista formal esa es una posición correcta, pero desde el punto de vista
político no lo es. Y no lo es por la sencilla razón de que Dudamel no es un
político. Su mundo, como hombre y como artista, es musical.
Lo que más llama la atención es
precisamente que la mayoría de los enemigos (¿políticos?) de Dudamel no
polemizan con el director por el hecho de que este haya emitido una opinión
sino por lo contrario: por el hecho de no haberla emitido. El manido argumento
al que recurren es que, ante la situación que vive Venezuela, nadie puede ser
neutral. Paradójicamente esa fue la misma posición que levantaron los nazis y
los comunistas en sus respectivos países. En situación de guerra interna y
externa -aducían- la neutralidad es colaboración. ¿No es la misma tónica
empleada por Maduro cuando califica a toda la oposición como “enemigos de la
patria?”.
Hannah Arendt, será preciso recordar,
distinguía dos enemigas de la política: la despolitización y la
sobrepolitización. La despolitización o apatía política lleva a la
desintegración de una sociedad. La sobrepolitización, al convertir a todo en
política, anula las diferencias entre lo político con lo no político (la
intimidad, la religión, el arte) dándose así las condiciones para que aparezca
la tentación totalitaria. Y bien, me parece que en estos momentos Venezuela
vive un avanzado grado de sobrepolitización.
Afortunadamente he podido observar en
las redes muchas posiciones razonables que no señalan a Dudamel como el enemigo
número uno de la oposición, que llaman a centrar la acción frente a objetivos
políticamente definidos (entre ellos la lucha por elecciones libres y
soberanas), que reclaman una separación entre la política con los otros
espacios de la vida ciudadana. En fin, opiniones que creen en una lucha
democrática realizada por personas democráticas
Personas que creen en las diferencias,
en la libertad de opinión y por lo mismo en la libertad de no opinar. Personas
convencidas en que quienes cumplen con las leyes y con la moral normativa que
de las leyes se deduce (l’esprit des lois según Montesquieu) no pueden ser
juzgados ni condenados por nadie. Personas que no se dejan regir por una
supuesta moral universal situada más allá de todo tiempo y lugar. Personas que
creen que el debate político hay que llevarlo a cabo con políticos y no con
cantantes, jugadores de fútbol y directores de orquesta. Personas, en fin, que
han hecho suyo uno de los lemas más felices de Rosa Luxemburg: “La libertad es
siempre y exclusivamente libertad para el que piensa diferente”
Pienso que esas personas conforman la
mayoría de la oposición venezolana. Quiero, además, creer que así es. Porque si
no fuera así, seguir apoyando a esa oposición no valdría la pena.
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