ALBERTO BARRERA TYSZKA 07 de agosto de 2017
La
revolución bolivariana ya solo es una ficción narrativa, un relato que cada vez
se cuenta peor y resulta más inverosímil. No hay manera de que el oficialismo
esgrima un argumento más o menos coherente que pueda ser creíble, que tenga
algún gramo de dignidad. Cuando, en el acto de instalación de la nueva Asamblea
Nacional Constituyente, Delcy Rodríguez pregunta:“¿Juran ustedes defendernos de
las agresiones imperialistas de la derecha traidora?”, es imposible no recordar
que su gobierno donó medio millón de dólares para el evento de la toma de
posesión de Donald Trump. Cuando invoca a la democracia y al “poder
originario”, es imposible no pensar en todas las denuncias sobre el reciente
proceso electoral, empezando por el señalamiento de la agencia Reuters que
asegura que en la elección del domingo 30 de julio no llegaron a votar cuatro
millones de venezolanos. Cuando Rodríguez sentencia que la Constituyente llegó
“para hacer justicia”, es imposible no traer a la memoria todas las imágenes de
la represión salvaje que los militares han ejercido sobre los ciudadanos en los
últimos meses…Ya es evidente que, para “los hijos de Chávez”, la ideología no
es más que una puesta en escena. Ni son revolucionarios, ni son demócratas, ni
siquiera son de izquierda. El oficialismo no solo se ha quedado sin pueblo.
También se quedó sin discurso.
De
hecho, Chávez ha pasado a ser ahora un personaje secundario. El intento de
crear un suceso simbólico, trayendo de vuelta su retrato al edificio del
Parlamento tampoco tuvo impacto, resonancia. El Comandante eterno ya funciona
como espectáculo. En los últimos dos años, Chávez también ha ido perdiendo
presencia y fuerza en la retórica del oficialismo. Solo es un fetiche
comercial, al parecer cada vez menos eficaz. La desideologización del
oficialismo es una de las consecuencias más palpables de todo este proceso.
Tanto nacional como internacionalmente, se asume que ahora el chavismo es, en
esencia, una corporación mafiosa a la que le faltan ideas y le sobran armas.
El
proyecto de la Constituyente forma de parte de esta misma fantasía hueca. La
nueva Asamblea no existe para resolver los problemas del país sino los
problemas del partido. Pero los conflictos de la mayoría de los venezolanos,
esa tragedia que llamamos “realidad”, continúan aumentando, cada día están
peor. La Constituyente no logrará que baje la inflación, que se termine la
escasez. Su fin es otro y ha sido delatado con demasiada obviedad por el propio
Maduro: enjuiciar y encarcelar a líderes de oposición; desactivar a la fiscal
que ya no es cómplice y que, entre otras cosas, puede sacar a la luz todos los
negocios con Oderbrecht; censurar a los medios que no han sido leales en estos
meses, legislar y controlar el uso de las redes sociales…Está claro que, para
el Gobierno, la nueva Constitución debe ser un manual para el ejercicio legal
de la represión. Nada más.
Es
verdad que la mayoría de la población vive ahora con una gran sensación de
derrota. Es verdad que, nuevamente, la dirigencia de la oposición está obligada
a reinventarse, a buscar y proponer nuevas formas de resistencia y de lucha en
contra de una dictadura no convencional; pero también es cierto que el
oficialismo tiene por delante un panorama muy incierto y complicado. Sus
líderes no tienen popularidad, su discurso político está totalmente devaluado,
su vínculo con Chávez se desvanece cada día más; han sacrificado las
instituciones y la credibilidad del sistema, han perdido legitimidad
internacional…y siguen enfrentados al mismo país, un país que no los quiere,
que no les cree.
Rechazar
la negociación e imponer la Constituyente ha llevado al oficialismo a un
callejón sin salida. Su gran enemigo sigue siendo la realidad y, frente a ella,
la Constituyente no hará ningún milagro. El conflicto sigue ahí, en la gente,
en las ansias de cambio. La multiplicación de las cárceles no es una salida. Es
un suicidio político.
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