Fernando Mires 06 de abril de 2017
La
palabra impasse –conflicto no resuelto entre dos instancias- ha marcado otro
punto de inflexión en la extensa cronología de la resistencia democrática
venezolana.
Impasse
en la neolengua maduriana designa el intento de Maduro y la mafia que lo rodea
para terminar definitivamente con las formas que condicionan la división de
poderes, suprimiendo la potestad parlamentaria, el debate público, la
generación democrática de las leyes, y las diferencias entre gobierno y estado.
En breve, dictadura, en su más genuina y brutal expresión. Dictadura de una
amplia minoría representada en seis o siete turbios personajes que controlan
todo el aparato del estado.
La
historia reciente es conocida. Ha llevado al régimen de Maduro a un aislamiento
interno y externo, a uno ni siquiera sufrido por dictaduras como las de Fidel
Castro en Cuba o Pinochet en Chile. Ambos dictadores gozaron, como es sabido,
de un considerable apoyo social a nivel interno y nunca estuvieron tan aislados
del contexto internacional como hoy lo está Maduro. Cuando el año 1962 la OEA
expulsó a Cuba, las figuras legendarias de Castro y Che Guevara entusiasmaban a
cientos de movimientos y partidos de América Latina. Pinochet, por su lado, era
parte de un contexto regional formado por diversas dictaduras militares.
Las
convocatorias de abril en la OEA mostraron una repulsa casi general al régimen
venezolano. Los socialismos democráticos de Chile y Uruguay se han sacado al
fin la venda de los ojos. Solo dos gobiernos formados al amparo del
clientelismo tejido por Chávez, apoyan abiertamente a Maduro. El de Morales,
quien ha perdido su otrora popularidad y la dictadura de Ortega en Nicaragua,
tan parecida a la de Venezuela. Raúl Castro, desde su dictadura hotelera, fuera
de la OEA, apenas abre la boca. Hasta el correismo ecuatoriano no quiere ser
identificado con figuras de tan siniestra catadura como son las de Cabello,
Rodríguez y El Aissami.
La
Europa Unida (UE) seguirá el ejemplo que la OEA dio y se apresta a denunciar al
régimen de Maduro. Junto al coreano Kim Jong y al asesino de Siria, El Asad,
Maduro está a punto de convertirse en el gobierno más repudiado del planeta.
Pobre historia para quien intentó venderse como el hijo de Chávez. China, por
cierto, exprimirá las últimas gotas financieras de un país famélico y Rusia
intentará utilizar a Maduro en su geopolítica; aunque hasta eso es dudoso.
Putin no apuesta a perdedor. Si Trump
garantiza a Putin el control de parte de Ucrania –y todo indica que así será-
Maduro puede comenzar a despedirse de Putin.
El
golpe del 30-M no fue, sin embargo, un hecho aislado. Fue, por el contrario, un
eslabón de una larga cadena golpista. Podemos discutir en ese sentido si el
golpe comenzó con el robo del revocatorio y de las elecciones regionales del
2016 o desde el mismo 6-D, cuando el régimen creó una valla de contención
llamada TSJ, dependiente en términos absolutos del ejecutivo. Pero esa
discusión no es muy relevante en estos momentos.
Lo
relevante es que Venezuela experimenta la existencia de un proceso golpista que
precede y a la vez sigue al día en que Maduro ordenó al TSJ suprimir a la AN.
Como apuntó el escritor Alberto Barrera Tyszka, en Venezuela se vive una
situación de golpe permanente. Esa es a la vez la razón por la cual retomar el
orden constitucional –uno de los principales objetivos de la oposición-
significa cuestionar la propia esencia del régimen. Pues, un gobierno de Maduro
sin presos políticos, con un parlamento actuando en sus legítimas funciones y,
sobre todo, con elecciones periódicas, ya no sería el gobierno de Maduro, con o
sin Maduro.
Ha
sido justamente el carácter constitucional de la lucha el hecho que ha
determinado el enorme apoyo internacional que hoy posee la oposición
venezolana. A su vez, ese apoyo internacional ha logrado impulsar el repunte de
la oposición en defensa de su Asamblea. Y por si fuera poco, el choque de
Maduro con la constitución chavista -asumida hoy como propia por la mayoría de
la nación- ha permitido el aparecimiento de grietas al interior del bloque de
dominación. La actitud constitucional de la fiscal Ortega Díaz ha sido la primera
trizadura pública del régimen. Seguramente no será la última.
Un
Maduro encerrado dentro de un orden constitucional sería un Maduro derrotado.
Tan derrotado como Pinochet después del plebiscito, como Galtieri después de la
guerra de las Malvinas. Tan derrotado como los comunistas polacos después de la
visita del Papa o como los comunistas alemanes del Este, cuando seguían en el
poder y el muro estaba en los suelos.
El
retorno del orden constitucional supone –así lo han subrayado los principales
líderes de la oposición- el cumplimiento de tres puntos: Primero: la liberación
de todos los presos políticos. Segundo: el restablecimiento de la soberanía de
la AN y el retorno del TSJ a sus funciones constitucionales. Tercero: la
fijación inmediata de fechas para las elecciones regionales: las robadas por el
gobierno en el 2016 y las que corresponde realizar el 2017.
Sobre
los dos primeros puntos existe pleno acuerdo al interior de la oposición. Sobre
el tercero se observa una diferencia que será conveniente esclarecer lo más
pronto posible.
Cuando
son exigidas elecciones, hay sectores de la oposición que opinan, elecciones
regionales. Otros, sin embargo, han dicho abiertamente: elecciones generales.
Los segundos parecen ostentar una posición más radical que los primeros pues
las elecciones generales significarían la destitución inmediata de Maduro. Que
esto no es así, será probado a continuación.
Dejando
de lado el hecho de que las elecciones generales no están pautadas en la
Constitución y optar por ellas significaría enredarse en engorrosos trámites
jurídicos donde se tienen todas las de perder, hay otro punto que no siempre ha
sido considerado por los dirigentes de la oposición. Ese punto es el siguiente:
el de Maduro no es solo un gobierno sino parte de un régimen.
La
diferencia entre gobierno y régimen dista, por lo menos en este caso, de ser un
asunto académico. Significa, dicho directamente, que el fin de un gobierno no
lleva al fin de un régimen. O dicho en otras palabras: el régimen podría
continuar bajo otro gobierno así como Raúl continuó después de Fidel y Maduro
después de Chávez.
Hay
que tener en cuenta que el régimen que representa gubernamentalmente Maduro, a
diferencia del que representaba Chávez, no está fundado en la hegemonía de un
líder carismático. Chávez unía en su persona la dimensión del gobierno y la
dimensión del régimen. Maduro en cambio representa solo la función de gobierno
en un régimen colegiado, una suerte de junta cívico militar en donde sobresalen
nombres como el de Cabello, El Aisami, Jaua, Rodríguez y sobre todo, el del
general Padrino López.
Ahora
bien, supongamos que Maduro debe abandonar el cargo, ya sea por destitución,
presión militar e incluso elecciones generales. En todos esos casos el régimen
puede seguir manteniéndose conservando toda su estructura hacia el interior del
país. No ocurriría así si tuvieran lugar elecciones regionales.
Las
elecciones regionales, para gobernadores y alcaldes, tendrían la particularidad
de desarticular al régimen desde dentro, en sus ramificaciones locales y en los
rincones más abandonados del país. ¿Qué sería de ese régimen sin esos poderes
locales? Un cascarón vacío que al estar vacío nadie, ni siquiera el ejército,
podría pisar su superficie. O dicho en síntesis: las elecciones generales pueden
terminar con un gobierno pero no con el régimen. Las elecciones regionales, en
cambio, pueden derrotar al régimen y con ello al propio gobierno. En ese
sentido las elecciones regionales son, visto objetivamente, más radicales que
las elecciones generales.
Lo más
probable es que el régimen –el régimen y no el gobierno- tema mucho más a las
elecciones regionales que a las generales, a las cuales incluso podría
anticiparse con una simple sustitución de Maduro. Vistas así las cosas, no hay
nada en estos momentos que convenga más a la oposición que seguir la ruta
dictada por la Constitución. De acuerdo a esa ruta, las próximas elecciones
deberán ser las regionales, con Maduro o sin Maduro. Ahí radica la esencia de
la restitución del orden constitucional. No hay nada más subversivo que luchar
por y con la Constitución frente un régimen anti-constitucional.
Entre
el 6-D y los acontecimientos que comienzan a tener lugar desde abril del 2017
hay una línea de continuidad constitucional. El desconocimiento golpista de la
AN llevó a las luchas por el RR16. Durante el 2016, gracias y en torno al
constitucional RR, logró formarse el movimiento político más amplio de toda la
historia de la oposición en contra del chavismo. Habiendo sido robado el
revocatorio por el régimen, el régimen se sintió acorralado y jugó a la opción
del diálogo, engañando al propio Vaticano.
El
error de la oposición al haber caído en la trampa del diálogo interrumpió
durante un tiempo las movilizaciones populares. Fue así como el régimen intentó
aprovechar el reflujo para asestar un golpe definitivo a la oposición. El CNE,
obedeciendo como siempre al gobierno, exigió la revalidación de los partidos
con el objetivo de generar divisiones insalvables en el seno opositor. Pero el
tiro les salió por la culata. Pudo más el instinto de supervivencia de los
partidos de la MUD los que lograron revalidarse de una forma entusiasta y
masiva. Desde ese momento el régimen entendió que sus argucias para impedir las
elecciones regionales ya estaban agotadas.
El
golpe antiparlamentario del 30-M debe ser entendido entonces de acuerdo al
siguiente propósito: declarar abiertamente una dictadura anti-electoral. El
golpe al parlamento fue también –y podríamos decir en primera línea- en contra
de las elecciones regionales que se avecinaban después de la revalidación. Esa
es la razón por la cual hoy, imponer elecciones regionales significaría iniciar
la derrota final del régimen. Del régimen, repetimos, y no de un simple
gobierno. La suerte está echada.
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