Editorial EL PAIS 04 de agosto de 2017
No
hubo ayer en Caracas sustitución de la legítima Asamblea Nacional, que salió de
las urnas en 2015, por la llamada Constituyente que fue elegida el pasado
domingo en unos comicios cuestionados por no cumplir los más elementales
requisitos democráticos. El Gobierno de Nicolás Maduro intenta ahora la
extravagante fórmula de que convivan en la misma sede del poder jurídico “esa
Asamblea podrida que está ahí”, según sus propias palabras, con la que el
chavismo puso en marcha para destruirla.
Como
ya hizo antes de las elecciones, cuando excarceló a los líderes opositores
Leopoldo López y Antonio Ledezma siguiendo el patrón “casa por cárcel”, Maduro
ha vuelto a maniobrar para ganar tiempo (también ante otras facciones del
chavismo). Forma parte de su manera de gobernar el dar falsas señales de
aparente conciliación, mientras recompone las piezas sobre las que apoyarse y
dar otro paso más en el control de los resortes de poder y en la estrategia de
liquidar a la oposición. Y no parece importarle mucho si en el camino destruye
al pueblo venezolano.
Cuando
todavía se mantenían frescas las imágenes de los colegios electorales
prácticamente desiertos en la votación del domingo, pese a que el régimen se
atribuía una participación del 41% de participación y más de ocho millones de
votantes, el aparato represor de Maduro devolvía a la cárcel de Ramo Verde a
López y Ledezma. La reacción internacional no se hizo esperar y fueron decenas
de países democráticos los que cuestionaron la legitimidad de la fraudulenta
Asamblea Constituyente recién elegida. El miércoles era la UE la que no la
reconocía, mientras que EE UU ya había ido más lejos adoptando sanciones. Pero
fue la denuncia de Smartmatic, la empresa que gestiona el recuento de votos de
las elecciones en Venezuela desde 2004, la que puso la guinda al denunciar que
el domingo se infló la participación en al menos un millón de votos.
Maduro
apretó el freno y, pocas horas después, Ledezma volvía a casa. Ayer evitó
deliberadamente el previsible desalojo violento de los miembros de la Asamblea
Nacional, pero nadie sabe cuánto durará esa estrambótica convivencia. Mucho más
cuando Maduro ha reclamado de los diputados de la Constituyente que se apliquen
para perseguir a una parte de sus colegas de la Nacional por la vía penal.
Frente
a la presión a la que el chavismo tiene sometidos a los venezolanos, amén de la
brutal represión que ya ha causado cerca de 130 muertos y que conduce a todo
tipo de desmanes —como los tres cócteles molotov que aterrizaron en la Embajada
española—, la oposición debe permanecer unida. Son 21 los partidos y
movimientos que constituyen la Mesa de Unidad Nacional, y con propuestas
tácticas diferentes frente al régimen, pero las maniobras dilatorias de Maduro
buscan explotar sus fragilidades. La batalla para acabar con la deriva cada vez
más autoritaria del chavismo puede prolongarse mucho tiempo. Conviene racionar
las fuerzas, conservar la unidad y confiar en que, junto a las propias
movilizaciones, la presión internacional ayude a fracturar a un Gobierno que se
ha enrocado en el poder, sigue disponiendo de la fuerza militar y conserva el
apoyo de países como Rusia y China.
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