Los jesuitas hemos catalogado
2016 de “tragedia nacional”. Este año han confluido explosivamente todas las
dinámicas de deterioro económico, político, social, cultural, haciendo más
dramática la crisis sistémica que afecta a la mayoría de los venezolanos. Según
Datanalisis el 95 % de la población considera que la situación está entre muy
mala y mala. El desabastecimiento y la inflación aparecen como los problemas
más sentidos por la población, incluso por encima de la inseguridad y la
violencia que rayan en lo patológico. Como indicador, según Fedenaga Barinas,
“el consumo anual de carne cayó de 23 kg por persona a apenas 7 kg”.
Lo más cruel e indignante ha
sido el hecho de confirmar definitivamente que a este Gobierno no le importa la
gente; solo le interesa el poder cosificado. Según los voceros oficiales el
hambre del pueblo no es real, sino una sensación introyectada por los enemigos
del pueblo y la guerra económica. Por ello, ante un escenario tan crítico como
el que vivimos, el Ejecutivo sigue empeñado en desconocer que la causa del
hambre es el modelo político-económico vigente que ha desbaratado el aparato
productivo generando hambre, desempleo, escasez e inflación que a su vez han
desatado mecanismos mafiosos de subsistencia. En su empeño de imponer los
objetivos del Plan de la Patria, el señor Presidente ha dictado sucesivos
decretos de emergencia económica que han profundizado la crisis y beneficiado a
una elite minoritaria de sus partidarios en todos los estratos sociales,
configurando un entramado de corrupción entre quienes se benefician de la
crisis.
En lo político se han cerrado
todos los espacios democráticos, militarizando las instituciones del Estado e
imponiendo la presencia militar en los múltiples ámbitos de la vida cotidiana.
De igual modo, grupos de poder del partido de gobierno y sectores influyentes
de las Fuerzas Armadas Bolivariana (FAB) se distribuyen los poderes públicos.
De ahí que, el Poder Judicial, Ciudadano y Electoral no han sido otra cosa que
satélites del Ejecutivo e instrumentos en su lucha por el control y saboteo de
la Asamblea Nacional; único poder, por su composición, desmarcado de la órbita
gravitacional del Ejecutivo y con restringido margen de actuación. En este
contexto el Poder Electoral ha sido de las instituciones más influidas por el
control del Ejecutivo en 2016, pues se trataba de un año electoral, que cerró
sin elecciones. En consecuencia, se ha radicalizado el proyecto político
militar que no es otra cosa que una dictadura decimonónica con maquillaje
nominal de socialismo del siglo XXI, del marco constitucional,
ilegítimo porque carece del respaldo de la ciudadanía al punto que tiene
autoconciencia de estar inhabilitado ética y políticamente para ganar elecciones,
pero con poder de facto porque tiene el control de las instituciones del Estado
las cuales utiliza discrecionalmente para sus fines privados. Cerramos, pues,
en un escenario de gobierno dictatorial decidido a rezar un réquiem a la
democracia para atornillarse definitivamente en el poder.
Por su parte, la Mesa de la
Unidad Democrática (MUD) plataforma institucional de los partidos políticos de
oposición para enfrentar el estatu quo, no ha sabido leer y responder
las señales que la mayoría de los venezolanos han venido dando a lo
largo de este trayecto; muy especialmente a partir de las elecciones
parlamentarias de 2015 que, en palabra de monseñor Diego Padrón, fueron
un auténtico referendo revocatorio. Durante gran parte del año, hubo un liderazgo
opositor jalonado por la propuesta del referendo revocatorio que llegó a
expresarse en manifestaciones masivas inéditas como la “Toma de Caracas” el
primero de septiembre y la “Toma de Venezuela” el 26 de octubre.
Tristemente, los enemigos del referendo revocatorio no solo estaban en el
gobierno, sino también en algunos liderazgos presidenciables de oposición que
temían –de darse el referendo con la consecuente salida del Presidente– ser
candidatos para asumir un gobierno de transición de dos años en medio de la
crisis. Al parecer, nadie quiso sacrificar su carrera política por el país.
Según el propio Chuo Torrealba, secretario general de la Mesa, los intereses
personales, las rencillas intestinas, las tácticas cortoplacistas minaron la
posibilidad de una estrategia concertada que permitiera interpretar y canalizar
el anhelo constitucional de la sociedad por una salida electoral a la crisis y
un mayor peso en la mesa de diálogo.
El referendo revocatorio y el
diálogo no han debido ser agendas contradictorias, sino más bien
complementarias. El referendo revocatorio por su carácter de consulta popular
era de suyo el pórtico para un auténtico diálogo de largo aliento. Las
movilizaciones pacíficas por el referéndum y por la recuperación de la
Constitución se han debido mantener como un modo de presión a los operadores
políticos de ambos sectores representados en la mesa de diálogo. El espíritu de
las movilizaciones pro-referendo no se limitaba a un hecho político electoral,
sino al deseo de un cambio en las correlaciones de fuerza que hiciera viable un
auténtico diálogo que pusiera los problemas reales del país en el centro.
Recordemos que diálogo y entendimiento siempre han repuntado en las encuestas
como el verdadero clamor del pueblo. El referendo no era un asunto polarizado
de oposición partidista vs Gobierno, sino el ejercicio de un derecho
constitucional que debía poner en manos de la ciudadanía la decisión de cerrar
un ciclo político y abrir un nuevo ciclo para el diálogo y concertación.
Ahora bien, nos preocupa
enormemente que hay sectores que dada la manera como el Gobierno nacional ha
utilizado para sus fines los intentos de diálogo en 2014 y en 2016 demonizan
esta vía democrática. Pero en SIC, estamos convencidos que, sin diálogo,
no ha habido, no hay, ni habrá país y tal como ha venido insistiendo monseñor
Diego Padrón “negar el diálogo es un error peligroso y muy grande porque se
estaría negando el valor de la palabra… tarde o temprano los líderes del país
tendrán que buscar no solamente el diálogo sino acuerdos en una negociación
porque ninguna institución puede por sí sola dar respuesta a la crisis tan
grave y tan global”. La Iglesia siempre apoyará salidas dialogadas y negociadas
en procura del bien común y el fortalecimiento de la democracia.
Todos los analistas con
sentido de país apuntan, desde distintas áreas, que la crisis estructural y
sistémica que vivimos es superable a largo plazo si desde ya se toman medidas
concertadas direccionadas a recuperar un mínimo de institucionalidad, que
genere un piso de confianza capaz de reactivar el aparato productivo y de ir
progresivamente rehabilitando la convivencia social en sus múltiples
dimensiones. Esto requerirá sin duda alguna de mucho diálogo y negociación,
pero la incertidumbre se cierne sobre nosotros ¿hay sujeto para este diálogo?
Nos toca apostar por la palabra, no por la guerra. No prolonguemos la tragedia.
16-02-17
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